Monday, August 27, 2007

Más Médula

No sé bien cómo decirlo. Pero estoy seguro de que Descartes sabía de México y de que Heidegger lo ignoraba. O, al menos, pretendía hacerlo. De haber vivido en nuestros días, Rene seguramente habría encabezado las fuerzas de lucha contra el fraude. No por nada, más que un racionalista, Cartesio es un recio antifenomenólogo. Aquello de que la apariencia – encubierta con esa pátina de intelectualidad por la evanescente palabra ‘phainomenon’– lo es todo, no era sino el anatema de Descartes. Y todo porque Descartes sabía bien, muy bien, que las apariencias engañan.

Todos sabemos que no se permitía creer siquiera lo que su mente le decía (a excepción, claro, de algunos secretos egocéntricos). No sabía bien a bien si tres mas dos son cinco o veinticinco. Dudaba, mas no temía, sobre la existencia de un suelo firme a su alrededor. Y de vez en cuando se permitía el lujo, eso sí, de imaginar demonios y desaparecer dioses. Tal era su exacerbada desconfianza que uno se pregunta obligadamente qué le hacía dudar. Él confiesa públicamente que todo se debe a un prurito intelectual.

Yo, sin embargo, sospecho que las razones son otras. Sospecho, como dije ya, que Descartes sabía de México. Sabía que no podía confiar lo que su vista le decía porque, por ejemplo, una línea interrumpida y de color blanco sobre el asfalto no era razón suficiente para creer que se circula por una autopista de dos carriles y un mismo sentido. En más de una ocasión, se supo, han circulado autos en sentido contrario por ese tipo de caminos. Sabía también que no podía confiar en autoridad alguna, porque un médico que afirma que los estudios señalan una salud infatigable bien puede soslayar un cáncer rampante. De esto sabía, es claro, por sus amigos mexicanos. Y aunque un solo caso en el mundo no era suficiente para destruir un argumento inductivo, el gran poderío deductivo de Descartes le impedía confiar siquiera en los más afamados médicos ingleses.

Pero, ¿qué es lo que tanto temía Descartes? Él decía temer al error, más acertadamente, a la creencia falsa y efímera. Ante todo, había que huir de la ignorancia. Pero esta respuesta es insatisfactoria. Muchos japoneses ignoran fehacientemente a Descartes y aún así confían en un sistema social que no deja de cumplirles. ¡No señor! Descartes no temía a la ignorancia, ni tampoco al error. Es necesario ofrecer otras respuestas. Descartes, aventuro, tenía un profundo temor al fraude, la expoliación, el timo, la estafa, el engaño, la gitanería, el truco, el ocultamiento, la falsificación, el embeleco, la calumnia, pero sobre todo tenía una fobia ininterrumpida al chamaqueo chilango, pues como todos saben, Descartes era un sujeto epistémico maduro. Es decir, sufría de chamacofobia, lo cual no quiere decir, como algunos se han atrevido a adelantar, que no gustaba de la pedofilia.

Lo cierto es que Descartes alguna vez conoció a una morena de Bucerías. De ella supo de las playas de arena y sol. Transcurrió su vida torturado por los dilemas que su prurito antifenomenólogo y su amor a Bucerías le generaban. Deseaba vivir en México, pero tenía razones para la duda. Sabía que para llegar al paraíso había que confiar en las aparencias, no temer al fraude, al engaño de los sentidos, a la falta de sustancia, al funcionalismo que lo mismo le da un ser humano que una computadora, un taco de pastor que uno se soya; había que abrazar la fe ciega, vivir en casas de unicel que aparentan cemento, viajar en autos de plástico que ansían acero, sobre autopistas de tierra y alquitrán que insinúan concreto; había, en resumidas cuentas, que vivir a la mexicana. Pero Descartes no estaba dispuesto a ser un fenomenólogo de cepa, con ascendencia, de estirpe, con confianza y fe en lo que no se alcanza a simple vista. Para él la fenomenología, creer y aceptar las apariencias sin más, no era sino sinónimo del fraude. Nunca logró dejarse timar. Por eso fruncía el ceño con un dejo de incredulidad cada vez que Heidegger, desde su cómodo rectorado, amparaba la apariencia y firmaba al calce. “Habría que mandarlo a Bucerías” se decía Rene “a ver si ahí no pide un poco más de médula.”

Sunday, August 05, 2007

poesía fantasma

Hace tiempo intenté defender que las mitologías son producto del amor. Dicho más burdamente, prentendí sostener que el amor resulta necesario para la vida y que los fantasmas y religiones son resultado de su ausencia. Amamos tanto que no podemos permitirnos la huida. Desde entonces vivo un poco convencido, un poco injustificado también, creyendo que la religión es una adaptación poco ventajosa ante las desaveniencias de una adaptación claramente evolutiva: la capacidad de amar entre los miembros de la especie humana. Así nos permitimos construir casas e igualmente derruirlas. Por eso en su ausencia es necesario inventar su permanencia eterna. Los fantasmas son la solución preferida.

Desde entonces no he querido y, por ende, no he logrado encontrar otras razones, otros contextos más útiles, más claros a favor de tal postura. Recién encuentro lo que tomo por ser la misma afirmación pero en forma versicular. Éste es de Vallejo. Cabe señalar la gran aportación de Vallejo. Los fantasmas son de propiedad común. De otra manera no sirven, no amedrentan, no existen.

MASA

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: "¡No mueras; te amo tanto!"
Pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
"¡No nos dejes!¡Valor!¡Vuelve a la vida!"
Pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: "¡Tanto amor, y no poder nada contra
la muerte!"
Pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombre de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...


Hay golpes en la vida tan fuertes...
Cesar Vallejo
Editorial Andrés Bello

Wednesday, August 01, 2007

Una Tache más

Sigo pensando en mi hermana. Lo cual no es noticia. Por ahora pienso en una más de las ridiculeces que trae consigo esta forma de vida que tildamos de humana. Tras la muerte, llegué naturalmente a la fobia antiplanificadora. Eso de vivir para después me resultaba, y resulta aún, completamente estúpido, autodestructivo y común. No sé cuántos años pasé lejos de mi familia. Ciertamente más de los que pasé en el extranjero. Uno puede estar a unos metros y aún así no estar. Me dedicaba a planear y seguir los planes. Todo seguía tal cual debía ser. Cuatro años más y todo sería mejor. Pero no pude contar con cuatro años, ni dos. En realidad uno no puede contar siquiera con quince minutos. Y aún así nos atrevemos a arrastrarnos día con día. Solemos planear para alcanzar una estructura económica, social, cultural e incluso política. Solemos buscar esa estructura para vivir bien. Pero de nada sirve la estructura sin los demás. De nada sirve un departamento para uno sólo. De nada sirve el dinero, ni la comida y menos aún los planes.

Uno pensaría, pues, que habría que olvidar el mañana. Ojalá fuera tan sencillo. Ojalá tuviéramos salida. De nada sirve olvidar el mañana. Imagino fácilmente los resultados de un afán que disgusta de planear, el afán del que gusta de estar aquí y ahora, rodeado de familia y amigos. Todos juntos. Suena muy bien, pero no tiene estructura. Los días soleados serán pocos. La necia maquinaria del quehacer caerá con fuerza sobre sus cabezas. Y entonces el día a día se hace pesado. No hay manera de sostenerlo con las manos. Se va la familia, se van los amigos. Y uno termina, al parecer, igual que el amigo del afán planificador.

Pero entonces qué puede un humilde humano hacer. Se me ocurre no ofrecer recomendaciones. Olvidar el mañana literalmente implica olvidar el día de hoy. Vivir mañana literalmente implica no vivir. Y qué puede uno hacer después de alojar a pensamientos tan sucios, tan oscuros de tan religiosos. Qué puede uno hacer si no asquearse de uno mismo, terminar la frase anterior y poner punto final a una divagación idiota.

Debo confesar que no entiendo a aquellos que alaban tanto la vida humana. Ese resultado de una selección natural ciega a favor de una forma retrógrada de subsistir. Terminemos, pues, con este juego.


¡Buenas noches!