Desde los siete comencé a sufrir el color gris de los domingos. Sobre todo por las tardes. Nos alistábamos para comenzar, una vez más, el ajetreo semanal. Ellos las listas, los proyectos, las compras, los planes. Nosotros las tareas, las historias, las clases. Todo perdía la jovialidad del viernes. La tranquilidad del sábado. La comodidad de levantarse a cualquier hora al día siguiente. Nos volvíamos serios. Oscuros. Grises. Siempre odié los domingos. Sobre todo las tardes.
Veintiún años después pude, al fin, entender un poco. Los domingos son grises porque nos dejan sólo con lo que hemos alcanzado. Nos dejan de pie, o sentados, en la calle o en la acera. Miramos, sin mucha atención, en ambas direcciones. No hay nada, no hay nadie más. Sólo estamos nosotros, ahí, de pie o sentados. La calle repleta de hojas caídas, rojas y amarillas. Es como si de pronto la calle misma se volviera una lista de pertenencias: existe esto y aquello, tal y cual por la izquierda, otro más allá atrás, y un montón de cosas por la derecha. Eso es todo. Todo. Lo que hay.
Los domingos son ontológicos. Nos permiten ver cuántas cosas hemos inventado a partir de lo que pudimos palpar. Los domingos no se imagina. Sólo se cuenta. Uno descubre, a veces con tristeza, otras con nostalgia, que casi todo, todo, es imaginar. Se descubre precisamente porque ya no se imagina. Y está solo, de pie o sentado, en la calle o en la acera.
Por eso mismo son grises, pero también grandiosos, los domingos. Porque estamos ahí, en la lista de objetos. Pisando el pavimento, empujando las hojas. Porque podemos literalmente asirnos de lo que hay y sentirlo plenamente. Porque tomar las hojas se vuelve más real, más sustancial, en domingo, cuando se las puede apretar, doblar, acariciar. Y esto sólo es posible en domingo. Cuando se las cuenta. Cuando son todo lo que hay. Cuando la tierra que las recubre se vuelve algo más que suciedad. Cuando es algo ella misma. Algo que cuenta. Algo que está. Cuando no importa cuánta tierra recubra las manos con tal de que algo, además de la mano, se pueda tomar.
Y así, en domingo, construimos nuestra pila de objetos. Un cerro inmenso de hojas, pegadas entre sí. Y una vez echa la hazaña nos permitimos el lujo de tomar el todo y simple y llanamente apretar. Apretar. Presionar. Estrujar. Exprimir toda lluvia de sábado que pueda haber en hojas de domingo. Porque tienen historia, claro. Porque su historia corre ahora por las manos. Sentir el amarillo entre los poros. La tierra entre las uñas.
Porque es tranquilizante pensar que no hay más que hojas caídas sobre el pavimento. Porque es terriblemente hermoso asirlo todo. Lo que hay. Todo. Por eso son bellos los domingos. Grises. Domingos ontológicos.