Monday, October 12, 2009

Confesiones: Arrogancia

(sigue)

Eduardo, por su parte, se dedicaba a llenarme de aplausos. Supongo que le resultaba admirable la forma en que lograba sobrevivir la inmisericordia de Consuelo. (¡Si tan sólo hubiera reparado en la estupidez que de tanto a tanto me ponía en la situación de tener que sobrevivir tal insensibilidad!) Lo cierto es que no paraba de dar muestras de admiración. Sandra y yo éramos, por así decirlo, el mayor logro de su vida. Un par de soldados medio sensibles, felices, adictos al trabajo (o más bien a la impiedad). Bien visto, era algo sorprendente. Dormía cuatro horas al día para después trabajar catorce seguidas. Con breves descansos. Por supuesto, tenía que comer. Estaba vivo, sí. Y nos hacía vivir con tantas fuerza. Sandra, por su parte, era la mayor. Lo cual le daba cierta ventaja: había conquistado la preferencia de Eduardo. Yo, justo por ser menor, tenía otra gran ventaja: Sandra misma. Era una mezcla extraña de la bonachonería de Eduardo con la inmisericordia de Consuelo. Y además, por fortuna, no me dejaba en paz. Me obligó a buscarle la vuelta a sus tretas sin caer, con peores resultados, ante los castigos de Consuelo. Perdí. Siempre perdí ante ella. Hasta que dejamos de compartir el cuadrilátero.

Ante tales motivaciones me había convertido en un adolescente de alta capacidad ofensiva, mayoritariamente de corte estratégico. Era simplemente inconcebible encontrar un ambiente más demandante que el de Consuelo con Sandra. Así que resultó algo fácil lidiar con los medios ordinarios. La escuela me cansaba por ser tan ramplona. El aburrimiento fue una constante. Me veía metafísicamente obligado a molestar a los demás. Lo extrañaba. No quedaba de otra. Eso me consiguió una que otra suspensión académica y paradójicamente, mucha, mucha inmisericordia. Consuelo difícilmente dejaba de ser un témpano cuando se trataba de hacerme entender mis idioteces. Así que dolió. Pero, me gusta creer, algo aprendí. Lo cierto es que uno siempre sale vivo de éstas. Y cada vez que me volvía a levantar, Eduardo me volvía aplaudir. Hasta que llegó un punto en que logré, digamos, cuadrar mi propio círculo. Dejé de fastidiar, al menos físicamente, a los demás. Descubrí un rubro interesantísimo de acción: la tortura psicológica. Me dediqué y, sospecho, sigo dedicando, a abofetear las opiniones de los demás. No es culpa mía. Espero lo entiendan. Esto se me escapa. Culpen a Consuelo, culpen a Sandra. Si ustedes tan sólo hubieran visto aquello, lo entenderían mejor. Al final del día me convertí en un mamón de primera monta. Inmisericorde como Consuelo, incansable como Eduardo y relativamente informado. Como quien tiene la información que tuviera su hermano mayor.

(continúa)