(sigue)
Consuelo no se cansaba de decirlo: “te quieres comer el mundo a mordidas; tienes que detenerte en algún punto; no puedes seguir así”. El recuerdo más claro es de aquella primera ocasión en la que un gran objeto se apareció en mi camino. Yo insistía, como siempre, en hacerlo todo, poderlo todo. El mundo se me impuso en forma de una gran palmera sobre el camellón de avenida Nuevo León. Sandra estaba espantada. Consuelo un poco fuera de control. Yo plenamente desorientado. No era la primera vez que intentaba comerme el mundo a mordidas. Años atrás había terminado en un hospital infantil con ambos brazos cubiertos de yeso. Completamente inutilizado, Consuelo insistió en no ayudar en absoluto. Me había recomendado no acercarme a las motos. Cuando me rompí ambas manos entendí por qué. Lo cierto es que a todas esas mordidas planetarias le siguieron lecciones terriblemente agudas: si había decidido morder más de lo que debía la indigestión sería mía. Consuelo no tuvo piedad. Aún con los brazos inutilizados, me había situado fuera de toda posible ayuda. Bañarme, alimentarme, vestirme y demás: ¿qué cómo lo vas a hacer? Pues ponte a imaginar una solución así como te pusiste a imaginar cómo librar la curva por el carril exterior. Consuelo era inmisericorde. Y así, sin notarlo, me convertí en una persona inmisericorde.
(continúa)