Ha comenzado el invierno. Después de llevar mi bicicleta de casa a la oficina, cosa de seis minutos a mediana velocidad, las manos sufrieron de un repentino congelamiento. No hay nada que hacer para evitarlo. Apenas comienza el mes de Octubre. Las hojas, muchas hojas, aún no caen, pero ya estamos llegando al límite centígrado. Nos esperan siete largos meses de invierno. Todo de aquí en adelante será cuesta abajo. Vendrá el viento polar, el hielo seco y el húmedo, la nieve densa y la extendida. Ésa que, apenas toca superficie alguna, desaparece. Vendrán los vendavales. Vendrán las personas y también se irán. El pavimento congelado. Las caídas, los tropezones. La desesperación. Las veinte capas de ropa. Las chamarras inútiles. Los abrigos esperanzadores. Las sonrisas inventadas. Los grises. Las nubes. La falta de color. La desesperación. Una vez más. La deseperación. En una palabra, vendrá el invierno. Ha llegado el invierno.
Pero no todo es igual. En esta ocasión, estoy preparado. Lo veo venir todo. Desesperación, sonrisas y viento. Mucho viento. No será sorpresa. Nunca más. Es como si de pronto alguien me hubiese tomado del cabello para levantar mi rostro y ponerlo a mirar el sol. Comienzo a salir contra el invierno. Poco a poco. Recupero mi propio movimiento. Mi antítesis. Ese Hegel perdido que guardaba en el ropero. ¡Que venga el invierno señores! ¡Que sobra tanta vida para él!