Soy el segundo hijo de un matrimonio más o menos feliz. Mi padre, huérfano de madre a los nueve y último de once hermanos, fue maltratado de pequeño y obligado a olvidar sus intereses para satisfacer los de su padre. Así fue como terminó por administrar y poseer el restaurante endeudado que abandonó su hermano mayor cuando él, mi padre, tenía tan sólo diecisiete años. Ahí fue donde conoció a mi madre: treceava hija de un matrimonio completamente convencional, de padre alcohólico, madre obediente y demandante y una profunda metafísica católica. Nunca fui maltratado, ni obligado. Aunque fue difícil convencer a mi madre de la estupidez doctrinaria. Algo me hace sospechar que al final lo logré.
(continúa)