Cortazar lo dice mejor:
Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.
Saturday, October 31, 2009
Friday, October 30, 2009
Sonido (5)
A veces, sólo a veces,
la vida es linda,
lo suficiente, digamos,
para que todas esas veces,
esas otras veces,
en que la vida es oscura,
no cuenten, no valgan, no consuman.
A veces, sólo a veces,
cuando todo lo demás no existe,
nos rodean diosas, nos rodean musas.
A veces, sólo a veces.
Las que cuentan.
la vida es linda,
lo suficiente, digamos,
para que todas esas veces,
esas otras veces,
en que la vida es oscura,
no cuenten, no valgan, no consuman.
A veces, sólo a veces,
cuando todo lo demás no existe,
nos rodean diosas, nos rodean musas.
A veces, sólo a veces.
Las que cuentan.
Thursday, October 29, 2009
Domingos Ontológicos
Desde los siete comencé a sufrir el color gris de los domingos. Sobre todo por las tardes. Nos alistábamos para comenzar, una vez más, el ajetreo semanal. Ellos las listas, los proyectos, las compras, los planes. Nosotros las tareas, las historias, las clases. Todo perdía la jovialidad del viernes. La tranquilidad del sábado. La comodidad de levantarse a cualquier hora al día siguiente. Nos volvíamos serios. Oscuros. Grises. Siempre odié los domingos. Sobre todo las tardes.
Veintiún años después pude, al fin, entender un poco. Los domingos son grises porque nos dejan sólo con lo que hemos alcanzado. Nos dejan de pie, o sentados, en la calle o en la acera. Miramos, sin mucha atención, en ambas direcciones. No hay nada, no hay nadie más. Sólo estamos nosotros, ahí, de pie o sentados. La calle repleta de hojas caídas, rojas y amarillas. Es como si de pronto la calle misma se volviera una lista de pertenencias: existe esto y aquello, tal y cual por la izquierda, otro más allá atrás, y un montón de cosas por la derecha. Eso es todo. Todo. Lo que hay.
Los domingos son ontológicos. Nos permiten ver cuántas cosas hemos inventado a partir de lo que pudimos palpar. Los domingos no se imagina. Sólo se cuenta. Uno descubre, a veces con tristeza, otras con nostalgia, que casi todo, todo, es imaginar. Se descubre precisamente porque ya no se imagina. Y está solo, de pie o sentado, en la calle o en la acera.
Por eso mismo son grises, pero también grandiosos, los domingos. Porque estamos ahí, en la lista de objetos. Pisando el pavimento, empujando las hojas. Porque podemos literalmente asirnos de lo que hay y sentirlo plenamente. Porque tomar las hojas se vuelve más real, más sustancial, en domingo, cuando se las puede apretar, doblar, acariciar. Y esto sólo es posible en domingo. Cuando se las cuenta. Cuando son todo lo que hay. Cuando la tierra que las recubre se vuelve algo más que suciedad. Cuando es algo ella misma. Algo que cuenta. Algo que está. Cuando no importa cuánta tierra recubra las manos con tal de que algo, además de la mano, se pueda tomar.
Y así, en domingo, construimos nuestra pila de objetos. Un cerro inmenso de hojas, pegadas entre sí. Y una vez echa la hazaña nos permitimos el lujo de tomar el todo y simple y llanamente apretar. Apretar. Presionar. Estrujar. Exprimir toda lluvia de sábado que pueda haber en hojas de domingo. Porque tienen historia, claro. Porque su historia corre ahora por las manos. Sentir el amarillo entre los poros. La tierra entre las uñas.
Porque es tranquilizante pensar que no hay más que hojas caídas sobre el pavimento. Porque es terriblemente hermoso asirlo todo. Lo que hay. Todo. Por eso son bellos los domingos. Grises. Domingos ontológicos.
Veintiún años después pude, al fin, entender un poco. Los domingos son grises porque nos dejan sólo con lo que hemos alcanzado. Nos dejan de pie, o sentados, en la calle o en la acera. Miramos, sin mucha atención, en ambas direcciones. No hay nada, no hay nadie más. Sólo estamos nosotros, ahí, de pie o sentados. La calle repleta de hojas caídas, rojas y amarillas. Es como si de pronto la calle misma se volviera una lista de pertenencias: existe esto y aquello, tal y cual por la izquierda, otro más allá atrás, y un montón de cosas por la derecha. Eso es todo. Todo. Lo que hay.
Los domingos son ontológicos. Nos permiten ver cuántas cosas hemos inventado a partir de lo que pudimos palpar. Los domingos no se imagina. Sólo se cuenta. Uno descubre, a veces con tristeza, otras con nostalgia, que casi todo, todo, es imaginar. Se descubre precisamente porque ya no se imagina. Y está solo, de pie o sentado, en la calle o en la acera.
Por eso mismo son grises, pero también grandiosos, los domingos. Porque estamos ahí, en la lista de objetos. Pisando el pavimento, empujando las hojas. Porque podemos literalmente asirnos de lo que hay y sentirlo plenamente. Porque tomar las hojas se vuelve más real, más sustancial, en domingo, cuando se las puede apretar, doblar, acariciar. Y esto sólo es posible en domingo. Cuando se las cuenta. Cuando son todo lo que hay. Cuando la tierra que las recubre se vuelve algo más que suciedad. Cuando es algo ella misma. Algo que cuenta. Algo que está. Cuando no importa cuánta tierra recubra las manos con tal de que algo, además de la mano, se pueda tomar.
Y así, en domingo, construimos nuestra pila de objetos. Un cerro inmenso de hojas, pegadas entre sí. Y una vez echa la hazaña nos permitimos el lujo de tomar el todo y simple y llanamente apretar. Apretar. Presionar. Estrujar. Exprimir toda lluvia de sábado que pueda haber en hojas de domingo. Porque tienen historia, claro. Porque su historia corre ahora por las manos. Sentir el amarillo entre los poros. La tierra entre las uñas.
Porque es tranquilizante pensar que no hay más que hojas caídas sobre el pavimento. Porque es terriblemente hermoso asirlo todo. Lo que hay. Todo. Por eso son bellos los domingos. Grises. Domingos ontológicos.
Bruma
Lo pude ver desde anoche. Hoy no amaneció. Desperté a las cinco cuarenta y siete de la mañana. Tenía un dolor en el pecho. No era muscular. Ocupaba la parte central izquierda. Nunca antes lo había sentido. No pude volver a dormir. Me puse de pie y salí tambaleante del cuarto. Fuí caminando lentamente a la sala y ahí estaba. Una inmensa nube cubría y sigue cubriendo la ciudad. No había sol, no había cielo, no había día ni noche. Era como si, de pronto, esta ciudad hubiese decidido despegar. Como si estuviese en pleno vuelo, penetrando una capa nebular tras otra, la bruma lo cubría todo. A penas podía ver mis pies. Poco después el despertador me recordó que eran las seis y que debía preparar la clase sobre funcionalismo a la Lewis.
A veces pienso que esta ciudad es caprichosa. Que gusta de imaginarse viajando por el mundo y conociendo otras ciudades. Volverse ellas. A veces temo me haya inoculado su capricho. Cuando se vaya la bruma, tal vez descubra que ese capricho es mío. Y que esta ciudad y su bruma no me son ajenas.
Es extraño soñar con una nube que termina por despertarte pectoralmente.
A veces pienso que esta ciudad es caprichosa. Que gusta de imaginarse viajando por el mundo y conociendo otras ciudades. Volverse ellas. A veces temo me haya inoculado su capricho. Cuando se vaya la bruma, tal vez descubra que ese capricho es mío. Y que esta ciudad y su bruma no me son ajenas.
Es extraño soñar con una nube que termina por despertarte pectoralmente.
Monday, October 26, 2009
Sonido (4)
Quisiera escribirlo todo. Todo. Una sola oración. De una buena vez y para siempre. Para no tener que seguirlo haciendo. Para no tener que escribir una vez más. Quisiera ponerlo todo junto. Abrazarlo todo y reunirlo en un solo punto. De una buena vez y para siempre. Para no tener que seguirlo enfrentando. Para no tener que sufrir una vez más.
Quisiera volver a aquél punto en el que todo sucedió y decirlo todo, pensarlo todo, tenerlos a todos ustedes aquí, en frente, una vez más. Para no seguir lastimando a nadie. Para no seguirlos buscando uno a uno. Para poderlo decir de una buena vez y para siempre.
A todos ustedes que han sido víctimas de esta gran pasada, desde el primero hasta el último, y sobre todo a tí, amor, al lastimarte tanto por quererte tanto:
Lo siento, lo sufro, lo vivo.
Si de algo sirve, puedo decir, con toda certeza, que no es culpa suya...
Ni tampoco mia.
Quisiera volver a aquél punto en el que todo sucedió y decirlo todo, pensarlo todo, tenerlos a todos ustedes aquí, en frente, una vez más. Para no seguir lastimando a nadie. Para no seguirlos buscando uno a uno. Para poderlo decir de una buena vez y para siempre.
A todos ustedes que han sido víctimas de esta gran pasada, desde el primero hasta el último, y sobre todo a tí, amor, al lastimarte tanto por quererte tanto:
Lo siento, lo sufro, lo vivo.
Si de algo sirve, puedo decir, con toda certeza, que no es culpa suya...
Ni tampoco mia.
Sunday, October 25, 2009
Sonido (3)
¿Qué aprende uno del miedo? Aristóteles famosamente describió a temerarios y cobardes como ocupando los polos de un continuo, situando simétricamente a valientes por mitad. Ambos polos eran vicios: la inmovilidad del cobarde y la vertiginosidad del temerario. El miedo, supuestamente, la referencia. El cobarde se congela por completo ante sus dudas. El temerario, supongo, se arroja constantemente al mar profundo. La imagen, aunque poética, está profundamente equivocada. Las explicaciones lindas y redondas a veces encandilan. Sobre todo cuando se trata de averiguar cómo vivir. La vida es complicada y viene en trozos. Las respuestas, si han de ser como la vida, no serán lindas ni redondas.
La temeridad, si algo tiene que ver con él, no está en el otro polo del miedo. Uno tiene miedo, por ejemplo, de vivir solo pero también de ser rechazado. El cobarde vive eternamente sufriendo su soledad ante el pavor de hacer algo y ser rechazado. El temerario, por su parte, no hace algo muy distinto. No deja de lanzarse ante los brazos de cualquiera, sin importar el rechazo pero, también, sin importar la aceptación. Al final del día, ambos, cobarde y temerario, se dedican simplemente a evitar el miedo. Uno sin hacer, otro haciendo de más. Ninguno, sin embargo, está dispuesto a aceptar que la vida es eso que hay entre la soledad y el rechazo. No hay tres actitudes distintas frente al miedo. El cobarde teme y no más. El temerario teme temer, busca neciamente la manera de eliminar su miedo. Y no más. Una persona sin temor es una persona inundada de pavor. La temeridad no es sino otra forma de la cobardía.
Consuelo insistía en que enfrentara mis temores. Era, según decía, un niño faldero. Lleno de pavor ante el mundo exterior. Ella me empujaba. Sin requiebros. Nunca tuve miedo a la obscuridad, hasta que volví a una casa oscura, llena de recuerdos y, por lo demás, vacía. Entonces tuve pavor. Horror. Angustia. Ansiedad. Dolor. Rabia. Llanto. Furia. Un miedo que nunca antes había tenido: un miedo brutal ante la idea de que la muerte no fuese más que esta ausencia declarada. Y fui a esa casa llena de recuerdos y me dediqué a temblar, a sufrir taquicardias, a llorar hasta secar mis labios, hasta escupir la furia, a sufrir todo eso que tanto miedo tenía de sufrir. Y así, entre tantas noches sin sueño, fue desapareciendo lentamente esa casa llena de recuerdos.
Consuelo insistía en que enfrentara mis temores. No hay, quizás, una receta más simple, incompleta y certera sobre cómo vivir. Aceptar, primero, que uno vive lleno de temores, para luego vivirlos, darles cara, ponerse de pie, parar el cuello y dar paso adelante con el miedo bien guardado en el pecho. Porque no hay más al miedo que esa gran motivación. Porque el miedo es el impulso para actuar. Porque siempre, inevitablemente, uno saldrá victorioso de esta contienda. Porque esa lucha contra uno mismo está destinada al éxito. Porque no habrá más que uno mismo con ese miedo empujando por detrás. Porque nunca, nunca, se cometerá un error al abrazar el miedo y consumirlo. Porque lo peor que puede pasar es que uno se fortalezca. Si tienes miedo a hacerlo, hazlo con todo el temor del mundo.
Hay más valor en aceptarse temiendo y enfrentarse a uno mismo, que en ignorar el miedo y pretender en consecuencia.
Eso, entre otras cosas, aprende uno del miedo. Tan bueno que es tenerlo.
La temeridad, si algo tiene que ver con él, no está en el otro polo del miedo. Uno tiene miedo, por ejemplo, de vivir solo pero también de ser rechazado. El cobarde vive eternamente sufriendo su soledad ante el pavor de hacer algo y ser rechazado. El temerario, por su parte, no hace algo muy distinto. No deja de lanzarse ante los brazos de cualquiera, sin importar el rechazo pero, también, sin importar la aceptación. Al final del día, ambos, cobarde y temerario, se dedican simplemente a evitar el miedo. Uno sin hacer, otro haciendo de más. Ninguno, sin embargo, está dispuesto a aceptar que la vida es eso que hay entre la soledad y el rechazo. No hay tres actitudes distintas frente al miedo. El cobarde teme y no más. El temerario teme temer, busca neciamente la manera de eliminar su miedo. Y no más. Una persona sin temor es una persona inundada de pavor. La temeridad no es sino otra forma de la cobardía.
Consuelo insistía en que enfrentara mis temores. Era, según decía, un niño faldero. Lleno de pavor ante el mundo exterior. Ella me empujaba. Sin requiebros. Nunca tuve miedo a la obscuridad, hasta que volví a una casa oscura, llena de recuerdos y, por lo demás, vacía. Entonces tuve pavor. Horror. Angustia. Ansiedad. Dolor. Rabia. Llanto. Furia. Un miedo que nunca antes había tenido: un miedo brutal ante la idea de que la muerte no fuese más que esta ausencia declarada. Y fui a esa casa llena de recuerdos y me dediqué a temblar, a sufrir taquicardias, a llorar hasta secar mis labios, hasta escupir la furia, a sufrir todo eso que tanto miedo tenía de sufrir. Y así, entre tantas noches sin sueño, fue desapareciendo lentamente esa casa llena de recuerdos.
Consuelo insistía en que enfrentara mis temores. No hay, quizás, una receta más simple, incompleta y certera sobre cómo vivir. Aceptar, primero, que uno vive lleno de temores, para luego vivirlos, darles cara, ponerse de pie, parar el cuello y dar paso adelante con el miedo bien guardado en el pecho. Porque no hay más al miedo que esa gran motivación. Porque el miedo es el impulso para actuar. Porque siempre, inevitablemente, uno saldrá victorioso de esta contienda. Porque esa lucha contra uno mismo está destinada al éxito. Porque no habrá más que uno mismo con ese miedo empujando por detrás. Porque nunca, nunca, se cometerá un error al abrazar el miedo y consumirlo. Porque lo peor que puede pasar es que uno se fortalezca. Si tienes miedo a hacerlo, hazlo con todo el temor del mundo.
Hay más valor en aceptarse temiendo y enfrentarse a uno mismo, que en ignorar el miedo y pretender en consecuencia.
Eso, entre otras cosas, aprende uno del miedo. Tan bueno que es tenerlo.
Thursday, October 22, 2009
Vértigos a la Gibbard
A week ago Allan was asking whether the following argument gave a valid non-normative reduction of moral notions into psychological ones.
1) The principles by means of which our moral judgment works yield rejection of X.
-----
C) It is wrong to do X.
As it stands, the argument is clearly invalid. But the discussion had a context. Allan was offering the following Rawlsian (since it isn't Rawls') definition of right/wrong:
Definition:
X is right/wrong = the principles by means of which our moral judgment works yield acceptance/rejection of X.
I pointed out to Allan that the argument is valid if we consider it to be enthymematic with respect to the definition above (which Allan had given before). The result is a clearly valid argument:
1) The principles by means of which our moral judgment works yield rejection of X.
2) X is wrong if and only if the principles by means of which our moral judgment works yield rejection of X.
-----
C) It is wrong to do X.
Allan retorted then by claiming that this second argument, though valid, involved an unnacceptable trick: it is no longer non-normative since premise 2) includes the use of a normative term; i.e., 'wrong' on the left hand side of the biconditional.
That seems strange though. It seemed clear to me that the use of terms (of any given discipline) within definitions are not properly classified as uses. They seem to be more like mentions. So I replied to Allan with the following new definition.
Definition 2:
Definition:
'right'/'wrong' applies to X = the principles by means of which our moral judgment works yield acceptance/rejection of X.
That definition, and the corresponding premise, certainly makes no use of moral terms. It makes use of terms like ' 'right' ' not of terms like 'right'. The distinction is ridiculous, to some, but so was the worry (to me). Allan replied by pointing out that if I went "metalinguistic" then we couldn't know what I meant by 'right' and that the only way to fix this would be for us to assume that 'right' means "right", which would involve a normative premise.
I think there's something wrong with this reasoning. If I am defining the term, then certainly I don't want you to presuppose any content for it. That's exactly my goal: to deliver the content you were looking for. If you accept the definition, then you have all you need to make the argument work. That seems clear.
But there's something else that worried me: the assumption that no adequate definition of a moral term can do without normative uses of those terms. That is tantamount to assuming that no non-normative definitions can be given. That's a big bullet to bite. This, to my mind, involves some nauseating form of argument that Pereda classifies as "prescriptivist vertigo" which consists in the insistent projection of prescriptive content where there is none.
If, as Allan claimed, we cannot define any term X but by using it, and using it presupposes competent use of this term's content, then it seems we cannot define anything whatsoever. Competent use of terms becomes some kind of magical ability we all have which, unfortunately, we cannot describe in any non-question begging way. We cannot understand the notion of 'chemical structure' but in chemical ways, which presuppose that we understand chemical notions. And there's no way around it.
Either the use of terms in definitions is more like a mention of the term (or a metalinguistic use of the term) or it is completely kosher to define terms by using them. Otherwise, language use and concept use become magical, unexplainable feats that we humans somehow achieve.
1) The principles by means of which our moral judgment works yield rejection of X.
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C) It is wrong to do X.
As it stands, the argument is clearly invalid. But the discussion had a context. Allan was offering the following Rawlsian (since it isn't Rawls') definition of right/wrong:
Definition:
X is right/wrong = the principles by means of which our moral judgment works yield acceptance/rejection of X.
I pointed out to Allan that the argument is valid if we consider it to be enthymematic with respect to the definition above (which Allan had given before). The result is a clearly valid argument:
1) The principles by means of which our moral judgment works yield rejection of X.
2) X is wrong if and only if the principles by means of which our moral judgment works yield rejection of X.
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C) It is wrong to do X.
Allan retorted then by claiming that this second argument, though valid, involved an unnacceptable trick: it is no longer non-normative since premise 2) includes the use of a normative term; i.e., 'wrong' on the left hand side of the biconditional.
That seems strange though. It seemed clear to me that the use of terms (of any given discipline) within definitions are not properly classified as uses. They seem to be more like mentions. So I replied to Allan with the following new definition.
Definition 2:
Definition:
'right'/'wrong' applies to X = the principles by means of which our moral judgment works yield acceptance/rejection of X.
That definition, and the corresponding premise, certainly makes no use of moral terms. It makes use of terms like ' 'right' ' not of terms like 'right'. The distinction is ridiculous, to some, but so was the worry (to me). Allan replied by pointing out that if I went "metalinguistic" then we couldn't know what I meant by 'right' and that the only way to fix this would be for us to assume that 'right' means "right", which would involve a normative premise.
I think there's something wrong with this reasoning. If I am defining the term, then certainly I don't want you to presuppose any content for it. That's exactly my goal: to deliver the content you were looking for. If you accept the definition, then you have all you need to make the argument work. That seems clear.
But there's something else that worried me: the assumption that no adequate definition of a moral term can do without normative uses of those terms. That is tantamount to assuming that no non-normative definitions can be given. That's a big bullet to bite. This, to my mind, involves some nauseating form of argument that Pereda classifies as "prescriptivist vertigo" which consists in the insistent projection of prescriptive content where there is none.
If, as Allan claimed, we cannot define any term X but by using it, and using it presupposes competent use of this term's content, then it seems we cannot define anything whatsoever. Competent use of terms becomes some kind of magical ability we all have which, unfortunately, we cannot describe in any non-question begging way. We cannot understand the notion of 'chemical structure' but in chemical ways, which presuppose that we understand chemical notions. And there's no way around it.
Either the use of terms in definitions is more like a mention of the term (or a metalinguistic use of the term) or it is completely kosher to define terms by using them. Otherwise, language use and concept use become magical, unexplainable feats that we humans somehow achieve.
Wednesday, October 21, 2009
Gustos
No sé por qué me gustan estas cosas. Los filósofos concuerdan en que la música expresa emociones y causa que ciertos estados anímicos cambien de forma. Esto que me gusta es considerado, por muchos, como algo un tanto depresivo. No me preocupa.
Cabe señalar la utilidad de la depresión. Los psicólogos sostienen que tiene una gran ventaja: ayuda a enfocar las capacidades cognitivas superiores para resolver el problema causante de la depresión. Por supuesto, como todo lo demás, sus ventajas funcionan bien sólo dentro de un límite centrado.
Quizás por eso me gusta Mogwai. Porque me permite enfocarme en el umbral en el que la depresión es útil, no destructiva.
Por otra parte, cabe también la explicación estructural: tal vez lo que me gusta es esa manera lenta de tomar prestadas las primeras notas de la suite No 1 para cello de Bach. Debo confesar que Mogwai añade un tanto. Aunque los resultados son inconmensurables.
En cualquier caso, hoy decidi despertarme a mí mismo (que curioso que el uso ordinario del castellano ya sea reflexivo, de manera que resulta necesaria una segunda frase 'a mi mismo' para señalar que uno en efecto fue y cumplió con la tarea de despertar a alguien más: a sí mismo. ¿Podría acaso traducir 'me desperté' por 'I woke myself up' ?). Como decía, decidí despertarme a mí mismo con esta pieza de Mogwai. Parece que hoy será un lindo día:
Cabe señalar la utilidad de la depresión. Los psicólogos sostienen que tiene una gran ventaja: ayuda a enfocar las capacidades cognitivas superiores para resolver el problema causante de la depresión. Por supuesto, como todo lo demás, sus ventajas funcionan bien sólo dentro de un límite centrado.
Quizás por eso me gusta Mogwai. Porque me permite enfocarme en el umbral en el que la depresión es útil, no destructiva.
Por otra parte, cabe también la explicación estructural: tal vez lo que me gusta es esa manera lenta de tomar prestadas las primeras notas de la suite No 1 para cello de Bach. Debo confesar que Mogwai añade un tanto. Aunque los resultados son inconmensurables.
En cualquier caso, hoy decidi despertarme a mí mismo (que curioso que el uso ordinario del castellano ya sea reflexivo, de manera que resulta necesaria una segunda frase 'a mi mismo' para señalar que uno en efecto fue y cumplió con la tarea de despertar a alguien más: a sí mismo. ¿Podría acaso traducir 'me desperté' por 'I woke myself up' ?). Como decía, decidí despertarme a mí mismo con esta pieza de Mogwai. Parece que hoy será un lindo día:
Tuesday, October 20, 2009
Sonido (2)
¿Qué aprende uno con la muerte? La lección inmediata, y menos obvia, es que uno está vivo. Idealmente, esta habría de ser la primera lección. Idealmente. Claramente, no lo es. Toma tiempo entender que por más que uno esté dispuesto a morir por algo, lo que sea, objeto, propiedad, o relación, uno sigue vivo. Por más que uno quisiera ser el protagonista de algún relato trágico, de amor o desamor, de presencia o de ausencia, de plenitud o de falta, no se puede. No hay tal cosa. Uno sigue vivo.
Habría entonces que entender que a eso se dedica uno. A seguir vivo. A vivir por encima de uno mismo y sus deseos. Al menos eso, debería uno aprender. Así, podría uno vivir con más tranquilidad. Sin ahorcarse por cualquier cosa. Y es que, cuando uno no entiende, en realidad que se asfixia por cualquier cosa. La ausencia y la presencia de lo que sea, por ejemplo: trabajo, amor, dinero, tiempo, oídos, música, colores, sabores, temores. Nada de eso, nada, es problema. Uno sigue vivo y todo lo demás también. La ausencia se vuelve presencia cuando no se olvida. Y viceversa, también. Uno ha de saberse afortunado si logra mantener algo de fondo, debajo de toda esta vida. ¡Una pareja, un amigo, el camino en dirección al mar!
Uno aprende que las taquicardias se irán. Que el sueño volverá con el otoño. Que el frío se irá con los tulipanes. Que la desesperación absoluta es profundamente ridícula. Uno aprende a aceptar la difícil proposición según la cual todo “ya” está bien.
Después de tanto caminar por el desierto. Después de tanto lacerarse. Después de tanto y tanto y tanto, uno entiende que no hay en realidad un problema. Que nunca lo hubo. Que si todo es fantasía está muy bien. Y si no, también. Uno aprende, pues, a no perder el tiempo inventándose tragedias que no existen. Buscando la manera de hacer la vida un poco más interesante, tal vez buscando el ojo de algún gran huracán. La tormenta es completamente innecesaria. Bastará con darse cuenta de que uno mismo se lo inventa. Es suficiente con notar que uno vive consigo mismo y su necesidad de hacer un papelón trágico. Entre más trágico mejor. Con eso es suficiente. Frenar al poeta desangrado que uno lleva dentro. Dejarlo escribir y después burlarse de él. Con fuerza. Sin compasión. Porque sigue vivo el poeta y porque acabar con su propia vida sería como plagiarle el último verso a alguien más.
Valdría más aprender la lección y dejarse de lamer las heridas. Que estas cosas siempre pasan y, por lo general, uno logra seguir vivo. Siempre.
Habría entonces que entender que a eso se dedica uno. A seguir vivo. A vivir por encima de uno mismo y sus deseos. Al menos eso, debería uno aprender. Así, podría uno vivir con más tranquilidad. Sin ahorcarse por cualquier cosa. Y es que, cuando uno no entiende, en realidad que se asfixia por cualquier cosa. La ausencia y la presencia de lo que sea, por ejemplo: trabajo, amor, dinero, tiempo, oídos, música, colores, sabores, temores. Nada de eso, nada, es problema. Uno sigue vivo y todo lo demás también. La ausencia se vuelve presencia cuando no se olvida. Y viceversa, también. Uno ha de saberse afortunado si logra mantener algo de fondo, debajo de toda esta vida. ¡Una pareja, un amigo, el camino en dirección al mar!
Uno aprende que las taquicardias se irán. Que el sueño volverá con el otoño. Que el frío se irá con los tulipanes. Que la desesperación absoluta es profundamente ridícula. Uno aprende a aceptar la difícil proposición según la cual todo “ya” está bien.
Después de tanto caminar por el desierto. Después de tanto lacerarse. Después de tanto y tanto y tanto, uno entiende que no hay en realidad un problema. Que nunca lo hubo. Que si todo es fantasía está muy bien. Y si no, también. Uno aprende, pues, a no perder el tiempo inventándose tragedias que no existen. Buscando la manera de hacer la vida un poco más interesante, tal vez buscando el ojo de algún gran huracán. La tormenta es completamente innecesaria. Bastará con darse cuenta de que uno mismo se lo inventa. Es suficiente con notar que uno vive consigo mismo y su necesidad de hacer un papelón trágico. Entre más trágico mejor. Con eso es suficiente. Frenar al poeta desangrado que uno lleva dentro. Dejarlo escribir y después burlarse de él. Con fuerza. Sin compasión. Porque sigue vivo el poeta y porque acabar con su propia vida sería como plagiarle el último verso a alguien más.
Valdría más aprender la lección y dejarse de lamer las heridas. Que estas cosas siempre pasan y, por lo general, uno logra seguir vivo. Siempre.
Monday, October 19, 2009
Estornudo Elegante
Todo en París era elegante. Hasta las ganas de ser. Lo que fuere. Descubrí, tal era el exceso, una clave de la elegancia. Corrijo. No estoy tan mal. No descubrí, confirmé, una clave de la elegancia. Tal vez no sea la clave, pero sí que es un elemento necesario. Si fuese Descartes, diría “esencial”. La clave, pues, consiste en encontrar una equilibrada mezcla entre lentitud y coreografía.
"La mezcla se encuentra comenzando por la izquierda: por la lentitud. La elegancia consiste, en este caso, en realizar todo movimiento corporal públicamente observable (los más elegantes no tienen movimientos privados, supongo) con suma tranquilidad. Una continua, mas no exagerada, lentitud. Una manera de imaginar la propuesta consiste en concebirse a uno mismo como prediciendo, paso a paso, describiendo, con detalle, el movimiento que, en paralelo, se lleva a cabo. Si se va a poner uno el saco, por ejemplo, es necesario comenzar por visualizar la mano que habrá de extenderse para alcanzarlo. Luego se concibe el arco que describirá la mano, con saco adjunto, para acercarlo al cuerpo relevante. La visualización ayuda, de esta manera, a eliminar posibles accidentes: evitar todo tipo de obstáculos, sillas, personas, mesas, otros sacos, que podrían interponerse."
"Y así como se visualizó el arco que describió el saco para cumplir con su destino, así, de igual manera, se debe imaginar la coreografía que habrá de desempeñar en su afán por cubrirle a uno las espaldas. Primero una mano, luego la otra. Nunca las dos a la vez. Las hazañas de circo no son elegantes. Las coreografías aceleradas no son apreciables en este sentido. Cabe imaginar el camino que ha de recorrer la mano a través de la manga y hasta qué punto habrá de introducirse el brazo sin que termine por obstaculizar la entrada de su colega, el brazo que resta. Se debe considerar, también, el aspecto de la camisa y sus predecibles cambios de postura conforme el saco va adquiriendo la forma deseada. Hay que lidiar con ello. Un saco bien puesto no permite una camisa demasiado desaliñada. Una que otra arruga, supongo, es razonable esperar. Pero el cuello no puede estar caído. Líneas horizontales paralelas del cuello al último botón. Todo para que el saco permita cortar, en diagonal, el figurín. Todo esto no se podría lograr sin calma. Uno debe imaginar cada roce del saco con la camisa como si el primero diese una caricia al segundo. Hasta las camisas se quejan cuando son maltratadas."
"Así pues, se consigue, con lentitud, coreografía y algo de obsesiva predicción, andar elegantemente por el mundo."
Eso pensaba yo aquél día cuando me disponía a volver a casa para disfrutar de un delicioso Saint Estephe, cuando estornudé. Fue terrible. Sorprendente. Extraño. Predecible. Aunque extraño. No pude evitar la tentación. Terminé por imaginar las posibilidades de un estornudo adecuado. Parisino. Elegante. Un estornudo lento, coreografiado, con predicción y soltura. Imaginé, pues, cómo sería aquella cosa. Comenzar por sentir esa comezón en algún lugar difícil de identificar. Entre la nariz y la garganta, sospecho. Pensar inmediatamente en el movimiento que el obediente cuello habría de seguir . El arco que habría de describir la nariz en su intento por liberarse de tal comezón. Un ligero movimiento de cabeza. Lo suficientemente marcado para hacer notable la distinción entre un estornudo y un poco de tos. Lo suficientemente controlado y lento, sutil pues, para ser elegante. Sin demasiada exageración. Un estornudo tranquilo, un estornudo que se entrega a sí mismo, a su arco de movimiento, a su bóveda sonora.
Pero no pude, honestamente, no pude. La idea misma de controlar el estornudo me llevó a comportarme de manera absolutamente desfachatada: como resulta regularmente cuando uno intenta, por respeto quizás o por vergüenza, contener su estornudo. Después de un tiempo el estornudo habrá de encontrar su salida. Tan irreparable es su voluntad. Y así lo es, en general, con estornudos. Son, digamos, predeciblemente incontrolables. Un estornudo coreografiado es una farsa. Y un estornudo real no logra ser coreografiado.
Es triste saber, en realidad, que por pura fisiología uno no logrará nunca ser plenamente elegante. Insto a los cirujanos plásticos a que busquen alguna manera de modificar nuestro imperfecto aparato respiratorio. Si pudiesen eliminar los estornudos del todo, sería mejor. Así podríamos limitarnos al ejercicio de la elegancia con los estornudos fingidos. Todos pretendiendo que son de verdad.
¡Supongo!
"La mezcla se encuentra comenzando por la izquierda: por la lentitud. La elegancia consiste, en este caso, en realizar todo movimiento corporal públicamente observable (los más elegantes no tienen movimientos privados, supongo) con suma tranquilidad. Una continua, mas no exagerada, lentitud. Una manera de imaginar la propuesta consiste en concebirse a uno mismo como prediciendo, paso a paso, describiendo, con detalle, el movimiento que, en paralelo, se lleva a cabo. Si se va a poner uno el saco, por ejemplo, es necesario comenzar por visualizar la mano que habrá de extenderse para alcanzarlo. Luego se concibe el arco que describirá la mano, con saco adjunto, para acercarlo al cuerpo relevante. La visualización ayuda, de esta manera, a eliminar posibles accidentes: evitar todo tipo de obstáculos, sillas, personas, mesas, otros sacos, que podrían interponerse."
"Y así como se visualizó el arco que describió el saco para cumplir con su destino, así, de igual manera, se debe imaginar la coreografía que habrá de desempeñar en su afán por cubrirle a uno las espaldas. Primero una mano, luego la otra. Nunca las dos a la vez. Las hazañas de circo no son elegantes. Las coreografías aceleradas no son apreciables en este sentido. Cabe imaginar el camino que ha de recorrer la mano a través de la manga y hasta qué punto habrá de introducirse el brazo sin que termine por obstaculizar la entrada de su colega, el brazo que resta. Se debe considerar, también, el aspecto de la camisa y sus predecibles cambios de postura conforme el saco va adquiriendo la forma deseada. Hay que lidiar con ello. Un saco bien puesto no permite una camisa demasiado desaliñada. Una que otra arruga, supongo, es razonable esperar. Pero el cuello no puede estar caído. Líneas horizontales paralelas del cuello al último botón. Todo para que el saco permita cortar, en diagonal, el figurín. Todo esto no se podría lograr sin calma. Uno debe imaginar cada roce del saco con la camisa como si el primero diese una caricia al segundo. Hasta las camisas se quejan cuando son maltratadas."
"Así pues, se consigue, con lentitud, coreografía y algo de obsesiva predicción, andar elegantemente por el mundo."
Eso pensaba yo aquél día cuando me disponía a volver a casa para disfrutar de un delicioso Saint Estephe, cuando estornudé. Fue terrible. Sorprendente. Extraño. Predecible. Aunque extraño. No pude evitar la tentación. Terminé por imaginar las posibilidades de un estornudo adecuado. Parisino. Elegante. Un estornudo lento, coreografiado, con predicción y soltura. Imaginé, pues, cómo sería aquella cosa. Comenzar por sentir esa comezón en algún lugar difícil de identificar. Entre la nariz y la garganta, sospecho. Pensar inmediatamente en el movimiento que el obediente cuello habría de seguir . El arco que habría de describir la nariz en su intento por liberarse de tal comezón. Un ligero movimiento de cabeza. Lo suficientemente marcado para hacer notable la distinción entre un estornudo y un poco de tos. Lo suficientemente controlado y lento, sutil pues, para ser elegante. Sin demasiada exageración. Un estornudo tranquilo, un estornudo que se entrega a sí mismo, a su arco de movimiento, a su bóveda sonora.
Pero no pude, honestamente, no pude. La idea misma de controlar el estornudo me llevó a comportarme de manera absolutamente desfachatada: como resulta regularmente cuando uno intenta, por respeto quizás o por vergüenza, contener su estornudo. Después de un tiempo el estornudo habrá de encontrar su salida. Tan irreparable es su voluntad. Y así lo es, en general, con estornudos. Son, digamos, predeciblemente incontrolables. Un estornudo coreografiado es una farsa. Y un estornudo real no logra ser coreografiado.
Es triste saber, en realidad, que por pura fisiología uno no logrará nunca ser plenamente elegante. Insto a los cirujanos plásticos a que busquen alguna manera de modificar nuestro imperfecto aparato respiratorio. Si pudiesen eliminar los estornudos del todo, sería mejor. Así podríamos limitarnos al ejercicio de la elegancia con los estornudos fingidos. Todos pretendiendo que son de verdad.
¡Supongo!
Saturday, October 17, 2009
La otra versión
Moisés me enseñó que todo tiene otra versión. Hace unos días tuve la ocurrencia de pontificar sobre el deseo de lo ajeno después de un inolvidable viaje a Buenos Aires. Pero siempre hay otra versión. He aquí dos de Johansen (disculpen la terrible calidad del video, recomiendo no mirar):
Una:
Dos:
Una:
Dos:
Razones metaéticas
Hay, también, otras razones para escribir: la necesidad de dar salida a esta rabia por corregir estupideces. Me explico:
Llevo cuatro años tratando de entender el lenguaje natural y su relación con el aparato cognitivo humano. No diré más. La oración misma ya parece suficientement aburrida. Después de cuatro años me sentí suficientemente bien educado para buscar delimitar otras disciplinas que presuponen y aplican explicaciones sobre el lenguaje y la mente: e.g., metaética. Todo este semestre me he dedicado a entender esa disciplina inventada por Moore y tan, pero tan, y tan manoseada.
Los resultados han sido interesantes. La metaética comienza con una petición de principio (de Moore) y un cerro de reacciones ante ésta. El problema, según veo, ha sido sociológico. Como muy pocos se atrevieron a decirle al aristócrata Moore que sus ideas eran, como dicen en mi barrio, un "mamarracho", los más se dedicaron a seguirle, aplaudirle, empujarle, encomiarle y alimentarle. El resultado: una disciplina que en principio tiene sentido se ha convertido en una discusión de vecindad. ¿De qué otra manera puede uno entender, si no, que el centro de la discusión descanse meramente en si uno entiende una pregunta 'X es F, pero, es bueno?' y la encuentra abierta, por responder, o algo así? ¿Cómo es posible que lo que encuentren algunos despistados (i.e., filósofos) al sentarse en su silla y pensar la pregunta sea suficiente para generar una larga tradición, publicar libros, dar cátedras, conseguir empleo? Es increíble pero cierto.
Para dar una idea de lo ridículo que es todo esto considérese la posibilidad de iniciar una nueva disciplina: la metaquímica. Para dar lugar a tan interesante discusión basta con plantearse la siguiente pregunta: 'H2O es una molécula, pero acaso es una entidad química?'. Quienes la encuentren interesante, sin responder, podrán iniciar la siguiente tradición: la de los antinaturalistas. De acuerdo con esta tradición, esa pregunta siempre estará abierta, lo cual es señal inequívoca de que ser una entidad química es una propiedad sui generis e irreducible de las cosas. Quienes encuentren la pregunta cerrada tendrán a bien llamarse naturalistas y simplemente se definirán por negar lo que sus oponentes afirmen. No hay más argumentos, eso es lo desastroso, para justificar el uso de la mentada preguntita.
Esto, evidentemente, es un mamarracho. Es terriblemente frustrante imaginar que una discusión tan gigante se haya construído a partir de argumentos tan increíblemente ridículos. De pronto siento, más bien, sé, que no hay seriedad entre algunos filósofos. Lo único bueno de todo esto es que le ofrece a uno razones para seguir pisando: es realmente insoportable imaginar que estos argumentos ocupen un lugar central en la discusión filosófica contemporánea.
Llevo cuatro años tratando de entender el lenguaje natural y su relación con el aparato cognitivo humano. No diré más. La oración misma ya parece suficientement aburrida. Después de cuatro años me sentí suficientemente bien educado para buscar delimitar otras disciplinas que presuponen y aplican explicaciones sobre el lenguaje y la mente: e.g., metaética. Todo este semestre me he dedicado a entender esa disciplina inventada por Moore y tan, pero tan, y tan manoseada.
Los resultados han sido interesantes. La metaética comienza con una petición de principio (de Moore) y un cerro de reacciones ante ésta. El problema, según veo, ha sido sociológico. Como muy pocos se atrevieron a decirle al aristócrata Moore que sus ideas eran, como dicen en mi barrio, un "mamarracho", los más se dedicaron a seguirle, aplaudirle, empujarle, encomiarle y alimentarle. El resultado: una disciplina que en principio tiene sentido se ha convertido en una discusión de vecindad. ¿De qué otra manera puede uno entender, si no, que el centro de la discusión descanse meramente en si uno entiende una pregunta 'X es F, pero, es bueno?' y la encuentra abierta, por responder, o algo así? ¿Cómo es posible que lo que encuentren algunos despistados (i.e., filósofos) al sentarse en su silla y pensar la pregunta sea suficiente para generar una larga tradición, publicar libros, dar cátedras, conseguir empleo? Es increíble pero cierto.
Para dar una idea de lo ridículo que es todo esto considérese la posibilidad de iniciar una nueva disciplina: la metaquímica. Para dar lugar a tan interesante discusión basta con plantearse la siguiente pregunta: 'H2O es una molécula, pero acaso es una entidad química?'. Quienes la encuentren interesante, sin responder, podrán iniciar la siguiente tradición: la de los antinaturalistas. De acuerdo con esta tradición, esa pregunta siempre estará abierta, lo cual es señal inequívoca de que ser una entidad química es una propiedad sui generis e irreducible de las cosas. Quienes encuentren la pregunta cerrada tendrán a bien llamarse naturalistas y simplemente se definirán por negar lo que sus oponentes afirmen. No hay más argumentos, eso es lo desastroso, para justificar el uso de la mentada preguntita.
Esto, evidentemente, es un mamarracho. Es terriblemente frustrante imaginar que una discusión tan gigante se haya construído a partir de argumentos tan increíblemente ridículos. De pronto siento, más bien, sé, que no hay seriedad entre algunos filósofos. Lo único bueno de todo esto es que le ofrece a uno razones para seguir pisando: es realmente insoportable imaginar que estos argumentos ocupen un lugar central en la discusión filosófica contemporánea.
Monday, October 12, 2009
Confesiones: Y Punto
Sigo escribiendo porque no lo puedo evitar. Tal vez lo hago por venganza. ¿Es necesario conocer el objeto de la venganza para dirigirla? No hay objetivos. La vida misma tal vez. Tal vez yo mismo. Es difícil, e irrelevante, averiguarlo. Sigo andando. Pensando. Buscando una forma de aterrizar. Porque me han dejado en el aire. Porque ya no soy el segundo hijo de un matrimonio medianamente feliz. Soy lo que se dice un huérfano completo, por no decir absoluto. Seguiré pues, seguiré.
Hasta que el mar nos de alcance.
Hasta que el mar nos de alcance.
Confesiones: Cruz
(sigue)
Hasta que de pronto recibe uno la llamada: “Lo siento mucho señor, pero su familia tuvo un accidente en la autopista. No hubo sobrevivientes.”
Así, sin más. De golpe. Todo. En ruinas.
¿Y ya qué sentido tiene seguir peleando?
Dicen todos por ahí que yo era el afán de la familia. Que Eduardo. Que Consuelo. Que Sandra. Que nada mejor que mi proyecto, mi afán, mi meta. Que yo todo iluminaba. Que yo. Que ella. Que él. Aquella. ¡Ya lo sabía señores! ¡Ya lo sabía! Sus palabras no son noticia. Más bien confirman la duda. Ahora que ni él, ni ella, ni aquella: ¿para qué seguir con este afán por demás ajeno? ¿Por qué no perderse en el mar?
(continúa)
Hasta que de pronto recibe uno la llamada: “Lo siento mucho señor, pero su familia tuvo un accidente en la autopista. No hubo sobrevivientes.”
Así, sin más. De golpe. Todo. En ruinas.
¿Y ya qué sentido tiene seguir peleando?
Dicen todos por ahí que yo era el afán de la familia. Que Eduardo. Que Consuelo. Que Sandra. Que nada mejor que mi proyecto, mi afán, mi meta. Que yo todo iluminaba. Que yo. Que ella. Que él. Aquella. ¡Ya lo sabía señores! ¡Ya lo sabía! Sus palabras no son noticia. Más bien confirman la duda. Ahora que ni él, ni ella, ni aquella: ¿para qué seguir con este afán por demás ajeno? ¿Por qué no perderse en el mar?
(continúa)
Confesiones: Cara
(sigue)
Ser el afán de una familia mediana que apenas alcanzó a ser clase media, cubierta por interminables deudas y repleta de sueños irrealizados no es cosa fácil. Más pronto que tarde, el quehacer me llevó a las distancias. Horas y horas de vuelo, meses aquí, meses allá. Más horas de vuelo. Más dolor en las rodillas. Más aduanas, más hijos de puta, por todos lados los hijos de puta. Solo casi siempre. Al comienzo. Y tantas horas de vuelo comenzaron a cubrir más afanes: los viajes irrealizables de la familia. De pronto no había vuelta atrás. Encarnaba los proyectos de mi padre, los sueños de mi madre, la admiración de mi hermana. No es cosa fácil, cuando de pronto, allá a la distancia, guarda uno un secreto grupo de fanáticos. No es cosa fácil, cuando uno tiene que luchar contra sí mismo por alimentar ese fanatismo, ese afán, esos sueños. Es más bien duro y un tanto mezquino. Es más bien doloroso, poco placentero. Es más bien como hacer lo que uno quiere por el querer de alguien más.
(continúa)
Ser el afán de una familia mediana que apenas alcanzó a ser clase media, cubierta por interminables deudas y repleta de sueños irrealizados no es cosa fácil. Más pronto que tarde, el quehacer me llevó a las distancias. Horas y horas de vuelo, meses aquí, meses allá. Más horas de vuelo. Más dolor en las rodillas. Más aduanas, más hijos de puta, por todos lados los hijos de puta. Solo casi siempre. Al comienzo. Y tantas horas de vuelo comenzaron a cubrir más afanes: los viajes irrealizables de la familia. De pronto no había vuelta atrás. Encarnaba los proyectos de mi padre, los sueños de mi madre, la admiración de mi hermana. No es cosa fácil, cuando de pronto, allá a la distancia, guarda uno un secreto grupo de fanáticos. No es cosa fácil, cuando uno tiene que luchar contra sí mismo por alimentar ese fanatismo, ese afán, esos sueños. Es más bien duro y un tanto mezquino. Es más bien doloroso, poco placentero. Es más bien como hacer lo que uno quiere por el querer de alguien más.
(continúa)
Confesiones: Proyecto
(sigue)
Inevitablemente tenía que llegar. Un buen día, dejé el cuadrilátero. Me fui lejos. Lo suficiente para empezar a tragar pinole solo y sin aplausos. Como era de esperarse, salí vivo. Uno parece tener esa necia capacidad de siempre salir vivo. Como era de esperarse, también, el resultado generó sorpresa, admiración. Resultaba que el mamón podía seguir de pie fuera de casa. Cuando se está fuera, ninguno de los que se quedan pueden realmente ver la cantidad de caídas que uno sufre, los golpes, decepciones y tropiezos que debe uno soportar. No es difícil comprender tal admiración. Mucho menos de Eduardo, quien se fascinaba siempre por aplaudir. Consuelo, extrañamente, comenzó a exhibir una sensibilidad de una manera nunca antes vista (al menos fuera del ámbito puramente emocional). Sandra, también, aplaudía. Me convirtieron, de la noche a la mañana, en una estrellita.
(continúa)
Inevitablemente tenía que llegar. Un buen día, dejé el cuadrilátero. Me fui lejos. Lo suficiente para empezar a tragar pinole solo y sin aplausos. Como era de esperarse, salí vivo. Uno parece tener esa necia capacidad de siempre salir vivo. Como era de esperarse, también, el resultado generó sorpresa, admiración. Resultaba que el mamón podía seguir de pie fuera de casa. Cuando se está fuera, ninguno de los que se quedan pueden realmente ver la cantidad de caídas que uno sufre, los golpes, decepciones y tropiezos que debe uno soportar. No es difícil comprender tal admiración. Mucho menos de Eduardo, quien se fascinaba siempre por aplaudir. Consuelo, extrañamente, comenzó a exhibir una sensibilidad de una manera nunca antes vista (al menos fuera del ámbito puramente emocional). Sandra, también, aplaudía. Me convirtieron, de la noche a la mañana, en una estrellita.
(continúa)
Confesiones: Arrogancia
(sigue)
Eduardo, por su parte, se dedicaba a llenarme de aplausos. Supongo que le resultaba admirable la forma en que lograba sobrevivir la inmisericordia de Consuelo. (¡Si tan sólo hubiera reparado en la estupidez que de tanto a tanto me ponía en la situación de tener que sobrevivir tal insensibilidad!) Lo cierto es que no paraba de dar muestras de admiración. Sandra y yo éramos, por así decirlo, el mayor logro de su vida. Un par de soldados medio sensibles, felices, adictos al trabajo (o más bien a la impiedad). Bien visto, era algo sorprendente. Dormía cuatro horas al día para después trabajar catorce seguidas. Con breves descansos. Por supuesto, tenía que comer. Estaba vivo, sí. Y nos hacía vivir con tantas fuerza. Sandra, por su parte, era la mayor. Lo cual le daba cierta ventaja: había conquistado la preferencia de Eduardo. Yo, justo por ser menor, tenía otra gran ventaja: Sandra misma. Era una mezcla extraña de la bonachonería de Eduardo con la inmisericordia de Consuelo. Y además, por fortuna, no me dejaba en paz. Me obligó a buscarle la vuelta a sus tretas sin caer, con peores resultados, ante los castigos de Consuelo. Perdí. Siempre perdí ante ella. Hasta que dejamos de compartir el cuadrilátero.
Ante tales motivaciones me había convertido en un adolescente de alta capacidad ofensiva, mayoritariamente de corte estratégico. Era simplemente inconcebible encontrar un ambiente más demandante que el de Consuelo con Sandra. Así que resultó algo fácil lidiar con los medios ordinarios. La escuela me cansaba por ser tan ramplona. El aburrimiento fue una constante. Me veía metafísicamente obligado a molestar a los demás. Lo extrañaba. No quedaba de otra. Eso me consiguió una que otra suspensión académica y paradójicamente, mucha, mucha inmisericordia. Consuelo difícilmente dejaba de ser un témpano cuando se trataba de hacerme entender mis idioteces. Así que dolió. Pero, me gusta creer, algo aprendí. Lo cierto es que uno siempre sale vivo de éstas. Y cada vez que me volvía a levantar, Eduardo me volvía aplaudir. Hasta que llegó un punto en que logré, digamos, cuadrar mi propio círculo. Dejé de fastidiar, al menos físicamente, a los demás. Descubrí un rubro interesantísimo de acción: la tortura psicológica. Me dediqué y, sospecho, sigo dedicando, a abofetear las opiniones de los demás. No es culpa mía. Espero lo entiendan. Esto se me escapa. Culpen a Consuelo, culpen a Sandra. Si ustedes tan sólo hubieran visto aquello, lo entenderían mejor. Al final del día me convertí en un mamón de primera monta. Inmisericorde como Consuelo, incansable como Eduardo y relativamente informado. Como quien tiene la información que tuviera su hermano mayor.
(continúa)
Eduardo, por su parte, se dedicaba a llenarme de aplausos. Supongo que le resultaba admirable la forma en que lograba sobrevivir la inmisericordia de Consuelo. (¡Si tan sólo hubiera reparado en la estupidez que de tanto a tanto me ponía en la situación de tener que sobrevivir tal insensibilidad!) Lo cierto es que no paraba de dar muestras de admiración. Sandra y yo éramos, por así decirlo, el mayor logro de su vida. Un par de soldados medio sensibles, felices, adictos al trabajo (o más bien a la impiedad). Bien visto, era algo sorprendente. Dormía cuatro horas al día para después trabajar catorce seguidas. Con breves descansos. Por supuesto, tenía que comer. Estaba vivo, sí. Y nos hacía vivir con tantas fuerza. Sandra, por su parte, era la mayor. Lo cual le daba cierta ventaja: había conquistado la preferencia de Eduardo. Yo, justo por ser menor, tenía otra gran ventaja: Sandra misma. Era una mezcla extraña de la bonachonería de Eduardo con la inmisericordia de Consuelo. Y además, por fortuna, no me dejaba en paz. Me obligó a buscarle la vuelta a sus tretas sin caer, con peores resultados, ante los castigos de Consuelo. Perdí. Siempre perdí ante ella. Hasta que dejamos de compartir el cuadrilátero.
Ante tales motivaciones me había convertido en un adolescente de alta capacidad ofensiva, mayoritariamente de corte estratégico. Era simplemente inconcebible encontrar un ambiente más demandante que el de Consuelo con Sandra. Así que resultó algo fácil lidiar con los medios ordinarios. La escuela me cansaba por ser tan ramplona. El aburrimiento fue una constante. Me veía metafísicamente obligado a molestar a los demás. Lo extrañaba. No quedaba de otra. Eso me consiguió una que otra suspensión académica y paradójicamente, mucha, mucha inmisericordia. Consuelo difícilmente dejaba de ser un témpano cuando se trataba de hacerme entender mis idioteces. Así que dolió. Pero, me gusta creer, algo aprendí. Lo cierto es que uno siempre sale vivo de éstas. Y cada vez que me volvía a levantar, Eduardo me volvía aplaudir. Hasta que llegó un punto en que logré, digamos, cuadrar mi propio círculo. Dejé de fastidiar, al menos físicamente, a los demás. Descubrí un rubro interesantísimo de acción: la tortura psicológica. Me dediqué y, sospecho, sigo dedicando, a abofetear las opiniones de los demás. No es culpa mía. Espero lo entiendan. Esto se me escapa. Culpen a Consuelo, culpen a Sandra. Si ustedes tan sólo hubieran visto aquello, lo entenderían mejor. Al final del día me convertí en un mamón de primera monta. Inmisericorde como Consuelo, incansable como Eduardo y relativamente informado. Como quien tiene la información que tuviera su hermano mayor.
(continúa)
Confesiones: (Mala) Formación
(sigue)
Consuelo no se cansaba de decirlo: “te quieres comer el mundo a mordidas; tienes que detenerte en algún punto; no puedes seguir así”. El recuerdo más claro es de aquella primera ocasión en la que un gran objeto se apareció en mi camino. Yo insistía, como siempre, en hacerlo todo, poderlo todo. El mundo se me impuso en forma de una gran palmera sobre el camellón de avenida Nuevo León. Sandra estaba espantada. Consuelo un poco fuera de control. Yo plenamente desorientado. No era la primera vez que intentaba comerme el mundo a mordidas. Años atrás había terminado en un hospital infantil con ambos brazos cubiertos de yeso. Completamente inutilizado, Consuelo insistió en no ayudar en absoluto. Me había recomendado no acercarme a las motos. Cuando me rompí ambas manos entendí por qué. Lo cierto es que a todas esas mordidas planetarias le siguieron lecciones terriblemente agudas: si había decidido morder más de lo que debía la indigestión sería mía. Consuelo no tuvo piedad. Aún con los brazos inutilizados, me había situado fuera de toda posible ayuda. Bañarme, alimentarme, vestirme y demás: ¿qué cómo lo vas a hacer? Pues ponte a imaginar una solución así como te pusiste a imaginar cómo librar la curva por el carril exterior. Consuelo era inmisericorde. Y así, sin notarlo, me convertí en una persona inmisericorde.
(continúa)
Consuelo no se cansaba de decirlo: “te quieres comer el mundo a mordidas; tienes que detenerte en algún punto; no puedes seguir así”. El recuerdo más claro es de aquella primera ocasión en la que un gran objeto se apareció en mi camino. Yo insistía, como siempre, en hacerlo todo, poderlo todo. El mundo se me impuso en forma de una gran palmera sobre el camellón de avenida Nuevo León. Sandra estaba espantada. Consuelo un poco fuera de control. Yo plenamente desorientado. No era la primera vez que intentaba comerme el mundo a mordidas. Años atrás había terminado en un hospital infantil con ambos brazos cubiertos de yeso. Completamente inutilizado, Consuelo insistió en no ayudar en absoluto. Me había recomendado no acercarme a las motos. Cuando me rompí ambas manos entendí por qué. Lo cierto es que a todas esas mordidas planetarias le siguieron lecciones terriblemente agudas: si había decidido morder más de lo que debía la indigestión sería mía. Consuelo no tuvo piedad. Aún con los brazos inutilizados, me había situado fuera de toda posible ayuda. Bañarme, alimentarme, vestirme y demás: ¿qué cómo lo vas a hacer? Pues ponte a imaginar una solución así como te pusiste a imaginar cómo librar la curva por el carril exterior. Consuelo era inmisericorde. Y así, sin notarlo, me convertí en una persona inmisericorde.
(continúa)
Confesiones
Soy el segundo hijo de un matrimonio más o menos feliz. Mi padre, huérfano de madre a los nueve y último de once hermanos, fue maltratado de pequeño y obligado a olvidar sus intereses para satisfacer los de su padre. Así fue como terminó por administrar y poseer el restaurante endeudado que abandonó su hermano mayor cuando él, mi padre, tenía tan sólo diecisiete años. Ahí fue donde conoció a mi madre: treceava hija de un matrimonio completamente convencional, de padre alcohólico, madre obediente y demandante y una profunda metafísica católica. Nunca fui maltratado, ni obligado. Aunque fue difícil convencer a mi madre de la estupidez doctrinaria. Algo me hace sospechar que al final lo logré.
(continúa)
(continúa)
Friday, October 09, 2009
Sonido (1)
Ha comenzado el invierno. Después de llevar mi bicicleta de casa a la oficina, cosa de seis minutos a mediana velocidad, las manos sufrieron de un repentino congelamiento. No hay nada que hacer para evitarlo. Apenas comienza el mes de Octubre. Las hojas, muchas hojas, aún no caen, pero ya estamos llegando al límite centígrado. Nos esperan siete largos meses de invierno. Todo de aquí en adelante será cuesta abajo. Vendrá el viento polar, el hielo seco y el húmedo, la nieve densa y la extendida. Ésa que, apenas toca superficie alguna, desaparece. Vendrán los vendavales. Vendrán las personas y también se irán. El pavimento congelado. Las caídas, los tropezones. La desesperación. Las veinte capas de ropa. Las chamarras inútiles. Los abrigos esperanzadores. Las sonrisas inventadas. Los grises. Las nubes. La falta de color. La desesperación. Una vez más. La deseperación. En una palabra, vendrá el invierno. Ha llegado el invierno.
Pero no todo es igual. En esta ocasión, estoy preparado. Lo veo venir todo. Desesperación, sonrisas y viento. Mucho viento. No será sorpresa. Nunca más. Es como si de pronto alguien me hubiese tomado del cabello para levantar mi rostro y ponerlo a mirar el sol. Comienzo a salir contra el invierno. Poco a poco. Recupero mi propio movimiento. Mi antítesis. Ese Hegel perdido que guardaba en el ropero. ¡Que venga el invierno señores! ¡Que sobra tanta vida para él!
Pero no todo es igual. En esta ocasión, estoy preparado. Lo veo venir todo. Desesperación, sonrisas y viento. Mucho viento. No será sorpresa. Nunca más. Es como si de pronto alguien me hubiese tomado del cabello para levantar mi rostro y ponerlo a mirar el sol. Comienzo a salir contra el invierno. Poco a poco. Recupero mi propio movimiento. Mi antítesis. Ese Hegel perdido que guardaba en el ropero. ¡Que venga el invierno señores! ¡Que sobra tanta vida para él!
Sunday, October 04, 2009
Nadie sabe lo que tiene
Regreso de Buenos Aires. Reporto, pues, que no hay novedad. El ser humano sigue deseando lo que no tiene y queriendo desear lo que alcanza sin realmente lograrlo. El mecanismo es realmente tanto terrible como universal. Esto parece una obviedad. Lo que descubro ahora, después de tanta duda, es la justificación subpersonal de un mecanismo que, desde cualquier otra perspectiva, parecería irracional.
Todos hemos seguido a Aristóteles a pie juntillas. El deseo no es sino el motor principal de la acción. La acción irrestricta. Más allá del deseo, al menos. Sea lo que sea que se desee, una vez que aquel ideal estado de cosas lo tiene uno en la cabeza, confabulará con quien se deje para conseguirlo. Así que, por un lado, somos este tipo de organismo peculiar capaz de arrojarse a sí mismo hacia el abismo. Siempre que lo deseado esté ahí. Evidentemente.
Y por la otra, tenemos esa curiosa capacidad de desear fundamental y sustancialmente lo que no se tiene. La explicación es muy sencilla. Si uno desease lo que uno tiene no habría movimiento. Los mecanismos delicuescentes del deseo rara vez entrarían en operación. El corazón difícilmente bajaría de la caja torácica para palpitar profusamente desde el estómago. La adrenalina sería inútil. Y la pasión, tal vez, también. Desear lo que uno tiene es un poco aburrido, en verdad. No hay confabulación, no hay búsqueda, no hay movimiento.
No hemos de olvidar: el ser humano nace con una aversión natural al aburrimiento. Así que, combinados los factores, el resultado es una catastrófica máquina insaciable de deseos, acciones, y creencias que vive casi siempre entre una mezcla de satisfacción y frustración. El dicho del midwest rescata plenamente este saber: “the grass is always greener on the other side”.
Así las cosas, quienes vivimos en el norte deseamos vivir en el sur. Los del sur, en el norte. Los que paleamos nieve a las faldas de la tundra nos fascinamos plenamente con Buenos Aires en donde, para sorpresa nuestra, el placer y el entretenimiento nunca logra ser eliminado por el trabajo, la joroba del lector o el fastidio del maestro. Pero lo mismo sucede a la inversa. Quienes llevan esa vida parisina tan cómoda cercana a La Plata tienen también sus deseos de Tundra. Y así, así, así.
De ser así siempre, seguiremos por el mundo, insaciablemente, como maquinistas deseantes de lo distante. A menos que uno comprenda el dicho de mi abuela desde una perspectiva de orden superior: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”. En un primer nivel, el dicho no es más que el resumen más prístino de esta perorata. Como no podemos sino desear lo distante y querer desear lo que alcanzamos, lo segundo no logra ser deseado sino hasta que pasa a formar parte de lo primero: una vez que, por creerlo tanto al alcance, se nos escapa.
Pero hay otra lectura, de segundo orden, mucho más interesante: como una descripción fehaciente de un mecanismo psicológico imparable. Como no podemos sino desear lo distante y querer desear lo que alcanzamos (y dado el infinito potencial recursivo de tan humana condición) conviene voltear las mesas y negociar con el departamento de lo voluble: para lograr reconocer que lo alcanzado nunca es tal, para entender que no hay garantías de pertenencia, para comprender que todo desaparece tal como apareció, para convertirse en aquél ser que por tanto separarse de sí se posee. O bien, para recuperar en sueños lo perdido.
Todos hemos seguido a Aristóteles a pie juntillas. El deseo no es sino el motor principal de la acción. La acción irrestricta. Más allá del deseo, al menos. Sea lo que sea que se desee, una vez que aquel ideal estado de cosas lo tiene uno en la cabeza, confabulará con quien se deje para conseguirlo. Así que, por un lado, somos este tipo de organismo peculiar capaz de arrojarse a sí mismo hacia el abismo. Siempre que lo deseado esté ahí. Evidentemente.
Y por la otra, tenemos esa curiosa capacidad de desear fundamental y sustancialmente lo que no se tiene. La explicación es muy sencilla. Si uno desease lo que uno tiene no habría movimiento. Los mecanismos delicuescentes del deseo rara vez entrarían en operación. El corazón difícilmente bajaría de la caja torácica para palpitar profusamente desde el estómago. La adrenalina sería inútil. Y la pasión, tal vez, también. Desear lo que uno tiene es un poco aburrido, en verdad. No hay confabulación, no hay búsqueda, no hay movimiento.
No hemos de olvidar: el ser humano nace con una aversión natural al aburrimiento. Así que, combinados los factores, el resultado es una catastrófica máquina insaciable de deseos, acciones, y creencias que vive casi siempre entre una mezcla de satisfacción y frustración. El dicho del midwest rescata plenamente este saber: “the grass is always greener on the other side”.
Así las cosas, quienes vivimos en el norte deseamos vivir en el sur. Los del sur, en el norte. Los que paleamos nieve a las faldas de la tundra nos fascinamos plenamente con Buenos Aires en donde, para sorpresa nuestra, el placer y el entretenimiento nunca logra ser eliminado por el trabajo, la joroba del lector o el fastidio del maestro. Pero lo mismo sucede a la inversa. Quienes llevan esa vida parisina tan cómoda cercana a La Plata tienen también sus deseos de Tundra. Y así, así, así.
De ser así siempre, seguiremos por el mundo, insaciablemente, como maquinistas deseantes de lo distante. A menos que uno comprenda el dicho de mi abuela desde una perspectiva de orden superior: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”. En un primer nivel, el dicho no es más que el resumen más prístino de esta perorata. Como no podemos sino desear lo distante y querer desear lo que alcanzamos, lo segundo no logra ser deseado sino hasta que pasa a formar parte de lo primero: una vez que, por creerlo tanto al alcance, se nos escapa.
Pero hay otra lectura, de segundo orden, mucho más interesante: como una descripción fehaciente de un mecanismo psicológico imparable. Como no podemos sino desear lo distante y querer desear lo que alcanzamos (y dado el infinito potencial recursivo de tan humana condición) conviene voltear las mesas y negociar con el departamento de lo voluble: para lograr reconocer que lo alcanzado nunca es tal, para entender que no hay garantías de pertenencia, para comprender que todo desaparece tal como apareció, para convertirse en aquél ser que por tanto separarse de sí se posee. O bien, para recuperar en sueños lo perdido.
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