¿Qué aprende uno con la muerte? La lección inmediata, y menos obvia, es que uno está vivo. Idealmente, esta habría de ser la primera lección. Idealmente. Claramente, no lo es. Toma tiempo entender que por más que uno esté dispuesto a morir por algo, lo que sea, objeto, propiedad, o relación, uno sigue vivo. Por más que uno quisiera ser el protagonista de algún relato trágico, de amor o desamor, de presencia o de ausencia, de plenitud o de falta, no se puede. No hay tal cosa. Uno sigue vivo.
Habría entonces que entender que a eso se dedica uno. A seguir vivo. A vivir por encima de uno mismo y sus deseos. Al menos eso, debería uno aprender. Así, podría uno vivir con más tranquilidad. Sin ahorcarse por cualquier cosa. Y es que, cuando uno no entiende, en realidad que se asfixia por cualquier cosa. La ausencia y la presencia de lo que sea, por ejemplo: trabajo, amor, dinero, tiempo, oídos, música, colores, sabores, temores. Nada de eso, nada, es problema. Uno sigue vivo y todo lo demás también. La ausencia se vuelve presencia cuando no se olvida. Y viceversa, también. Uno ha de saberse afortunado si logra mantener algo de fondo, debajo de toda esta vida. ¡Una pareja, un amigo, el camino en dirección al mar!
Uno aprende que las taquicardias se irán. Que el sueño volverá con el otoño. Que el frío se irá con los tulipanes. Que la desesperación absoluta es profundamente ridícula. Uno aprende a aceptar la difícil proposición según la cual todo “ya” está bien.
Después de tanto caminar por el desierto. Después de tanto lacerarse. Después de tanto y tanto y tanto, uno entiende que no hay en realidad un problema. Que nunca lo hubo. Que si todo es fantasía está muy bien. Y si no, también. Uno aprende, pues, a no perder el tiempo inventándose tragedias que no existen. Buscando la manera de hacer la vida un poco más interesante, tal vez buscando el ojo de algún gran huracán. La tormenta es completamente innecesaria. Bastará con darse cuenta de que uno mismo se lo inventa. Es suficiente con notar que uno vive consigo mismo y su necesidad de hacer un papelón trágico. Entre más trágico mejor. Con eso es suficiente. Frenar al poeta desangrado que uno lleva dentro. Dejarlo escribir y después burlarse de él. Con fuerza. Sin compasión. Porque sigue vivo el poeta y porque acabar con su propia vida sería como plagiarle el último verso a alguien más.
Valdría más aprender la lección y dejarse de lamer las heridas. Que estas cosas siempre pasan y, por lo general, uno logra seguir vivo. Siempre.