Saturday, August 13, 2011

Sin preguntas

A veces se detiene la vida, se detiene el discurso, el miedo, la preocupación. La ansiedad. Y uno pasa de preguntarse el por qué de lo que hace a dejar, por completo, de preguntarse. Y así descubre el engaño que hay en pensar que hay un por qué.

A veces se detiene. No siempre fluye. Ese torrente de consciencia que asociamos con vivir.

A veces se detiene la vida, para dejarnos ver, dejarnos escuchar, dejarnos vivir.

A veces pienso que mi vida comienza ahí donde se acaba la persona y su territorio.

Monday, August 01, 2011

Prurito

Aparentemente he decidido ser más zen. La frase es de uso fácil. La explicación es más compleja y la realidad, la realidad es bastante distinta. Me explico. Desde hace un tiempo tengo ciertas creencias y ciertos comportamientos que pretenden hacer creer que sigo a la tradición Zen. Hablo, sobre todo eso, hablo sobre la ilusión de la identidad personal y su consecuente producción de malestares. Hablo, también, de la inexistencia de las tragedias y de la maravillosa hospitalidad que ofrecen los miedos. Suelo sentarme unos segundos, tal vez unos minutos, todos los días, a respirar. Respirar, nada más. Respirar. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero. Y cinco una vez más. Camino (o eso intento) pensando cada paso (cuando no trabajo). El andar se hace necesariamente lente pero muy cómodo. No cansa ni acelera, sólo me permite seguir, caminar. Me gusta pensar que no pasa nada, aunque nos gusta vivir asumiendo lo contrario. Busco, según yo, la manea de evitar el espejo y su consecuente auto adoración. Lo cierto es que sigo pensando cómo vestirme y sabiendo bien por qué hacerlo. Lo cierto es que escribo estas notas que parecen presuponer que existo y que soy distinto de todo aquél que, para fortuna suya, supongo, no las escribe.

El fin, según me cuento a diario, es tranquilizar. Detener. Parar el movimiento frenético de pies al estar sentado. Relajar pecho, cuello y espalda. Que las manos se posen tranquilamente una sobre otra, que sigan su larga tradición de rascar, rascar, rascar, hasta que el dolor infligido permita olvidar la angustia causante. Y así, con miras a ese fin, he reordenado los muebles y cortado las uñas. Pues de nada sirven cuando se trata de posar una sobre otra.

Llevo, según yo, mucho tiempo así. No he avanzado mucho en realidad. Es cierto que las taquicardias llegan menos y que el tiempo se va más. Pero también es cierto que no he cortado todas mis uñas. Que no he perdido la ilusión de ser algo que persevera a través del tiempo. Que no he logrado detener tanto juicio ni dejar pasar tantas creencias. Siempre guardo una uña como parte de un escepticismo natural, por si el universo no es puro devenir, por si existen las personas, por si sirven los planes, por si de pronto, sin pensarlo, surge la angustia y hace falta rascar. Rascar.

Tuesday, March 29, 2011

¿De qué se trata?

La humildad debe ser uno de esos temas tristemente perdidos ante la erosión ordinaria de la estupidez cotidiana. Solemos asumirla como el extremo de un continuo que culmina en la arrogancia. Docilidad, deferencia, servilismo. Apocado, humillado, cobarde, modesto, pobre. Se piensa. Pero nada, nada de esto, es la humildad. Se distingue, sin duda, de la arrogancia, pero también de la certeza y de la ignorancia, de la fuerza y del temor. La humildad nada tiene que hacer como contrario de la pedantería. Pensarlo así es un acto de extrema y arrogante ignorancia.

La humildad no es más que el reconocimiento de uno mismo. Un ser torpe pero capaz, inteligente pero miope, sesgado pero crítico, apasionado y lleno de temor, arrojado y reflexivo. Un ser humano. Podemos, sí, inventar historias. También podemos sufrirlas, perderles el mando. Más aún, podemos cerrar ojos, tapar oídos, bloquear narices y seguir de frente como animal de carga. Ser humilde es reconocer que, además de pensar, también defecamos. A veces más de lo que pensamos. Darse cuenta de lo humano es darse cuenta de la necesidad de ser humilde, la necesidad de no ser dioses, de simple y llanamente respirar, andar, beber y orinar. Ser humilde es darse cuenta de la necesidad de ser un buen animal.

‘Humilde’ del latín ‘humillis’ de ‘humus’ tierra; lo mismo que ‘humano’. Lo mismo que error y fracaso, lo mismo que logro y alcance, lo mismo que todo. Ser humilde es notar la propia oscuridad y brillar por ella. No se trata de no ser arrogante. Se trata de ser humano. Se trata de hacer que los actos sean eventos en el universo, no pasos históricos en el devenir de occidente. Se trata de andar y ya. Simplemente andar. No se trata de temer, ni de servir, ni de callar. Se trata de abrazar lo dicho, lo hecho, lo temido y seguir.

Nada más humilde que decir lo que se piensa y reconocerlo como lo que es: la expresión de una idea de un animal limitado, capaz, torpe, inteligente, conocedor, miope, crítico y sesgado.

De eso se trata: de andar por el mundo, porque no nos queda de otra, y hablar, porque nos acomoda. No se trata de proferir grandes frases y encumbrarlas. Se trata de escupir palabras y reírse de ellas. Porque a todas, a todas, se las lleva el viento, literalmente. Como a los pensamientos se los lleva el hambre, la sed o la obsesión.

Se trata, pues, de dejar de pensar que hay algo por conquistar, una competencia de pensamientos que disputar. De otra manera, la vida se vuelve una lucha para definir, de una buena vez, quién es el humano más idiota de occidente.

Se trata, en fin, de dedicarse a respirar. ¡Y ya!

Sunday, March 13, 2011

Entre relatos y ficciones

Hoy vino Moisés a casa. Vino Moisés a contar historias. Sobre la teoría ideal. Sobre el trabajo. Sobre la filosofía. Sobre el dinero. Sobre la epilepsia. Sobre la historia. Las historias. Me contó, y sostuvo vehementemente, que hay (la ha visto) una amplia y clara distinción entre contar y contar. Es decir, entre relatar y hacer ficción. La primera “se cuelga de los hechos mismos sin formar sus personajes.” La segunda “parece más completa, más redonda.” No entendí la historia sobre contar y contar. Pero entre historia y relato sentía pasar el tiempo. El tiempo real. Ese tiempo simple, insípido, sin mayor pretensión. Ese que no se va porque nunca estuvo. Ese que no deja huella ni emoción.

Hoy descubro que hace diez meses llegué a esta ciudad que abandoné hace seis años ya. Me he contado historias. Muchas. Todas con el fin de acomodar mi vida en este sitio. Todas igual que las demás historias que hace años me conté para estar bien allá, acá y donde más fuera. De mis treinta años llevo quizás veintiocho, seguros veinticinco, contándome historias para andar. Historias para caminar. Historias para sonreír, para descansar, para correr, para trabajar. Hace quince aproximadamente me cansé de esas historias. ¿Por qué así? Preguntaba. ¿De dónde ese afán por tomarnos el pelo, contínuamente, sin descanso?

Diez meses aquí. Quince años más tarde. Sigo sentado, solo, escribiendo esta historia recurrente que busco cuando no encuentro otra para correr, para pensar, para dormitar. Y así, entre relato y ficción, descubro lentamente la gran verdad que hay detrás del silencio y la oscuridad: la realidad misma que no exige historias, que pide cancelar toda representación.

Descubro lentamente que la felicidad, de haberla, está ahí. Allá. Lejos. Fuera de toda historia, de todo relato y toda ficción.

“Estoy sentado. En silencio. Tecleo. Escribo. Seña por dedo. Por percusión. Estoy triste. Tal vez lo soy. Me duele verme así. Me molesta.”

No bien empiezo a relatarme, me pierdo. Preso de mi propia imaginación que me obliga a desatenderme para lograr imaginarme a la perfección más ingenua. No bien empiezo a relatarme, dejo de ser lo que soy para comenzar a no ser lo que escribo. Habría que guardar silencio y meramente observar el intercambio molecular que lo rige todo sin excepción. Guardar silencio para dejar de relatar. Dejar de fingir.

Descubro que la felicidad no es una historia, ni todas. Nada de eso. No es una propiedad del relato, ni de la ficción, ni del contar por contar. La felicidad se asoma cuando uno deja sus historias de lado. Nada misterioso hay en ella. Nada más allá del hecho simple, perfecto y contundente de no encontrarse imaginando cosas. El simple hecho de detenerse y ya. Es todo.

Hoy descubrí que dedicamos nuestra vida a nuestras historias. Quizás habría que comenzar a la inversa y dedicar, como es debido, la ficción a la vida y no, como suelo hacer desde hace años, la vida a la ficción. Suelo pervertir el orden y pensar que las historias son sobre la vida. Y la evidencia es rotunda. Hemos hecho de la vida una historia. Un recorte de periódico, una nota publicitaria, la noticia de la tarde. Una historia, dos historia, tres.

Me detengo, pues, a sonreír. Porque aquí nada sucede. Todo se cuenta. Se relata. Habría que guardar silencio para mostrar que uno vuelve para ver que no hay manera de volver jamás.

Comenzar un relato. Continuar una vida por encima de todas. Algún día, espero, alcanzaré el silencio. Para no contar más.

Sunday, February 13, 2011

Inconmensurabilidades

Todos terminan por morir. Unos ahora, otros después. De un modo u otro. Todos mueren. Lo sabemos aunque no lo creemos o, al menos, aunque seamos incapaces de hacer las inferencias pertinentes. Algunos mueren de manera repentina. No cabe siquiera distinguir entre accidente y asesinato. No es para nada claro cuál es instancia de cuál. Otros mueren con precaución, lentamente, avisando paso a paso, como si pudiesen amortiguar el golpe final. Por enfermedad o por vida, pero eso sí, avisando. Otros más deciden desaparecer. Repentina o lentamente, deciden, asumamos, no estar más. Tres muertes distintas, vagamente relacionadas sino es por lo innegable.

Somos psicológicamente incapaces de imaginar la muerte. Tal vez incluso conceptualmente. Si uno busca los detalles, es imposible imaginar qué se siente morir, estar en el estado tan fáctico de muerto. Hasta allá no nos alcanza ni la experiencia ni la no experiencia, ni siquiera la ficción. Quizás, sólo quizás, la muerte sea demasiado real para nuestro entendimiento, demasiado inflexible, demasiado fija y silenciosa. Quizás, sólo quizás, sea lo único de esta experiencia que no requiere interpretación.

Hace tiempo me enfrenté a la primera de las muertes. Una muerte repentina como un asesinato. Fue incomprensible. Lo sigue siendo. Y sí que hay furia y rabia y dolor. Pero nada de esto habría sino fuese incomprensible, inimaginable. Con el tiempo pasaron las otras muertes. Padres de amigos, amigos de padres. Unas lentas, supuestamente amortiguadas, previsoras. Otras repentinas, decididas, asumidas. La necesidad de sobrevivir obliga a entender. Siendo tan incapaz la imaginación, inevitablemente surgió la comparación: ¿qué resulta peor? O mejor dicho ¿cuál duele más? Corrigiendo ¿cuál sorprende menos, cuál se entiende más?

Después de mucho caminar, me cubre una sospecha: si la muerte es incomprensible, sus instancias son incomparables. Precisamente porque está ahí, fija e inamovible, justamente porque no demanda ni permite interpretación, las distintas muertes son inconmensurables. Dejemos ya ese afán taxonómico. La clasificación se hizo por la vida y para ella sólo. Las tres muertes son una y sus distinciones no ayudan a entenderla.

La muerte, ésa, única muerte, es una suspensión del juego. Es pasar ya, y por mucho, del límite de lo inaceptable. Lo inaceptable difícilmente acepta grados. Pasar de ello es como suspender los conceptos, las gradaciones, las inferencias, las relevancias. Preguntarse aquí es como preguntarse que juego prefiere uno jugar si es que no se jugará más. No es meramente una confusión de contextos que generan dudas externas a conflictos internos. Se trata, más bien, del error fundamental que hay en preguntar donde no hay afirmaciones, ni verdades, ni creencias, ni deseos. Dos no verdades, dos no estados, son inconmensurables.

Y sucede lo mismo, inevitablemente, desde dentro. La muerte, ésa, es invisible. Ojala fuese sólo imperceptible. Pero no le basta. Insiste. Es invisible por inimaginable. Se trata, desde el comienzo, de algo incomprensible. No cabe en representación alguna, por más que se intente. No guarda relación alguna con lo representable. Toda equiparación presupone concepción. Una condición que la muerte misma elimina. Dos no representaciones, dos visiones sin luz ni objeto, dos creencias sin intención alguna, son inconmensurables.

Por eso pienso que todo esto es más fácil de lo que pensamos. Que neciamente sufrimos por alcanzar algo inútil por inexistente. No hay muertes lindas, ni tranquilas, ni tampoco trágicas ni violentas. Hay vida, eso sí, en todas sus múltiples formas. La muerte es mucho más simple, es una y no tiene medida. Su pase es simple y sencillo: siga de frente, que aquí no hay algo por ver.

Monday, January 03, 2011

Los Mares

A Catalina Pereda

Sentado, como nunca. Escuchando ese cuarteto, una vez más.

Por caminos desconocidos, hace unos días fui al mar. Es fácil confundirse en él. Sus medidas conceden demasiado. Poetas y sensatos. Sensibles y distraídos. Todos lo hablan, lo imaginan, lo usan para aprender y enseñar. De pronto todo es como el mar. Todo se rompe y todo se une. Todo va y viene. Todo temporal. Todo agitado. Todo imparable. Es fácil. A veces, demasiado fácil. El mar.

Como siempre, pretendí aprehender el mar. Hace unos días. Como nunca, me encontré pretendiendo aprehender al mar. Dejemos la falsa distancia de una buena vez. Me encontré aprehendiendo el mar. Doblando, absorbiendo, estirando, rompiendo, comparando el mar. Y en ese ir y venir de mi necia manía encontré mis hábitos, mis manías, mis miedos, mi estupidez jugando a ser mar y dejándose aprehender.

Se me ocurrió, sin siquiera darle mucho seguimiento, que no se trata del mar. Pero que tampoco se trata del pavimento, ni de la ciudad. Mucho menos de los otros, del grupo, de la sociedad. El mar, la ciudad, los otros, sólo muerde, asfixia, amedrenta a quien teme ser mordido, asfixiado. En sentido estricto, el mar es tan peligroso como una bicicleta. Son pocos los (in)sensatos que temen pedalear. Hemos hecho un monstruo del mar.

¿De dónde viene esta necesidad de temer? ¿Cuándo fue que inventamos el mar?

Para mí que el mar no es más que un ejército de timoratos que reculan incesantemente ante la posibilidad de no abarcar, de no cubrir, de no ser más un grande e imponente mar. Para mí que el mar son mares que uno inventa. Continuamente. Frente al torpe e impotente mar. Mar, mares. Mujer, hombre. Familia. Amigos. Mares. Mar.

Sospecho, fuertemente, que no hay mar.

Sentado como nunca, desde el altiplano, veo lentamente cómo observo al mar. Vuelvo, una vez más, incansablemente, a los mares de mi corta vida. Noto, con extrañeza y la esperanza de tranquilidad, que esos mares no cambian, ni se inmutan, no sufren, no matan, no lloran, no temen, no esperan. Son mar.

Dejémonos ya de mares. Olvidemos la mar.

Mar, mares. Invenciones, miedos, sueños, deseos. Sabemos hacerlos. Pero no los sabemos parar. Nadie sabe bien a bien cómo poner marcha atrás la maquinaria. ¿Cómo desinventar un fallo? ¿Cómo secar la mar?