Sunday, February 13, 2011

Inconmensurabilidades

Todos terminan por morir. Unos ahora, otros después. De un modo u otro. Todos mueren. Lo sabemos aunque no lo creemos o, al menos, aunque seamos incapaces de hacer las inferencias pertinentes. Algunos mueren de manera repentina. No cabe siquiera distinguir entre accidente y asesinato. No es para nada claro cuál es instancia de cuál. Otros mueren con precaución, lentamente, avisando paso a paso, como si pudiesen amortiguar el golpe final. Por enfermedad o por vida, pero eso sí, avisando. Otros más deciden desaparecer. Repentina o lentamente, deciden, asumamos, no estar más. Tres muertes distintas, vagamente relacionadas sino es por lo innegable.

Somos psicológicamente incapaces de imaginar la muerte. Tal vez incluso conceptualmente. Si uno busca los detalles, es imposible imaginar qué se siente morir, estar en el estado tan fáctico de muerto. Hasta allá no nos alcanza ni la experiencia ni la no experiencia, ni siquiera la ficción. Quizás, sólo quizás, la muerte sea demasiado real para nuestro entendimiento, demasiado inflexible, demasiado fija y silenciosa. Quizás, sólo quizás, sea lo único de esta experiencia que no requiere interpretación.

Hace tiempo me enfrenté a la primera de las muertes. Una muerte repentina como un asesinato. Fue incomprensible. Lo sigue siendo. Y sí que hay furia y rabia y dolor. Pero nada de esto habría sino fuese incomprensible, inimaginable. Con el tiempo pasaron las otras muertes. Padres de amigos, amigos de padres. Unas lentas, supuestamente amortiguadas, previsoras. Otras repentinas, decididas, asumidas. La necesidad de sobrevivir obliga a entender. Siendo tan incapaz la imaginación, inevitablemente surgió la comparación: ¿qué resulta peor? O mejor dicho ¿cuál duele más? Corrigiendo ¿cuál sorprende menos, cuál se entiende más?

Después de mucho caminar, me cubre una sospecha: si la muerte es incomprensible, sus instancias son incomparables. Precisamente porque está ahí, fija e inamovible, justamente porque no demanda ni permite interpretación, las distintas muertes son inconmensurables. Dejemos ya ese afán taxonómico. La clasificación se hizo por la vida y para ella sólo. Las tres muertes son una y sus distinciones no ayudan a entenderla.

La muerte, ésa, única muerte, es una suspensión del juego. Es pasar ya, y por mucho, del límite de lo inaceptable. Lo inaceptable difícilmente acepta grados. Pasar de ello es como suspender los conceptos, las gradaciones, las inferencias, las relevancias. Preguntarse aquí es como preguntarse que juego prefiere uno jugar si es que no se jugará más. No es meramente una confusión de contextos que generan dudas externas a conflictos internos. Se trata, más bien, del error fundamental que hay en preguntar donde no hay afirmaciones, ni verdades, ni creencias, ni deseos. Dos no verdades, dos no estados, son inconmensurables.

Y sucede lo mismo, inevitablemente, desde dentro. La muerte, ésa, es invisible. Ojala fuese sólo imperceptible. Pero no le basta. Insiste. Es invisible por inimaginable. Se trata, desde el comienzo, de algo incomprensible. No cabe en representación alguna, por más que se intente. No guarda relación alguna con lo representable. Toda equiparación presupone concepción. Una condición que la muerte misma elimina. Dos no representaciones, dos visiones sin luz ni objeto, dos creencias sin intención alguna, son inconmensurables.

Por eso pienso que todo esto es más fácil de lo que pensamos. Que neciamente sufrimos por alcanzar algo inútil por inexistente. No hay muertes lindas, ni tranquilas, ni tampoco trágicas ni violentas. Hay vida, eso sí, en todas sus múltiples formas. La muerte es mucho más simple, es una y no tiene medida. Su pase es simple y sencillo: siga de frente, que aquí no hay algo por ver.