Saturday, July 22, 2006

¿Yo?




Iba a escribir algo sobre la inexistencia del Yo. Ese sustrato que presumiblemente subyace a toda metamorfosis, a todos nuestros cambios. Tenía la cita elegida. Era de Cortázar. Pero entre más la leía más me convencía de su aporética verdad. Así que me decidí por comprobar mis ideas eliminándome y dejando sólo a aquél otro.


La cuestión de la uniad lo preocupaba por lo fácil que le parecía caer en las peores trampas. En sus tiempos de estudiante, por la calle Viamonte y por el año treinta, había comprobado con (primero) sorpresa y (después) ironía, que montones de tipos se instalaban confortablemente en una supuesta unidad de la persona que no pasaba de una unidad lingüística y un prematuro esclerosamiento del carácter. Esas gentes se montaban un sistema de principios jamás refrendados entrañablemente, y que no eran más que una cesión a la palabra, a la noción verbal de fuerzas, repulsas y atraccciones avasalladoramente desalojadas y sustituidas por su correlato verbal. Y así el deber, lo moral, lo inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de Caseros pasaban a ser como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado, algo que no se vive ni se analiza porque es así y nos integra, completa y robustece. La violación del hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre, llenaban de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzado a valerse del propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que quizá pudiera licenciarlo y seguir - ¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué tenebroso día? – hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad que habitaba. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable), sin conciencia razonante aprehender una unidad profunda, algo que fuera por fin como un sentido de eso que ahora era nada más que estar ahí tomando mate y mirando el culito al aire de Rocamadour y los dedos de la Maga yendo y viniendo con algodones, oyendo los berridos de Rocamadour a quien no le gustaba en absoluto que le anduvieran en el traste. [Cortázar, 1963, c 19]

Voy a descuartizar esta cita en los próximos días.