El mundo, o más bien un Doctor Jurista Puertoriqueño amigo de pesáres, me llevó hace unos meses a decidirme finalmente por leer a Pitol. Tantas veces había oído y leído sobre los libros, la inteligencia y la sensibilidad del veracruzano, que me sorprendía al ver que no hubiese caído un libro de los suyos en mis manos, aunque fuese sólo por inercia. Así fue, finalmente, que disfruté algunos trechos de su arte de la fuga, hasta que el mundo mismo, y una inminente fuga trasatlántica, me obligaron a deshacerme del texto. La impresión fue grata; fue eso, una impresión. Pitol se convirtió, de una semana a otra, en un héroe del papiro. Escribano entre escribanos, en algún rincón cercano a Bartleby.
El mundo mismo y sus extraños derroteros me han llevado hoy a denunciar a ese escribano. El héroe ha caído. Sus huellas han perdido la impresión inicial. El resultado de su escritura sigue siendo de altísima calidad. Pero el escribano mismo no guarda ya un lugar cercano al gran copista Bartleby.
“A los quince años ya había leído a Shakespeare, a Cervantes y a Pirandello y se fue a la ciudad de México para estudiar Derecho en la UNAM.”
Y
“La obra de Pitol sólo tiene equiparación con la de otro gran escritor mexicano: Jorge Ibargüengoitia.”
Son frases tristes que declaran la muerte, la pérdida, la caída de un hombre otrora enaltecido como héroe. Las he extraído de un fragmento autobiográfico que Pitol presenta en el nicho de escritores de la Casa Refugio. Sus palabras entristecen de tanto entorpecer. Un cerro de dudas se aglutinan detrás de la decepción. ¡Qué arrogancia! (primero) ¡Qué ridículo! (después) ¡Qué tristeza! (finalmente).
La decepción obnubila la mirada. No sé qué pretende Pitol con esas frases: ¿presumir su erudición temprana? ¡A los quince años había leído a Shakespeare, Cervantes y Pirandello! ¿Acaso habrá vivido también lo mismo? ¿Habrá amado, sufrido, muerto, asesinado y traicionado, tanto como sus gloriosas lecturas, ya a los quince años?
¿Qué relevancia tiene mencionar todo aquello? ¿De qué nos sirve a los lectores saber lo que hacía Pitol a los quince? Peor aún, como él mismo señala, su ‘hazaña’ se debió más bien a esa otra hazaña de su abuela materna, lectora empedernida, quien le leía, lupa en mano y línea por línea, a Dostoyevski. Pues si Pitol leyó a los grandes a los quince probablemente sea porque le sambutieron todos con papilla desde los seis. Pero entonces ¿el señor no llegó a las letras, sino que le impusieron las letras? ¿Acaso estas arrogantes confesiones de Pitol no son prueba de que, quizás, a quien hay que agredecer por su literatura es a su abuela?
¿A qué viene eso de su inequiparable literatura? ¿Tan excelente y fuera de este mundo se considera Pitol? ¿Acaso no somos todos hijos de una misma Gramática Universal? ¿Acaso no somos todos únicos, con nuestro ideolecto único, nuestra literatura única, nuestra voz única y nuestras obras todas únicas?
Seguro que su abuela le enseñó, aunque entre tanta arrogancia literaria probablemente lo olvidó, ese pedazo de sabiduría popular que reza
“Dime de qué presumes y te diré de qué careces”
¡Viva el Rey! ¡Muera el Rey!
Que sea ésta una muestra más de la sinrazón que nutre a los ‘iluminados’ precisamente cuando se iluminan. Una muestra más de que esta naturaleza madrastra no tiene protecciones contra sí misma. Que la razón es el más grande enemigo de sí misma. Ganas no faltan para hacer la pluma a un lado. Los grandes lo son por su humildad, no por su grandeza.