Regreso de Buenos Aires. Reporto, pues, que no hay novedad. El ser humano sigue deseando lo que no tiene y queriendo desear lo que alcanza sin realmente lograrlo. El mecanismo es realmente tanto terrible como universal. Esto parece una obviedad. Lo que descubro ahora, después de tanta duda, es la justificación subpersonal de un mecanismo que, desde cualquier otra perspectiva, parecería irracional.
Todos hemos seguido a Aristóteles a pie juntillas. El deseo no es sino el motor principal de la acción. La acción irrestricta. Más allá del deseo, al menos. Sea lo que sea que se desee, una vez que aquel ideal estado de cosas lo tiene uno en la cabeza, confabulará con quien se deje para conseguirlo. Así que, por un lado, somos este tipo de organismo peculiar capaz de arrojarse a sí mismo hacia el abismo. Siempre que lo deseado esté ahí. Evidentemente.
Y por la otra, tenemos esa curiosa capacidad de desear fundamental y sustancialmente lo que no se tiene. La explicación es muy sencilla. Si uno desease lo que uno tiene no habría movimiento. Los mecanismos delicuescentes del deseo rara vez entrarían en operación. El corazón difícilmente bajaría de la caja torácica para palpitar profusamente desde el estómago. La adrenalina sería inútil. Y la pasión, tal vez, también. Desear lo que uno tiene es un poco aburrido, en verdad. No hay confabulación, no hay búsqueda, no hay movimiento.
No hemos de olvidar: el ser humano nace con una aversión natural al aburrimiento. Así que, combinados los factores, el resultado es una catastrófica máquina insaciable de deseos, acciones, y creencias que vive casi siempre entre una mezcla de satisfacción y frustración. El dicho del midwest rescata plenamente este saber: “the grass is always greener on the other side”.
Así las cosas, quienes vivimos en el norte deseamos vivir en el sur. Los del sur, en el norte. Los que paleamos nieve a las faldas de la tundra nos fascinamos plenamente con Buenos Aires en donde, para sorpresa nuestra, el placer y el entretenimiento nunca logra ser eliminado por el trabajo, la joroba del lector o el fastidio del maestro. Pero lo mismo sucede a la inversa. Quienes llevan esa vida parisina tan cómoda cercana a La Plata tienen también sus deseos de Tundra. Y así, así, así.
De ser así siempre, seguiremos por el mundo, insaciablemente, como maquinistas deseantes de lo distante. A menos que uno comprenda el dicho de mi abuela desde una perspectiva de orden superior: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”. En un primer nivel, el dicho no es más que el resumen más prístino de esta perorata. Como no podemos sino desear lo distante y querer desear lo que alcanzamos, lo segundo no logra ser deseado sino hasta que pasa a formar parte de lo primero: una vez que, por creerlo tanto al alcance, se nos escapa.
Pero hay otra lectura, de segundo orden, mucho más interesante: como una descripción fehaciente de un mecanismo psicológico imparable. Como no podemos sino desear lo distante y querer desear lo que alcanzamos (y dado el infinito potencial recursivo de tan humana condición) conviene voltear las mesas y negociar con el departamento de lo voluble: para lograr reconocer que lo alcanzado nunca es tal, para entender que no hay garantías de pertenencia, para comprender que todo desaparece tal como apareció, para convertirse en aquél ser que por tanto separarse de sí se posee. O bien, para recuperar en sueños lo perdido.