¿Qué aprende uno del miedo? Aristóteles famosamente describió a temerarios y cobardes como ocupando los polos de un continuo, situando simétricamente a valientes por mitad. Ambos polos eran vicios: la inmovilidad del cobarde y la vertiginosidad del temerario. El miedo, supuestamente, la referencia. El cobarde se congela por completo ante sus dudas. El temerario, supongo, se arroja constantemente al mar profundo. La imagen, aunque poética, está profundamente equivocada. Las explicaciones lindas y redondas a veces encandilan. Sobre todo cuando se trata de averiguar cómo vivir. La vida es complicada y viene en trozos. Las respuestas, si han de ser como la vida, no serán lindas ni redondas.
La temeridad, si algo tiene que ver con él, no está en el otro polo del miedo. Uno tiene miedo, por ejemplo, de vivir solo pero también de ser rechazado. El cobarde vive eternamente sufriendo su soledad ante el pavor de hacer algo y ser rechazado. El temerario, por su parte, no hace algo muy distinto. No deja de lanzarse ante los brazos de cualquiera, sin importar el rechazo pero, también, sin importar la aceptación. Al final del día, ambos, cobarde y temerario, se dedican simplemente a evitar el miedo. Uno sin hacer, otro haciendo de más. Ninguno, sin embargo, está dispuesto a aceptar que la vida es eso que hay entre la soledad y el rechazo. No hay tres actitudes distintas frente al miedo. El cobarde teme y no más. El temerario teme temer, busca neciamente la manera de eliminar su miedo. Y no más. Una persona sin temor es una persona inundada de pavor. La temeridad no es sino otra forma de la cobardía.
Consuelo insistía en que enfrentara mis temores. Era, según decía, un niño faldero. Lleno de pavor ante el mundo exterior. Ella me empujaba. Sin requiebros. Nunca tuve miedo a la obscuridad, hasta que volví a una casa oscura, llena de recuerdos y, por lo demás, vacía. Entonces tuve pavor. Horror. Angustia. Ansiedad. Dolor. Rabia. Llanto. Furia. Un miedo que nunca antes había tenido: un miedo brutal ante la idea de que la muerte no fuese más que esta ausencia declarada. Y fui a esa casa llena de recuerdos y me dediqué a temblar, a sufrir taquicardias, a llorar hasta secar mis labios, hasta escupir la furia, a sufrir todo eso que tanto miedo tenía de sufrir. Y así, entre tantas noches sin sueño, fue desapareciendo lentamente esa casa llena de recuerdos.
Consuelo insistía en que enfrentara mis temores. No hay, quizás, una receta más simple, incompleta y certera sobre cómo vivir. Aceptar, primero, que uno vive lleno de temores, para luego vivirlos, darles cara, ponerse de pie, parar el cuello y dar paso adelante con el miedo bien guardado en el pecho. Porque no hay más al miedo que esa gran motivación. Porque el miedo es el impulso para actuar. Porque siempre, inevitablemente, uno saldrá victorioso de esta contienda. Porque esa lucha contra uno mismo está destinada al éxito. Porque no habrá más que uno mismo con ese miedo empujando por detrás. Porque nunca, nunca, se cometerá un error al abrazar el miedo y consumirlo. Porque lo peor que puede pasar es que uno se fortalezca. Si tienes miedo a hacerlo, hazlo con todo el temor del mundo.
Hay más valor en aceptarse temiendo y enfrentarse a uno mismo, que en ignorar el miedo y pretender en consecuencia.
Eso, entre otras cosas, aprende uno del miedo. Tan bueno que es tenerlo.