Wednesday, November 26, 2014

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¿Cómo debe uno entender la decisión, porque no puede ser sino una decisión, que alguien más toma de olvidar el momento en el que, de manera directa y explícita, decidió insultar, humillar o maltratarlo a uno?

Por un lado hay razones para pensar que es un reconocimiento de la falta. El que decide olvidar -por supuesto, no logra olvidar porque el olvido voluntario no es sino una forma del recuerdo- lo hace porque reconoce el daño causado. Decidir olvidar es, desde esta perspectiva, una manera de admitir el error.

Por otro lado, hay razones para pensar que es un acto más de maltrato hacia uno mismo. Quien así se conduce por el mundo simplemente no reconoce en la otra persona a eso, una persona digna de respecto y reconocimiento. Por eso al que voluntariamente olvida la humillación causada a otros simplemente no le preocupa en lo más mínimo si es o no consistente en su trato (o maltrato) a los demás. Así, el olvido voluntario se convierte en una suerte de herramienta de humillación de segundo orden. Es una forma de confirmar la humillación inicial para después insistir en la nimiedad de esa humillación, redundando en la irrelevancia de la persona humillada.

Seguramente ambas opciones se dan lugar en distintos contextos. La pregunta entonces es ¿cómo reconocer o disitnguirlos entre sí? O dicho con una formulación más tradicional: ¿cómo separar la virtud del vicio, que tan cercanos son?

Tuesday, November 25, 2014

Sinestesia

Hay un color muy específico, tan específico que no merece ser llamado color, que me recuerda muchos días distintos de mi vida y a mi infancia entera también. No merece ser llamado color porque no se identifica con ningún otro por más que se asemejen tonos y brillos. No merece ser llamado color, porque ni siquiera se identifica consigo mismo en los momentos en los que yo no lo escuchaba. Ese color no era más sino lo tocaba. No existía sino lo empujaba o jalaba para alcanzar lo que buscaba. Hay un color que es el color de mis tesoros cuando niño, de mi responsabilidad como adolescente. Es el color del trabajo y de la angustia, el color de mi padre al principio y al final de la jornada.

Cuando uno entraba al restaurante de mis padres, pasando por una larga puerta híbrida, mitad acero mitad cristal, podía ver de frente una gran barra de acero sobre la cuál descansaba una cafetera italiana. A mano derecha estaban las escaleras que llevaban a un amplio espacio abierto que protegía una bodega escondida llena de juguetes míos y de Sandra. Bajo la escalera, a un lado de la barra de acero, había una extraordinaria rocola llena de discos sencillos de vinilo, que dejó de funcionar como tal en los 80s y adquirió la extraordinaria función de caja de seguridad. No deja de ser extraordinario que papá haya decidido guardar su capital bajo la música, entre la música, atrás de la música. A mano izquierda, en la esquina opuesta, flanqueda por dos grandes cuadros que pretendían representar el arco del triunfo visto desde puntos opuestos de Champs Elysée, estaba la caja, un peculiar mueble donde descansaba una caja registradora, de donde salían los tickets y las cuentas, pero también las llaves, las libretas, la agenda directorio, los candados de seguridad, las múltiples copias de la carta de alimentos que sólo se ofrecía por las mañanas, desarmadores de uso cotidiano, toallas de distintos tamaños y uno que otro objeto secretamente escondido en alguno de sus cuatro inmensos cajones de madera en donde cabía todo eso y más. Esos cajones, pegados al muro cubierto de mosaico de Talavera, tenían un color muy específico, un color que sonaba a cajón inútil, que se sentía pesado e inmaniobrable, un cajón que cada vez que lograba abrirse hacía escuchar la música de los metales, plásticos y sordinas que ahí se guardaban. Como un cajón lleno de cubiertos. Como un cajón lleno de sorpresas.

Tendría cuatro o cinco años, no más, cuando descubrí el color específico de esos cajones. Me quedé con papá hasta el cierre porque no quería alejarme de él. Se fueron mi madre y mi hermana. El segundo piso del restaurante era mi reino mientras papá contaba las comidas, los tenedores, los jitomates, los cascos de refresco vacíos, los llenos, los gastos, los ingresos, las deudas, las angustias. Las nombraba y se las comía todas, poco a poco, pedazo a pedazo, mientras yo empujaba mis juguetes por el piso, hasta acercarse al precipicio de la escalera por donde habrían de entregarse a su muerte predestinada. Esa noche, jugando mientras papá contaba y contaba, descubrí el sonido, el olor, la pesadez de ese color específico de los cajones de ese mueble extraño que desde siempre había adquirido el extraño mote de "la caja". Mientras caía mi último juguete al barranco, papá abría con firmeza el primer cajón. El sonido era inconfundible, algo importante sucedía. Estiró el brazo y sacó del cajón un maravilloso cuaderno rayado con pastas de cuero y páginas pintadas en los bordes. Ahí se ascentaban las cuentas, los números, las angustias. Hizo anotaciones y volvió a guardar el cuaderno con recelo. Esa noche supe que ese cajón era importante, que ese color era irrepetible. Esa noche sacrifiqué uno de mis coches favoritos, hubo varios, con tal de mantener algún tipo de contacto con los contenidos de ese cajón. Esa noche el cochecito mártir se convirtió en cochecito espía y ese cajón de ese color se convirtió en mi buhardilla.

Desde entonces y a la fecha, cada vez que siento ese color, cada vez que huelo esa madera dura y despostillada, cada vez que escucho esa pesadez de un cajón que no se quiere abrir, recuerdo a papá y sus cuentas, recuerdo la felicidad y la angustia, recuerdo su gran corazón y todas esas inmensas alegrías y juguetes que siempre me supo guardar en los más profundo de su corazón. Mucho tiempo después, ese color tan específico, demasiado para ser llamado color, adquirió una propiedad más. Desde hace unos años ese color también es el nudo en la garganta, las lágrimas en los ojos y el dolor en el corazón. Ese color irrepetible, firme, seguro, lento, receloso es el color, sin duda, de papá.

Tuesday, November 18, 2014

Una vez más

Esos papeles del pasado que guardo en un cofre son mi zoológico privado: se encierran ahí bestias de tamaño reducido: lagartos, ratas, víboras de piel fría. Basta abrir la tapa para verlos bullir, diminutos, como los diminutos témpanos de hielo que navegan por mi sangre. En el redil de la historia apaciento los animales de la manada: los alimento con la carne de mis propios pensamientos.

Frente a mí veo las hojas blancas que esperan en la noche mis palabras. Escribo. Sólo mi pluma rasga el papel.

Anoche, al hundir mi mano derecha en el cofre donde guardo mis papeles los bichos treparon hasta mi antebrazo, agitaban sus patitas, sus antenas, tratando de salir al aire libre. Esos reptiles que se arrastran por mi piel cada vez que me decido a hundir la mano en el pasado me producen una infinita sensación de repugnancia, pero sé que el roce escamoso de sus vientres, el contacto afilado de sus patas, es el precio que debo pagar cada vez que quiero comprobar quién es que he sido.

Carta al porvenir,  de Enrique Ossorio. Respiración Artificial
Piglia

Friday, November 07, 2014

Recuerdos

Y saber sé que a los mejores de vosotros, a usted, antes que a ningún otro, Juan Bautista, a usted que es un hombre de principios, os espera otra vez la desesperanza, el destierro. Veo bien el trágico destino que nos espera, sobre todo a usted, Juan Bautista, sobre todo a usted porque lo conozco bien y sé que jamás llegará a transigir. Es de la clase de hombres que no transige y esa clase de hombre, en los tiempos que se avecinan, tendrán dos caminos: el exilio o la muerte.  Los otros, y entre ellos algunos que hoy se dicen sus amigos, harán, claro, su carrera. Este país está a punto para eso. ¿Cómo no van a hacer carrera si tienen el campo abierto, toda la pampa para ellos? Van a ganar los que corran más ligero, no los mejores, ni los más honestos, ni los que mejor piensen o quieran a la patria. En cuanto a usted: ninguna gloria le será negada, Juan Bautista, pero tampoco ninguna desdicha.

Enrique Ossorio a Juan Bautista Alberdi, agosto de 1850

Respiración Artificial