Recuerdo a mi padre recordar a mi abuelo al preguntarle ¿de qué va la vida papá? Recuerdo a mi madre acompañar a mi padre al preguntar. Recuerdo. Al abuelo gigante de manos sabias. Un cajón secreto en un escritorio inmenso. Repleto de chocolates con leche. Recuerdo. Mirar al abuelo hasta el cielo. Padre temeroso del padre. Recuerdo respuestas. Confianza. Tranquilidad.
Quisiera algún día poder recordar a mi padre al responder mi pregunta ¿de qué va la vida papá? Quisiera. A mi padre gigante de manos forzudas, curtidas, sabias. Caja secreta en la alacena. Repleta de chocolates con nuez y almendra. Qusiera. Mirar a mi padre y mirar a mi abuelo. Mirar a mi hijo y verme ahí, recordando a mi padre recordar al abuelo al preguntar ¿de qué va la vida papá? Temeroso de padre.
Quisiera recordarlo todo. Pero sólo me queda imaginar. La confianza y tranquilidad. Un océano divide al recuerdo de la ficción. Y aún así se cubren. Y aún así… no puedo más que imaginar.
Saturday, October 02, 2010
Thursday, September 30, 2010
Un ejército de jaraneros
¿Por qué volver a México? ¿No resulta obvio, acaso, que más vale quedarse allá, del otro lado, con un trabajo universitario, un sueldo, tranquilidad, comodidad, seguridad y reconocimiento? ¿Qué no es obviamente mejor, más relevante, de mayor calidad, tu vida allá al norte? Todas preguntas válidas, aunque necias. Preguntas que los demás plantean. Los que no están y no estuvieron allá.
Digo necias porque no permiten respuesta alguna. Son preguntas retóricas, quizás. Toma tiempo, aunque no es difícil, explicar por qué no es obvio que uno deba quedarse, allá, al norte. Y después de darse el tiempo, con la evidencia en mano, se descubre la necedad de la pregunta. No es por eso que uno vuelve a México.
Pasa uno, pues, por las esquinas relevantes recogiendo puntos y cerrando oraciones. Falso. Quedarse allá no siempre será con un trabajo universitario. Menos aún con el trabajo universitario que uno busca. Falso. Quedarse no traerá consigo un salario asegurado. Falso. No hay manera de vivir tranquilo en un ambiente de radical protestantismo, con setenta horas de trabajo semanal y la frustración que acompaña a la estúpida creencia de que más de cinco mil filósofos tan sólo pueden ser reconocidos si publican en dos o tres revistas. Falso. Un love seat, calefacción, auto, comida, internet, celular, vino, queso y salmón son de lo más incómodo cuando uno los usa para tomarse el pelo y pensar que todo es lindo, que el trabajo puede esperar, que uno no es una máquina de pensar. No hay comodidad. Falso. Falso. No hay mejor reconocimiento que el de los amigos y no hay mejor receta para el anonimato que arrojarse al proscenio de las luminarias con otros tantos miles de incautos. Falso, Falso, Falso. Nada más falso que pensar que mi vida era, fue y sería mejor allá.
Escribo desde lo que ahora es mi oficina, frente una suerte de bosque cautivo sobre roca volcánica. El viento sopla de vez en cuando. Estoy tranquilo. Pedaleo todos los días de casa al trabajo. Me sobran las horas para terminar mis proyectos. Disfruto los desayunos con calma. Escucho a Catalina sonreír. Veo nuestras quejas. Y lentamente regreso a mi oficina. Todos los días. Tengo un trabajo maravilloso. Me dedico principalmente a imaginar. En un lugar fascinante. Sumamente tranquilo. Un lugar que, sin embargo, parece estar en el ojo del huracán.
Y eso, el huracán, es lo interesante en realidad. Maravillas del trabajo aparte, poco a poco he descubierto que no volvimos a México por la comodidad de nuestra fortuna. Muy por el contrario, volvemos por su incomodidad.
México es un lugar en donde las perversidades y los errores más crasos de la humanidad se muestran de manera explícita. Al igual que el mercado, la política y demás instituciones que forjan la vida humana en este planeta hoy día, no creo en nacionalidades. La miseria, la ignorancia y la esclavitud son productos humanos, no mexicanos. La responsabilidad, si la hay, la llevamos todos. Aquí y allá. Al norte, sur, oriente y occidente. Irse para evitar la miseria, cruzar océanos para no encontrar ignorancia, emigrar para no ver la esclavitud es, creo ahora, un acto de rotunda cobardía. Es reconocer la responsabilidad, verla a los ojos y desviar la mirada.
Pero no es por eso que uno vuelve. No se trata aquí de heroísmos. Es por eso que uno se queda. Es por eso que uno no se va. Uno vuelve, se queda y no más, porque a pesar de hacer las veces de un infierno, la miseria llama, exige resolvera. Aunque no lo sepamos. Lo descubrimos. Porque no importa que el infierno esté encendido, aquí se canta, aquí se baila. Porque no hay nada más motivante que estar en el campo de batalla sin más armas que la voz, la sonrisa, la mirada. Porque es aquí donde la humanidad se esconde. Porque no hay nada más verdadero que un ejército de jaraneros al viento, marcando el cambio, dejando pasar pasando. Porque nada dura más que una nota o un rasgueo, qué mejor manera de olvidar la vida que enfrentar a la miseria con el canto, con la voz, cara a cara.
Digo necias porque no permiten respuesta alguna. Son preguntas retóricas, quizás. Toma tiempo, aunque no es difícil, explicar por qué no es obvio que uno deba quedarse, allá, al norte. Y después de darse el tiempo, con la evidencia en mano, se descubre la necedad de la pregunta. No es por eso que uno vuelve a México.
Pasa uno, pues, por las esquinas relevantes recogiendo puntos y cerrando oraciones. Falso. Quedarse allá no siempre será con un trabajo universitario. Menos aún con el trabajo universitario que uno busca. Falso. Quedarse no traerá consigo un salario asegurado. Falso. No hay manera de vivir tranquilo en un ambiente de radical protestantismo, con setenta horas de trabajo semanal y la frustración que acompaña a la estúpida creencia de que más de cinco mil filósofos tan sólo pueden ser reconocidos si publican en dos o tres revistas. Falso. Un love seat, calefacción, auto, comida, internet, celular, vino, queso y salmón son de lo más incómodo cuando uno los usa para tomarse el pelo y pensar que todo es lindo, que el trabajo puede esperar, que uno no es una máquina de pensar. No hay comodidad. Falso. Falso. No hay mejor reconocimiento que el de los amigos y no hay mejor receta para el anonimato que arrojarse al proscenio de las luminarias con otros tantos miles de incautos. Falso, Falso, Falso. Nada más falso que pensar que mi vida era, fue y sería mejor allá.
Escribo desde lo que ahora es mi oficina, frente una suerte de bosque cautivo sobre roca volcánica. El viento sopla de vez en cuando. Estoy tranquilo. Pedaleo todos los días de casa al trabajo. Me sobran las horas para terminar mis proyectos. Disfruto los desayunos con calma. Escucho a Catalina sonreír. Veo nuestras quejas. Y lentamente regreso a mi oficina. Todos los días. Tengo un trabajo maravilloso. Me dedico principalmente a imaginar. En un lugar fascinante. Sumamente tranquilo. Un lugar que, sin embargo, parece estar en el ojo del huracán.
Y eso, el huracán, es lo interesante en realidad. Maravillas del trabajo aparte, poco a poco he descubierto que no volvimos a México por la comodidad de nuestra fortuna. Muy por el contrario, volvemos por su incomodidad.
México es un lugar en donde las perversidades y los errores más crasos de la humanidad se muestran de manera explícita. Al igual que el mercado, la política y demás instituciones que forjan la vida humana en este planeta hoy día, no creo en nacionalidades. La miseria, la ignorancia y la esclavitud son productos humanos, no mexicanos. La responsabilidad, si la hay, la llevamos todos. Aquí y allá. Al norte, sur, oriente y occidente. Irse para evitar la miseria, cruzar océanos para no encontrar ignorancia, emigrar para no ver la esclavitud es, creo ahora, un acto de rotunda cobardía. Es reconocer la responsabilidad, verla a los ojos y desviar la mirada.
Pero no es por eso que uno vuelve. No se trata aquí de heroísmos. Es por eso que uno se queda. Es por eso que uno no se va. Uno vuelve, se queda y no más, porque a pesar de hacer las veces de un infierno, la miseria llama, exige resolvera. Aunque no lo sepamos. Lo descubrimos. Porque no importa que el infierno esté encendido, aquí se canta, aquí se baila. Porque no hay nada más motivante que estar en el campo de batalla sin más armas que la voz, la sonrisa, la mirada. Porque es aquí donde la humanidad se esconde. Porque no hay nada más verdadero que un ejército de jaraneros al viento, marcando el cambio, dejando pasar pasando. Porque nada dura más que una nota o un rasgueo, qué mejor manera de olvidar la vida que enfrentar a la miseria con el canto, con la voz, cara a cara.
Thursday, July 15, 2010
Un mal el hábito
Sé muy bien desde cuándo lo tengo, pero no logro recordar tanto. Cada vez que algo sale de cuadro. Siempre que una llamada no llega en el lapso esperado, que el timbre no suena, la puerta no se abre, el motor no se escucha, la llave no entra en su chapa. Cada vez que la historia se gira un poco sobre sí misma, para dejar sus costumbres, su rutina. Siento un lento y sustancial vacío que me obliga a repensarlo todo. Todo. No es bueno, lo sé. Pero es un hábito.
Nadie sabe bien a bien de dónde vienen, mucho menos por qué vendrán. Pero abundan los hábitos. Nos vuelven predecibles. Dicen mucho. Casi siempre demasiado. Desde el hábito de abrir los ojos a las seis de la mañana, hasta el hábito de tomar el llavero por la tira de pequeñas perlas de color que cuelgan de él para después, a media cintura, precipitar las llaves hasta dar con la adecuada. Todos, los hábitos, nos forman.
Pero no sólo. También nos anuncian. Era posible distinguir, sin margen de error, si el que entraba al patio frontal del edificio era Papá, Mamá u otro cualquiera. Él jugaba con sus llaves así. Ella asá. Nunca supe a detalle el mecanismo de cada uno. Imagino recordar que él seguía jugando con las llaves una vez pasada la puerta principal. Siempre. Todos los días. Sábado, Domingo o Lunes. Sin falta. Ella parecía tener menos interés en la melodía. Lo cierto es que sus hábitos los denunciaban. Me permitían anticipar la llegada de un hombre semidespierto y una mujer exhausta.
Y así uno va formando una historia, creencias, expectativas, predicciones. Las llamadas se hacen en Domingo, por la tarde. Antes de la cena. Sólo así nos encontramos todos un tanto tranquilos. Con suficiente tiempo para olvidar un poco la ansiedad, el estrés de la semana. No podía ser muy tarde por que ya pronto comenzaba la semana. Se iba a la cama temprano. El supermercado los esperaba a las seis. Los comensales a las ocho. Así siempre. Domingo con Domingo. Puntualmente esperando esa llamada, entre la comida y la cena. Sin falta. Todos parecían tener interés en la escucha. Lo cierto es que sus hábitos los denunciaban. Me permitían reconocer una vez más a esa familia.
Porque la historia tiene el mal hábito de romperse. Gira de vez en cuando sobre si misma, para dejar sus costumbres, su rutina. Para dejarlo a uno en ascuas, lleno de anuncios previos. De esperanzas que no se pueden cumplir. Llega así un Domingo sin su acompañante llamada. El timbre no suena, la llave no entra, la puerta no se abre, el motor no se escucha.
Se obliga uno a desatender los hábitos. No habrá más juego de llaves. Ni así. Ni asá.
Así adquiere uno el hábito, como cualquiera otro, con fuerza, inercia, sin darse cuenta. Así se encuentra uno anunciando la caída de más hábitos. Siempre que la historia se tuerce un poco siento un lento y sustancial vacío que me obliga a repensarlo todo. Cuando falta una llamada acordada, cuando no suena el timbre o no entra la llave, no se abre la puerta, no se escucha el motor. Siempre. Me encuentro automáticamente rehaciendo este mundo una vez más. Para desatender a los hábitos respectivos de quien no ha llamado, de aquél cuya llave no ha entrado, por quien la puerta no se ha abierto, por quien el motor no se oye más.
Sé muy bien desde cuándo, pero no quiero recordar tanto. Tengo el mal hábito de repensarme desde un profundo abandono, una completa soledad, cada vez que algo sale un poco, aunque sea un poco, fuera de cuadro. Siempre que un viaje se alarga, que una llamada se pospone. Siempre que un hábito es incumplido, lo doy todo por terminado. Un corte abrupto. Sin tragedia ni más.
Se multiplica. En diferentes niveles. Nos hace esperar lo mejor y lo peor. De ahí que sea un mal el hábito.
Nadie sabe bien a bien de dónde vienen, mucho menos por qué vendrán. Pero abundan los hábitos. Nos vuelven predecibles. Dicen mucho. Casi siempre demasiado. Desde el hábito de abrir los ojos a las seis de la mañana, hasta el hábito de tomar el llavero por la tira de pequeñas perlas de color que cuelgan de él para después, a media cintura, precipitar las llaves hasta dar con la adecuada. Todos, los hábitos, nos forman.
Pero no sólo. También nos anuncian. Era posible distinguir, sin margen de error, si el que entraba al patio frontal del edificio era Papá, Mamá u otro cualquiera. Él jugaba con sus llaves así. Ella asá. Nunca supe a detalle el mecanismo de cada uno. Imagino recordar que él seguía jugando con las llaves una vez pasada la puerta principal. Siempre. Todos los días. Sábado, Domingo o Lunes. Sin falta. Ella parecía tener menos interés en la melodía. Lo cierto es que sus hábitos los denunciaban. Me permitían anticipar la llegada de un hombre semidespierto y una mujer exhausta.
Y así uno va formando una historia, creencias, expectativas, predicciones. Las llamadas se hacen en Domingo, por la tarde. Antes de la cena. Sólo así nos encontramos todos un tanto tranquilos. Con suficiente tiempo para olvidar un poco la ansiedad, el estrés de la semana. No podía ser muy tarde por que ya pronto comenzaba la semana. Se iba a la cama temprano. El supermercado los esperaba a las seis. Los comensales a las ocho. Así siempre. Domingo con Domingo. Puntualmente esperando esa llamada, entre la comida y la cena. Sin falta. Todos parecían tener interés en la escucha. Lo cierto es que sus hábitos los denunciaban. Me permitían reconocer una vez más a esa familia.
Porque la historia tiene el mal hábito de romperse. Gira de vez en cuando sobre si misma, para dejar sus costumbres, su rutina. Para dejarlo a uno en ascuas, lleno de anuncios previos. De esperanzas que no se pueden cumplir. Llega así un Domingo sin su acompañante llamada. El timbre no suena, la llave no entra, la puerta no se abre, el motor no se escucha.
Se obliga uno a desatender los hábitos. No habrá más juego de llaves. Ni así. Ni asá.
Así adquiere uno el hábito, como cualquiera otro, con fuerza, inercia, sin darse cuenta. Así se encuentra uno anunciando la caída de más hábitos. Siempre que la historia se tuerce un poco siento un lento y sustancial vacío que me obliga a repensarlo todo. Cuando falta una llamada acordada, cuando no suena el timbre o no entra la llave, no se abre la puerta, no se escucha el motor. Siempre. Me encuentro automáticamente rehaciendo este mundo una vez más. Para desatender a los hábitos respectivos de quien no ha llamado, de aquél cuya llave no ha entrado, por quien la puerta no se ha abierto, por quien el motor no se oye más.
Sé muy bien desde cuándo, pero no quiero recordar tanto. Tengo el mal hábito de repensarme desde un profundo abandono, una completa soledad, cada vez que algo sale un poco, aunque sea un poco, fuera de cuadro. Siempre que un viaje se alarga, que una llamada se pospone. Siempre que un hábito es incumplido, lo doy todo por terminado. Un corte abrupto. Sin tragedia ni más.
Se multiplica. En diferentes niveles. Nos hace esperar lo mejor y lo peor. De ahí que sea un mal el hábito.
Monday, July 12, 2010
Un texto limitado
Comienza con una oración corta. Contundente. Pocos adjetivos. Busca atrapar la atención del lector. Pero también, no lo olvida, busca guardar palabras. Evitar la excesiva extensión del negro sobre blanco. No quiere perder el tiempo. Pero tampoco quiere perder su idea. La atrapa a cada espacio. Que no se escape. Cada palabra es un riesgo. Puede acercarlo o alejarlo de su meta. Es un texto limitado. No puede darse el lujo de distraerse con fruslerías.
Suele continuar con un poco de historia. Historieta. Quizás. Contexto. Colores, olores. Que no haya sorpresas. El lector debe entender bien a bien la fuerza, la ira, el motivo, el argumento. No hay tal cosa sin historieta. Así que se empeña en encontrar lo trozos de pared, de pasto, de viento, todo lo necesario pero nunca más que eso. Lo necesario. Para hacer la historieta, digamos, atractiva. Para hacer el texto, se espera, comprensible. No dar de más. Su máxima. Es un texto limitado. No puede darse el lujo de caer en excesivas descripciones, demasiado color, demasiada palabrería. Los textos también buscan limpiarse de si mismos.
Pasa después al punto. O al camino que lleva al punto de alguna manera. Lo más directa posible. Da una vuelta por aquí y un requiebre por allá. Siempre hay novedades. La imaginación es del todo impredecible. ¿Cómo saber de antemano si corresponde defensa, amparo o auxilio y no más bien justificación, alegato, demostración o simplemente disculpa? ¿Quién iba a pensar que en lugar de naufragio, varada y hundimiento habría más bien que proponer zozobrar, volcar e incluso abismar? Aunque es un texto limitado, no puede darse el lujo de saberse escrito para luego escribirse. Ha de encontrarse lentamente en cada esquina. Cada punto.
Si bien le va, llega, eventualmente, al punto. O de plano, se suicida. Porque es un texto limitado. Si no alcanza el punto simplemente no existe. Una vez que lo alcanza, digamos, por fortuna, no lo suelta. Lo subraya con fruición. Una o dos veces. Con dos o tres miradas distintas. Para que asiente. Pues la historieta, el argumento y los requiebros inesperados han pasado ya al olvido. Pues el punto es realmente lo único que importa. Llegados al punto lo demás casi estorba. Es este punto el que le hace pensar al texto que podría ser mucho menos de lo que es. Se tuerce sobre si mismo pensando que sólo habría de ser un punto. Su punto. El punto. Es un texto limitado. No puede darse el lujo de ser más que eso.
El punto.
Concluye así su intervención. Como texto, qué mejor texto que el punto mismo y sólo y ya.
Y punto.
Suele continuar con un poco de historia. Historieta. Quizás. Contexto. Colores, olores. Que no haya sorpresas. El lector debe entender bien a bien la fuerza, la ira, el motivo, el argumento. No hay tal cosa sin historieta. Así que se empeña en encontrar lo trozos de pared, de pasto, de viento, todo lo necesario pero nunca más que eso. Lo necesario. Para hacer la historieta, digamos, atractiva. Para hacer el texto, se espera, comprensible. No dar de más. Su máxima. Es un texto limitado. No puede darse el lujo de caer en excesivas descripciones, demasiado color, demasiada palabrería. Los textos también buscan limpiarse de si mismos.
Pasa después al punto. O al camino que lleva al punto de alguna manera. Lo más directa posible. Da una vuelta por aquí y un requiebre por allá. Siempre hay novedades. La imaginación es del todo impredecible. ¿Cómo saber de antemano si corresponde defensa, amparo o auxilio y no más bien justificación, alegato, demostración o simplemente disculpa? ¿Quién iba a pensar que en lugar de naufragio, varada y hundimiento habría más bien que proponer zozobrar, volcar e incluso abismar? Aunque es un texto limitado, no puede darse el lujo de saberse escrito para luego escribirse. Ha de encontrarse lentamente en cada esquina. Cada punto.
Si bien le va, llega, eventualmente, al punto. O de plano, se suicida. Porque es un texto limitado. Si no alcanza el punto simplemente no existe. Una vez que lo alcanza, digamos, por fortuna, no lo suelta. Lo subraya con fruición. Una o dos veces. Con dos o tres miradas distintas. Para que asiente. Pues la historieta, el argumento y los requiebros inesperados han pasado ya al olvido. Pues el punto es realmente lo único que importa. Llegados al punto lo demás casi estorba. Es este punto el que le hace pensar al texto que podría ser mucho menos de lo que es. Se tuerce sobre si mismo pensando que sólo habría de ser un punto. Su punto. El punto. Es un texto limitado. No puede darse el lujo de ser más que eso.
El punto.
Concluye así su intervención. Como texto, qué mejor texto que el punto mismo y sólo y ya.
Y punto.
Tuesday, April 20, 2010
Envejecer
Soy muy joven. Lo sé. Estas palabras no me corresponden. Son demasiado pesadas para mí. Entiendo. Por otra parte, ¿qué palabras le corresponden más a uno que las que ordenan, tenuemente quizás, sus emociones? Me siento aquí y ahora en la cafetería de siempre en donde nunca trabajé mientras residí en esta ciudad. Estoy de vuelta. Lo veo en los reflejos de aparadores y amigos, conocidos y desconocidos. Vuelvo después de casi cinco años. Me veo envejecer.
Pero, ¿qué, dentro de todo el huracán de vidas que me han pasado, qué es eso de envejecer? Pido disculpas de antemano. No tengo sino una vaga idea. Una sensación y la profunda certeza de que algo tendrá de cierto.
Envejecer es dejar de jugar contra el tiempo. Es reconocerse distinto. Es olvidar el miedo a perderse a uno mismo. Es cuestión de memoria, de pasado. No de futuro. No hay nada de éste en ello. Es reconocerse en el presente y resistir la tentación de cambiarlo, de volver a algo, una ilusión quizás, que uno fue. Es reconocer en el vecino de arriba el rostro que uno alguna vez persiguió. Es ver el mundo que uno alguna vez habitó. Y no hacer nada por ello. La clave, si alguna, es ésa. No se envejece, uno se estanca, cuando se vuelve a los mismos rostros, las mismas personas, las mismas pasiones, los mismos errores.
Envejecer es ver la felicidad que le formó a uno hace años y dejar ahí, no buscarla, no cambiarla, no pretender ser pare de ella ni volver a ella en forma alguna. Envejecer es dejar al vecino de arriba en su piso. Es no molestar al pasado cuando se vuelve a mostrar con su necia persistencia. Es saberse capaz de encontrar otros mundos en las mismas coordenadas. Es mantenerse fresco en todo instante. Joven a cada presente. Es dejar que el mundo cargue en hombros la propia historia. Es un andar ligero por la cuerda floja. Es mirar a los ojos al pasado y seguir de frente. Envejecer es saber que, de cierta manera, no se puede ya volver.
Estoy aquí, en esta cafetería tan conocida, sintiendo al pasado pasar. Los veo, los oigo, los siento.
¡Quédate ahí pasado! ¡En el piso de arriba! Donde no hagas más daño.
Poco a poco envejezco. Voy comprendiendo que para jugar este juego hay que saber dejar cada cosa en su lugar. Aquél al que, por lo general, todas van a parar siempre que uno las deje libremente andar.
Pero, ¿qué, dentro de todo el huracán de vidas que me han pasado, qué es eso de envejecer? Pido disculpas de antemano. No tengo sino una vaga idea. Una sensación y la profunda certeza de que algo tendrá de cierto.
Envejecer es dejar de jugar contra el tiempo. Es reconocerse distinto. Es olvidar el miedo a perderse a uno mismo. Es cuestión de memoria, de pasado. No de futuro. No hay nada de éste en ello. Es reconocerse en el presente y resistir la tentación de cambiarlo, de volver a algo, una ilusión quizás, que uno fue. Es reconocer en el vecino de arriba el rostro que uno alguna vez persiguió. Es ver el mundo que uno alguna vez habitó. Y no hacer nada por ello. La clave, si alguna, es ésa. No se envejece, uno se estanca, cuando se vuelve a los mismos rostros, las mismas personas, las mismas pasiones, los mismos errores.
Envejecer es ver la felicidad que le formó a uno hace años y dejar ahí, no buscarla, no cambiarla, no pretender ser pare de ella ni volver a ella en forma alguna. Envejecer es dejar al vecino de arriba en su piso. Es no molestar al pasado cuando se vuelve a mostrar con su necia persistencia. Es saberse capaz de encontrar otros mundos en las mismas coordenadas. Es mantenerse fresco en todo instante. Joven a cada presente. Es dejar que el mundo cargue en hombros la propia historia. Es un andar ligero por la cuerda floja. Es mirar a los ojos al pasado y seguir de frente. Envejecer es saber que, de cierta manera, no se puede ya volver.
Estoy aquí, en esta cafetería tan conocida, sintiendo al pasado pasar. Los veo, los oigo, los siento.
¡Quédate ahí pasado! ¡En el piso de arriba! Donde no hagas más daño.
Poco a poco envejezco. Voy comprendiendo que para jugar este juego hay que saber dejar cada cosa en su lugar. Aquél al que, por lo general, todas van a parar siempre que uno las deje libremente andar.
Tuesday, April 06, 2010
Yéndome
Hace cinco años me fui de México sin saber lo que hacía. Fui a parar a un pueblo, mal llamado ‘ciudad,’ doscientas veces más pequeño que el Distrito Federal. Ann Arbor. Un pueblo con cuatro meses de verano, uno de otoño, seis de invierno y uno de primavera. Un pueblo dominado por una gran universidad. Un pueblo lleno de tristeza, frustración y dolor. Vacío de sol. Todo esto lo supe con el pasar de los años.
Hoy me encuentro a mi mismo pretendiendo inútilmente empacar todo lo mío. Llevarme lo pertinente. Olvidando lo irrelevante. Me encuentro revisando el pasado guardado en una caja de cartón de hace cinco años. No quiero. Puedo. No logro. Empacar.
Estos cinco años han hecho demasiado en mi persona. Escribo en LaTex, no Word. Bebo stout y amber, no lager. Tengo una sustancial colección de chamarras de invierno, no de camisetas, tenis, o relojes de pulsera. No tengo auto. Camino o pedaleo de casa al trabajo. Y viceversa. He dejado el apriorismo por una historia menos fácil. La filosofía por un cuento más complejo.
Estos cinco años han dejado huella. Perdí a mis padres. Perdí a mi hermana. Perdí mi hogar. Perdí mi ciudad. Perdí la capacidad de sonreír sin culpa. Perdí la paciencia. Perdí.
Pero también, también, adquirí muchas cosas. Valor. Coraje. Un completo rechazo a la autoridad. Un radical disgusto a los fanatismos. Un escozor casi natural ante todo lo antinatural. Una fuente furibunda de motivación. Un estilo de vida distinto. Muebles, mesas, televisores, objetos, servicios, deudas, viajes, preguntas, dudas.
Descubrí a Catalina. Descubrí. Catalina.
Entendí que hay algo más que la amistad. Que mis cuatro amigos no son amigos, sino más.
Escucho otra música. Soy un adicto a la música. No logro pensar sin caminar. Bebo un litro de café al día. El gimnasio consume lo adquirido fusionándolo con lo perdido.
Me encuentro sentado contra el porche. De espaldas a él. La calle que me niego a ver sigue ahí. Escribo desde el piso. Observo el universo entero en que se han convertido estos años. Sobre el piso todo. Cuadernos, libros, artículos, cajas. Muñecas. Fotos.
Veo cómo lentamente me voy yendo.
Hace cinco años me fui de México sin saber lo que hacía. En unos días más me iré de Ann Arbor sin saber lo que hago. Antes sabía, si quiera, hacia dónde me dirigía. Ahora. Ahora me preocupa creer que lo sé. No hay tal cosa. Uno nunca sabe a dónde va.
Tuesday, March 23, 2010
The Need
Sometimes it does. It just so happens that one needs to. You feel it in your arms. Your chest. Your hands. You have to go beyond. You cannot, simply cannot, sit down and wait. You need to write. You need to speak. You need. One needs.
And here it comes, once again, the fabulous game with and against grammar. Full sentences, incomplete sentences, nice-looking sentences, ill-formed sentences, non-sentences. It does matter, however, how well it is done. Not all ill-formed structures are equally ill-formed. Some are better than others. And even then, yes then, we get it.
So there is the need: to be heard, to be read, to be looked at, to be noticed, to be hugged, to be the object of someone’s relation with something. It is that need of recognition, I take it, that forces us to write all the time, no matter what, no matter how.
And here it comes, once again, the fabulous game with and against grammar. Full sentences, incomplete sentences, nice-looking sentences, ill-formed sentences, non-sentences. It does matter, however, how well it is done. Not all ill-formed structures are equally ill-formed. Some are better than others. And even then, yes then, we get it.
So there is the need: to be heard, to be read, to be looked at, to be noticed, to be hugged, to be the object of someone’s relation with something. It is that need of recognition, I take it, that forces us to write all the time, no matter what, no matter how.
Monday, March 22, 2010
Los Dolores de la Memoria
Recurrentes. Ineludibles. Determinantes. Así son, sin lugar a dudas. Y uno piensa que andar este camino es meramente hacerlo, no recordarlo, dejarlo, ni pensarlo. Y uno piensa que pasar este tiempo será como alejarse del mar. Hacia las montañas. Pero por más que uno piense, por más Cartesiano que uno quisiera al mundo que fuera, la memoria es recurrente, ineludible, determinante.
A veces pienso que está ahí, en mi cabeza, esa caja de Pandora. Ese saturado e incansable archivo que no lleva a buen lugar. Pienso, por ejemplo, que parasita mis vísceras, mis tejidos, emociones, pasiones. Compruebo día con día cómo consume mi energía, cómo se alimenta de mí con su lento e incesante registro. Cada instante, cada frase, cada rostro, cada mirada, cada recuerdo grabado con fuerza, guardado con llave para no perderlo más. Veo, sufro, la falta de control sobre ella. Recomiendo a los que se acercan hablar con cuidado y medir sus palabras. Porque esta caja lo registra todo. Porque estos ojos que ahora no ven lo verán. Porque este torso que ahora no siente sentirá. Porque estas manos que ahora no escriben escribirán.
Porque están, sí que lo están, estos dolores de la memoria. El camino se repite constantemente. El tiempo vuelve a pasar. Desgarrando lentamente mi pecho. Por dentro. Dejando restos de mí en el pavimento. En el viento. Las lágrimas. Los ojos. Las manos. Los pies. No hay quien pueda librarlo. Pienso. Porque la memoria es insaciable. Porque para pensar hace falta sentir y para sentir llorar. Porque duele recordar. Cada minuto. Antes y después. Durante. Recurrentes. Vuelven como un golpe en el rostro. Como un mazo en el abdomen. Como una mirada perdida que nunca verá más.
¿Para qué caminar si el camino no cesa? Si recurre insaciablemente a masticar una vez más. ¿Para qué tener memoria, para qué ser alguien, para qué? Si nunca dejará de volver. ¿Cómo olvidarla en el bolsillo de alguien más? ¿Cómo entregarla a manos llenas, en un profundo abrazo, perderse y ya?
¡Qué pesada la memoria! Y qué dolorosa sin necesidad. ¡Qué manera tan contundente de existir!
Recurrir.
A veces pienso que está ahí, en mi cabeza, esa caja de Pandora. Ese saturado e incansable archivo que no lleva a buen lugar. Pienso, por ejemplo, que parasita mis vísceras, mis tejidos, emociones, pasiones. Compruebo día con día cómo consume mi energía, cómo se alimenta de mí con su lento e incesante registro. Cada instante, cada frase, cada rostro, cada mirada, cada recuerdo grabado con fuerza, guardado con llave para no perderlo más. Veo, sufro, la falta de control sobre ella. Recomiendo a los que se acercan hablar con cuidado y medir sus palabras. Porque esta caja lo registra todo. Porque estos ojos que ahora no ven lo verán. Porque este torso que ahora no siente sentirá. Porque estas manos que ahora no escriben escribirán.
Porque están, sí que lo están, estos dolores de la memoria. El camino se repite constantemente. El tiempo vuelve a pasar. Desgarrando lentamente mi pecho. Por dentro. Dejando restos de mí en el pavimento. En el viento. Las lágrimas. Los ojos. Las manos. Los pies. No hay quien pueda librarlo. Pienso. Porque la memoria es insaciable. Porque para pensar hace falta sentir y para sentir llorar. Porque duele recordar. Cada minuto. Antes y después. Durante. Recurrentes. Vuelven como un golpe en el rostro. Como un mazo en el abdomen. Como una mirada perdida que nunca verá más.
¿Para qué caminar si el camino no cesa? Si recurre insaciablemente a masticar una vez más. ¿Para qué tener memoria, para qué ser alguien, para qué? Si nunca dejará de volver. ¿Cómo olvidarla en el bolsillo de alguien más? ¿Cómo entregarla a manos llenas, en un profundo abrazo, perderse y ya?
¡Qué pesada la memoria! Y qué dolorosa sin necesidad. ¡Qué manera tan contundente de existir!
Recurrir.
Thursday, March 18, 2010
The Best
Anglo-Saxon philosophers seem to be pretty keen on rankings. They rank everything: the best x-year graduate student, the best x-term paper, the best graduate project, the best faculty teaching, the best student-teaching, the best junior, the best senior, the best x-area department, the best department, the best area, the best student, the best philosopher. But that’s not all. The ranking is not useless. A great number of philosophers guide their behavior according to the rankings.
This attitude seems surprising once we sit down and think about it. Rankings are based on opinions, perhaps well-thought-of opinions; but still, opinions. There is, I believe, only one reason why one would take these opinions as trustworthy evidence: they are the experts’ opinions. But even that, to my mind, is very poor evidence to let one’s behavior be directed by it.
There is, to begin with, the peculiar fact that the set of “experts” is determined itself by the rankings that the experts are meant to fix. This, to my mind, already shows that the evidence is not trustworthy. Imagine a political party claiming to be the best party based on its own rankings.
But suppose this is not a problem. Let us grant that there are “experts” without a doubt. Why should we trust their opinion about their own discipline? Why should we be so Cartesian? Given the way things are, these “experts” will surely be properly said to be experts in a given field, which means, I take it, that they know a lot about the things that are included in that field. But philosophy is not the field they are experts on. Philosophy is a human social (believe it or not) activity. One would have thought that the real experts on this are, say, sociologists, not philosophers. Why should we simply accept that counting votes is all there is to determining what philosophy is? Once again, why should we be so Cartesian? We need some humility here.
Philosophy, I take it, is a matter of theory construction. The “best” philosophers are those capable of producing the “best” theories. But, may I ask, how is it that we pick among theories? Because they work or because those who produce them take them to be “the best”? I take the latter to be unacceptable. So we are left picking among philosophers in virtue of their theories being the right ones to pick. And how do the right philosophical theories end up being distinguished? The answer, I think, is simple: through time. It is not before a great deal of evidence and discussion has taken place that some or other theory is highlighted. And by “time” and “a great deal of evidence” I’m thinking of decades, if not centuries. Things that term by term, or even year by year, rankings simply cannot compute.
What are we left with, then? There’s something rankings do seem to be sensitive to: the current state of opinions of the humans constituting the relevant group. Things might look a little bit better if we modify what we take “the best” to mean. Perhaps once we form our beliefs upon rankings all we are doing, and all we claim to be doing, is to be aiming at “what the voting group elected upon”. This seems less controversial: “the best philosopher” seems to mean little more than “the person that the voting elite voted for.” That seems fine, but still fails to be good enough to guide my actions and planning, unless, of course, I am drawn into behaving aristocratically.
One should be careful even here. In less than a week I have had the unfortunate opportunity to personally meet two of “the best” philosophers. One of them wanted to do some metaphysics after some ethical pushups. He ended up claiming there was nothing particularly explanatory about normative reasons. The other one decided that his conjectures and hunches about a field he claims to ignore where interesting enough for him to lecture a group of professional philosophers that included experts in the field. After an hour-long literature survey only one thing was clear: he was not an expert in the field.
Philosophers should stop worrying about being “the best” philosophers and focus on doing the best they can to come up with serious, rigorous, properly supported theories. Doing otherwise seems to me to be little more than another vanity fair. I am afraid, however, that these “rankings” are atheistic props, allowing academics to satisfy that well-known human need to believe in gods and other super-humans.
This attitude seems surprising once we sit down and think about it. Rankings are based on opinions, perhaps well-thought-of opinions; but still, opinions. There is, I believe, only one reason why one would take these opinions as trustworthy evidence: they are the experts’ opinions. But even that, to my mind, is very poor evidence to let one’s behavior be directed by it.
There is, to begin with, the peculiar fact that the set of “experts” is determined itself by the rankings that the experts are meant to fix. This, to my mind, already shows that the evidence is not trustworthy. Imagine a political party claiming to be the best party based on its own rankings.
But suppose this is not a problem. Let us grant that there are “experts” without a doubt. Why should we trust their opinion about their own discipline? Why should we be so Cartesian? Given the way things are, these “experts” will surely be properly said to be experts in a given field, which means, I take it, that they know a lot about the things that are included in that field. But philosophy is not the field they are experts on. Philosophy is a human social (believe it or not) activity. One would have thought that the real experts on this are, say, sociologists, not philosophers. Why should we simply accept that counting votes is all there is to determining what philosophy is? Once again, why should we be so Cartesian? We need some humility here.
Philosophy, I take it, is a matter of theory construction. The “best” philosophers are those capable of producing the “best” theories. But, may I ask, how is it that we pick among theories? Because they work or because those who produce them take them to be “the best”? I take the latter to be unacceptable. So we are left picking among philosophers in virtue of their theories being the right ones to pick. And how do the right philosophical theories end up being distinguished? The answer, I think, is simple: through time. It is not before a great deal of evidence and discussion has taken place that some or other theory is highlighted. And by “time” and “a great deal of evidence” I’m thinking of decades, if not centuries. Things that term by term, or even year by year, rankings simply cannot compute.
What are we left with, then? There’s something rankings do seem to be sensitive to: the current state of opinions of the humans constituting the relevant group. Things might look a little bit better if we modify what we take “the best” to mean. Perhaps once we form our beliefs upon rankings all we are doing, and all we claim to be doing, is to be aiming at “what the voting group elected upon”. This seems less controversial: “the best philosopher” seems to mean little more than “the person that the voting elite voted for.” That seems fine, but still fails to be good enough to guide my actions and planning, unless, of course, I am drawn into behaving aristocratically.
One should be careful even here. In less than a week I have had the unfortunate opportunity to personally meet two of “the best” philosophers. One of them wanted to do some metaphysics after some ethical pushups. He ended up claiming there was nothing particularly explanatory about normative reasons. The other one decided that his conjectures and hunches about a field he claims to ignore where interesting enough for him to lecture a group of professional philosophers that included experts in the field. After an hour-long literature survey only one thing was clear: he was not an expert in the field.
Philosophers should stop worrying about being “the best” philosophers and focus on doing the best they can to come up with serious, rigorous, properly supported theories. Doing otherwise seems to me to be little more than another vanity fair. I am afraid, however, that these “rankings” are atheistic props, allowing academics to satisfy that well-known human need to believe in gods and other super-humans.
Wednesday, February 17, 2010
Pagliacci
Voy conociendo, mejor dicho, voy comprendiendo la ópera cada vez más. Ahora pienso que es quizás la forma más abstracta de representación que nos hemos permitido imaginar en occidente. Se encuentra varios niveles por encima del mundo que representa y sus límites son permeables.
Las novelas y los cuentos usan las letras para representar el mundo. Los poemas las usan para representar al lenguaje mismo que guarda un mundo. La ópera usa la música y el mundo para representar al lenguaje que representa un mundo que nos permitimos usar para imaginar el nuestro. Los niveles de abstracción se multiplican si, como sucede con “Pagliacci” de Leoncavallo, uno decide hacer ópera para representar una representación hecha por personajes que dentro de la ópera misma son ficción. Poco a poco uno va perdiendo la cuenta de las distancias de intensión.
Pagliacci en particular es maravillosa por esto mismo: es una representación operática (léase sustancialmente abstracta) de una forma de vida explícitamente abstracta: la del payaso. El payaso que ya no es hombre, sino ficción. La ficción que poco come y lo demás lo imagina. Una imaginación que ha consumido por completo a esa supuesta realidad no imaginaria. Una imaginación que se convierte claramente en la realidad misma.
Pero no sólo ésto, la complejidad fingida, es lo que vuelve a Pagliacci una representación maravillosa. Hay mucho más por decir en su favor. Pagliacci logra mostrar, con una soberana sustancia emocional y retórica, la ficción que nos abarca. A todos nos gusta llevar un personaje. Lo vestimos, alimentamos y recordamos. Lo abrazamos y, no pocas veces, lo odiamos. Creemos en las normas, en los grupos, las identidades y los deberes.
En pocas palabras, Pagliacci nos muestra al payaso que todos somos (y no meramente al que llevamos dentro). Pagliacci logra maravillosamente cerrar el círculo intensional para terminar en el núcleo mismo de lo que separa a los humanos de los demás animales: vivimos, casi siempre, en el mundo de nuestra imaginación.
Una representación tan maravillosa no podría cerrar sin una recomendación. La tentación es demasiado fuerte y Leoncavallo cae. Pero, aún en este punto, lo hace de manera elegante, por no decir correcta. Si nuestra ficción se vuelve una tragedia lo más que uno puede hacer, corrijo, lo que uno debe hacer es reconocer su propio carácter. No somos hombres. Somos payasos.
(El mejor sonido, pero...)
Eppur… é d’ uopo… sforzati!
Bah! Sei tu forse un uom!
Tu sei Pagliaccio!
Vesti la giubba e la faccia infarina.
La gente paga e rider vuole qua.
E se Arlecchin t’invola Colombina,
Ridi Pagliaccio, e ognum applaudirá!
Tramuta in lazzi lo spasmo ed il pianto;
In una smorfia il singhiozzo e il dolore…
Ridi Pagliaccio, sul tuo amore infranto!
Ridi del duo! Che t’avvelena il cor!
(Mejor representación con subtítulo)
Postdata: Algunos de los más cercanos creadores de la ópera parecen simplemente no entender la riqueza de la misma. Domingo interpreta el papel principal en “Pagliacci” de Leoncavallo y en “Cavaleria Rusticana” de Mascagni. De la primera ya sabemos. De la segunda cabe decir que es una soberana porquería. No he encontrado mejor manera de destruir la sustancia misma de la ópera: su enorme capacidad de hacer ficción sobre la ficción, sobre la ficción.
Las novelas y los cuentos usan las letras para representar el mundo. Los poemas las usan para representar al lenguaje mismo que guarda un mundo. La ópera usa la música y el mundo para representar al lenguaje que representa un mundo que nos permitimos usar para imaginar el nuestro. Los niveles de abstracción se multiplican si, como sucede con “Pagliacci” de Leoncavallo, uno decide hacer ópera para representar una representación hecha por personajes que dentro de la ópera misma son ficción. Poco a poco uno va perdiendo la cuenta de las distancias de intensión.
Pagliacci en particular es maravillosa por esto mismo: es una representación operática (léase sustancialmente abstracta) de una forma de vida explícitamente abstracta: la del payaso. El payaso que ya no es hombre, sino ficción. La ficción que poco come y lo demás lo imagina. Una imaginación que ha consumido por completo a esa supuesta realidad no imaginaria. Una imaginación que se convierte claramente en la realidad misma.
Pero no sólo ésto, la complejidad fingida, es lo que vuelve a Pagliacci una representación maravillosa. Hay mucho más por decir en su favor. Pagliacci logra mostrar, con una soberana sustancia emocional y retórica, la ficción que nos abarca. A todos nos gusta llevar un personaje. Lo vestimos, alimentamos y recordamos. Lo abrazamos y, no pocas veces, lo odiamos. Creemos en las normas, en los grupos, las identidades y los deberes.
En pocas palabras, Pagliacci nos muestra al payaso que todos somos (y no meramente al que llevamos dentro). Pagliacci logra maravillosamente cerrar el círculo intensional para terminar en el núcleo mismo de lo que separa a los humanos de los demás animales: vivimos, casi siempre, en el mundo de nuestra imaginación.
Una representación tan maravillosa no podría cerrar sin una recomendación. La tentación es demasiado fuerte y Leoncavallo cae. Pero, aún en este punto, lo hace de manera elegante, por no decir correcta. Si nuestra ficción se vuelve una tragedia lo más que uno puede hacer, corrijo, lo que uno debe hacer es reconocer su propio carácter. No somos hombres. Somos payasos.
(El mejor sonido, pero...)
Eppur… é d’ uopo… sforzati!
Bah! Sei tu forse un uom!
Tu sei Pagliaccio!
Vesti la giubba e la faccia infarina.
La gente paga e rider vuole qua.
E se Arlecchin t’invola Colombina,
Ridi Pagliaccio, e ognum applaudirá!
Tramuta in lazzi lo spasmo ed il pianto;
In una smorfia il singhiozzo e il dolore…
Ridi Pagliaccio, sul tuo amore infranto!
Ridi del duo! Che t’avvelena il cor!
(Mejor representación con subtítulo)
Postdata: Algunos de los más cercanos creadores de la ópera parecen simplemente no entender la riqueza de la misma. Domingo interpreta el papel principal en “Pagliacci” de Leoncavallo y en “Cavaleria Rusticana” de Mascagni. De la primera ya sabemos. De la segunda cabe decir que es una soberana porquería. No he encontrado mejor manera de destruir la sustancia misma de la ópera: su enorme capacidad de hacer ficción sobre la ficción, sobre la ficción.
Wednesday, February 10, 2010
Del otro lado
El jueves tuve una cena con Andy. Ivan y yo defendíamos pronto. Sus primeros alumnos, tal vez discípulos, en algún nivel de abstracción. Hablamos de muchas cosas. La vida académica, la regla de responsabilidad profesor alumno - según la cual como profesor uno tiene la responsabilidad de cubrir el monto total del costo por el consumo de cervezas que el alumno encuentre necesarias durante cada asesoría – y la libre agencia. Ésta última me intrigó aún más: “Lo interesante” decía Andy “sobre defender la tesis doctoral consiste en que uno deja de pensar para convencer a otras personas (como al comité) y comienza a hacer lo que le viene en gana.”
El viernes pasado defendí. Eric, director del espectáculo, me había pedido que limitara la exposición. Días antes de la defensa recibí un mensaje atronador: “sospecho que tu teoría de la intencionalidad sobre-genera demasiado y sigo sin entender las unidades epistémicos desligadas que propones como solución al caso de los nombres vacíos.” Unos días antes había recibido los comentarios de Marilyn: “lo que dices sobre creencia y ficción es suficientemente incompleto como para trivializar tu teoría.”
Dediqué setenta y dos horas a preparar una exposición en diapositivas. El día de la defensa abrí los ojos a las cinco am. Entre dimes y diretes mentales logré vestirme y salí al gimnasio. No recuerdo bien qué hice o qué intenté hacer. Sólo recuerdo con cerré mi visita con una corriendo quince minutos sin mirar el cronómetro hasta el final. Trataba de luchar contra mi mismo, contra la necesidad de encontrarme, señalarme, de buscar mi avance a lo largo del tiempo. Terminé satisfecho por mi desatención y con una potencial asfixia por asma. Media hora después mi respiración seguía siendo problemática. Los diez minutos del sauna no ayudaron.
Todo resultó más placentero de lo que esperaba. Hablé prácticamente durante dos horas. El examen terminó por ser una charla y, muy contra mis expectativas, logré resolver, al menos parcialmente, las objeciones del comité. Ahora pienso que todo esto fue resultado de un trabajo en equipo. El café, las galletas y los chocolates que Catalina llevó al examen surtieron su efecto. El público, entre los que estaban profesores de filosofía y amigos no filósofos, parecía estar muy cómodo. Es difícil fallar cuando se tiene tanto apoyo.
La fiesta no se hizo esperar y los múltiples regalos de Catalina tampoco. Fue un fin de semana que sólo Catalina es capaz de realizar. Un fin de semana en el que, no obstante, nunca logré entender qué es lo que había hecho.
Ahora, a la distancia, todo resulta mucho más claro. Comienzo a sentir la libertad de la que me hablaba Andy. Ayer, por ejemplo, me encontré con uno de los múltiples veteranos de Irak que vuelven poco a poco a este país. Decir que tiene un trauma es como subrayar la redondez del círculo. Hablaba con algún compañero no presente, mientras miraba, sentado, el piso: “Sí, aquí estoy. No te veo. ¿En dónde estás?”. Comienzo a preguntarme si es moralmente permisible borrar la memoria de las personas. Si una y la misma persona puede, moralmente, decidir perder sus memorias y convertirse, así, en otra persona. Ayer me resultaba algo sinceramente deseable.
Ahora sospecho que tener el doctorado consiste en desear librarse de uno mismo mientras se cree librar a la filosofía de sí.
El viernes pasado defendí. Eric, director del espectáculo, me había pedido que limitara la exposición. Días antes de la defensa recibí un mensaje atronador: “sospecho que tu teoría de la intencionalidad sobre-genera demasiado y sigo sin entender las unidades epistémicos desligadas que propones como solución al caso de los nombres vacíos.” Unos días antes había recibido los comentarios de Marilyn: “lo que dices sobre creencia y ficción es suficientemente incompleto como para trivializar tu teoría.”
Dediqué setenta y dos horas a preparar una exposición en diapositivas. El día de la defensa abrí los ojos a las cinco am. Entre dimes y diretes mentales logré vestirme y salí al gimnasio. No recuerdo bien qué hice o qué intenté hacer. Sólo recuerdo con cerré mi visita con una corriendo quince minutos sin mirar el cronómetro hasta el final. Trataba de luchar contra mi mismo, contra la necesidad de encontrarme, señalarme, de buscar mi avance a lo largo del tiempo. Terminé satisfecho por mi desatención y con una potencial asfixia por asma. Media hora después mi respiración seguía siendo problemática. Los diez minutos del sauna no ayudaron.
Todo resultó más placentero de lo que esperaba. Hablé prácticamente durante dos horas. El examen terminó por ser una charla y, muy contra mis expectativas, logré resolver, al menos parcialmente, las objeciones del comité. Ahora pienso que todo esto fue resultado de un trabajo en equipo. El café, las galletas y los chocolates que Catalina llevó al examen surtieron su efecto. El público, entre los que estaban profesores de filosofía y amigos no filósofos, parecía estar muy cómodo. Es difícil fallar cuando se tiene tanto apoyo.
La fiesta no se hizo esperar y los múltiples regalos de Catalina tampoco. Fue un fin de semana que sólo Catalina es capaz de realizar. Un fin de semana en el que, no obstante, nunca logré entender qué es lo que había hecho.
Ahora, a la distancia, todo resulta mucho más claro. Comienzo a sentir la libertad de la que me hablaba Andy. Ayer, por ejemplo, me encontré con uno de los múltiples veteranos de Irak que vuelven poco a poco a este país. Decir que tiene un trauma es como subrayar la redondez del círculo. Hablaba con algún compañero no presente, mientras miraba, sentado, el piso: “Sí, aquí estoy. No te veo. ¿En dónde estás?”. Comienzo a preguntarme si es moralmente permisible borrar la memoria de las personas. Si una y la misma persona puede, moralmente, decidir perder sus memorias y convertirse, así, en otra persona. Ayer me resultaba algo sinceramente deseable.
Ahora sospecho que tener el doctorado consiste en desear librarse de uno mismo mientras se cree librar a la filosofía de sí.
Sunday, January 31, 2010
De voto en voto
Después de tanto andar. Después de tanto escribir, tanto leer, tanto pensar. Después de tanta furia, tanta acidez, tantas pastillas. Después de tantas millas, tantos sellos. Después de tanto y tanto interrogatorio, por todos lados. Hoy estoy sentado viendo esta aventura pasar. Pasan seminarios, estudiantes, textos, dudas. Pasan preguntas. Pasa el invierno. Pasa la nieve. Pasan las nubes. Y esta aventura pasa también. El viaje a Ann Arbor se termina.
Ahora sólo me queda esperar, aquí, sentado, los votos. La aventura completa se reduce a esos cuatro votos que me permitan, mejor que ningún pasaporte, salir de aquí. Tengo dos y cuento de voto en voto. Los veo pasar. Lentamente. Muy lentamente.
De pronto la aventura entera está en el aire. ¿Qué será de todo esto? De pronto me siento en el rincón de los acusados. Imagino al jurado deliberar. Esa interesante manera de perder el tiempo y torturar.
Me siento en un umbral. Lo imagino eterno. ¿Será posible perdurar así?
Ahora sólo me queda esperar, aquí, sentado, los votos. La aventura completa se reduce a esos cuatro votos que me permitan, mejor que ningún pasaporte, salir de aquí. Tengo dos y cuento de voto en voto. Los veo pasar. Lentamente. Muy lentamente.
De pronto la aventura entera está en el aire. ¿Qué será de todo esto? De pronto me siento en el rincón de los acusados. Imagino al jurado deliberar. Esa interesante manera de perder el tiempo y torturar.
Me siento en un umbral. Lo imagino eterno. ¿Será posible perdurar así?
Saturday, January 09, 2010
Hechos son Deseos
Los hechos son deseos irreparables.
Cada nueve de Enero celebrábamos juntos. Hoy es el cumpleaños de mi madre. Cada año me recibe con sorpresas. Hace un año desperté ante un mar rojo en la Riviera Maya. Hoy ante un cielo azul, limpio, en Ann Arbor. Ha sido un día hermoso, brillante, cálido. Y trágico.
Me encuentro deseando encontrarlos. Peor aún. Encuentro, después de pensar y caminarlo un poco, que deseo no desear encontrarlos. Deseo no desear, sí; pero no quiero no quererlos más.
Quisiera recibir algún mensaje de su parte. Un aplauso. Quisiera no querer recibirlo. Y no por eso dejar de buscarlos.
Hoy, más que antes, lo descubro.
Los hechos son deseos irreparables. Todo lo demás son eventos.
Cada nueve de Enero celebrábamos juntos. Hoy es el cumpleaños de mi madre. Cada año me recibe con sorpresas. Hace un año desperté ante un mar rojo en la Riviera Maya. Hoy ante un cielo azul, limpio, en Ann Arbor. Ha sido un día hermoso, brillante, cálido. Y trágico.
Me encuentro deseando encontrarlos. Peor aún. Encuentro, después de pensar y caminarlo un poco, que deseo no desear encontrarlos. Deseo no desear, sí; pero no quiero no quererlos más.
Quisiera recibir algún mensaje de su parte. Un aplauso. Quisiera no querer recibirlo. Y no por eso dejar de buscarlos.
Hoy, más que antes, lo descubro.
Los hechos son deseos irreparables. Todo lo demás son eventos.
Tuesday, January 05, 2010
A Su Salud!
Familia querida, he terminado.
Cinco años después de ese primer encuentro serio con la academia, cierro ahora el círculo con el doctorado. Me tardé mucho, lo sé. Disculpen. Resultó imposible terminar a tiempo.
Habrá defensa. Sí. La cita es el viernes cinco de Febrero a las once treinta de la mañana en la sala Lewis del edificio Rackham de la escuela de Posgrado.
Al igual que hace cinco años, tendré que defender mis creencias a capa y espada, contra viento y marea. En esta ocasión, la batalla promete ser aún más carnicera. (Lo siento Consuelo. Así es la filosofía. Pero ya estoy un tanto curtido. No temas.) Esta vez prometo llevar galletas y café o quizá mejor thé (sí ‘thé’, como lo escribimos nosotros en el menú del Paraíso) para calmar las ansias de la audiencia.
A diferencia de hace cinco años, esta vez el asunto será en inglés, una lengua que ustedes ni por asomo. No dudo que tu, princesita, entiendas algo. Pero ya ves que ni en chilango se entiende lo que hago. Así que recomiendo ampliamente ahorrarse la molestia de sacar visas y pasar por aduanas. El camino es difícil y lleva sus riesgos. El evento no lo amerita. Su ausencia será comprendida. (¡Celebremos en México, frente al mar!)
No entristezcan. Esta tesis está dedicada a ustedes. La pueden encontrar aquí, al final del camino que viene y va desde el mar.
También se pueden dar una idea de lo que ha sido esta aventura escuchando el siguiente resumen sonoro de estos años a la distancia.
Los quiere y extraña,
--edy
Cinco años después de ese primer encuentro serio con la academia, cierro ahora el círculo con el doctorado. Me tardé mucho, lo sé. Disculpen. Resultó imposible terminar a tiempo.
Habrá defensa. Sí. La cita es el viernes cinco de Febrero a las once treinta de la mañana en la sala Lewis del edificio Rackham de la escuela de Posgrado.
Al igual que hace cinco años, tendré que defender mis creencias a capa y espada, contra viento y marea. En esta ocasión, la batalla promete ser aún más carnicera. (Lo siento Consuelo. Así es la filosofía. Pero ya estoy un tanto curtido. No temas.) Esta vez prometo llevar galletas y café o quizá mejor thé (sí ‘thé’, como lo escribimos nosotros en el menú del Paraíso) para calmar las ansias de la audiencia.
A diferencia de hace cinco años, esta vez el asunto será en inglés, una lengua que ustedes ni por asomo. No dudo que tu, princesita, entiendas algo. Pero ya ves que ni en chilango se entiende lo que hago. Así que recomiendo ampliamente ahorrarse la molestia de sacar visas y pasar por aduanas. El camino es difícil y lleva sus riesgos. El evento no lo amerita. Su ausencia será comprendida. (¡Celebremos en México, frente al mar!)
No entristezcan. Esta tesis está dedicada a ustedes. La pueden encontrar aquí, al final del camino que viene y va desde el mar.
También se pueden dar una idea de lo que ha sido esta aventura escuchando el siguiente resumen sonoro de estos años a la distancia.
Los quiere y extraña,
--edy
Integrating Intelligence
Today Ken Walton defined the philosophical enterprise in what seems to me to be the best way:
"Philosophy is a matter of theory construction. Philosophical theories are empirical theories. It is not asurprise, then, that empirical research is of philosophical relevance."
I happen to agree with Walton's view wholeheartedly. That is why I always have a feeling of frustration when I see philosophers having a hard time constructing incredibly complex (and sometimes just incredible) theories to resolve "philosophical puzzles" without paying any attention whatsoever to empirical research. This negligent phenomenon happens repeatedly for philosophical theories of language and mind that blatantly ignore the data collected by cognitive psychologists and psycholinguists.
I always feel "terrified" by this negligence. That is why I find Mr. Obama's remarks (on the intelligence mistakes that gave place to the recent failed terrorist attack) to be absolutely on topic:
“This was not a failure to collect intelligence, it was a failure to integrate and understand the intelligence that we already had.”
That's what I feel about longstanding philosophical conundrums: that they are still unresolved is not owed to a lack of data collection, but of intelligence integration.
"Philosophy is a matter of theory construction. Philosophical theories are empirical theories. It is not asurprise, then, that empirical research is of philosophical relevance."
I happen to agree with Walton's view wholeheartedly. That is why I always have a feeling of frustration when I see philosophers having a hard time constructing incredibly complex (and sometimes just incredible) theories to resolve "philosophical puzzles" without paying any attention whatsoever to empirical research. This negligent phenomenon happens repeatedly for philosophical theories of language and mind that blatantly ignore the data collected by cognitive psychologists and psycholinguists.
I always feel "terrified" by this negligence. That is why I find Mr. Obama's remarks (on the intelligence mistakes that gave place to the recent failed terrorist attack) to be absolutely on topic:
“This was not a failure to collect intelligence, it was a failure to integrate and understand the intelligence that we already had.”
That's what I feel about longstanding philosophical conundrums: that they are still unresolved is not owed to a lack of data collection, but of intelligence integration.
Sunday, January 03, 2010
À la recherche
Cuando uno se dedica a rebuscar entre la mente y el lenguaje, a punto ya de terminar los puntos y dejar las disertaciones, inevitablemente recae, redunda. Encuentra poco a poco los límites, nada extraordinarios en realidad, de la lengua y sus usos. La cosa es mucho más sencilla de lo que sugieren las teorías. Sobre todo aquellas que, como las Fregeanas, se basan en mitologías aritméticas idealizantes. La cosa ésta que ahora uso y desuso no es un prístino espejo de reproducibilidad infinita con alcances aléphicos. No. Nada más alejado de la realidad. La cosa ésta que llamamos 'lengua' no es sino un humilde producto humano plagado de quiebres, rupturas, inconsistencias y limitaciones. No se trata de reforzarlo. Se trata de entenderlo.
No hay otra manera de explicar cómo ha de ser cierto esto:
"Esto es una afirmación, no una negación"
¿Será que es y no? ¿Una paradoja más? ¿Empírica, proposicional, teorético-conjuntista? No. No. Nada. Cosa simple. Así funciona.
No hay otra manera de explicar cómo ha de ser cierto esto:
"Esto es una afirmación, no una negación"
¿Será que es y no? ¿Una paradoja más? ¿Empírica, proposicional, teorético-conjuntista? No. No. Nada. Cosa simple. Así funciona.
Identidades Conflictivas
Hace tiempo lo voy pensando, pero la tesis no me permite escribirlo. Desde hace años tengo la vaga certeza de que las identidades nacionales son, además de ficticias, terriblemente peligrosas. Son terriblemente reales, también, gracias a la eficacia con la que se reproducen. Si todos creen que existen, todos se encargan de hacerlas sentir.
Hace unas semanas fuimos una vez más a visitar a la familia en Toronto. El “estado” canadiense decidió complicarnos el viaje. Ahora son necesarias las visas. La agente aduanal aprovechó para recalcarlo: “Do you have a visa? Yes, it should be stamped. You know you need a visa, right? Mexican citizens need a visa now.” Es curioso descubrir cómo, al igual que sus vecinos del sur de quienes tanto dicen distinguirse, los canadienses comienzan a creer que su tierra es el centro del mundo, el prometido paraíso al cual todo jodido quiere ir.
En una tarde en particular nos topamos con una comensal muy peculiar en un restaurante japonés. La mujer, proveniente de Europa del este, tendría alrededor de 70 años de edad. “Don’t stay here! I should have never come to Canada. I am now too old and alone. I have no one to take care of me and no job. I have no way to go back home. You’re young. If you can, don’t stay in Canada.”
Ese mismo día, en una cena, compartimos la mesa con un inmigrante alemán, su compañera de origen maltés y su progenie canadiense. En algún punto la discusión derivó en las inconveniencias de la inmigración. Sorprendentemente, el punto de vista que defendía el alemán no era el del inmigrante (el cual uno hubiese esperado como natural) sino el del hospedero. La inmigración era un problema no porque fuese difícil de llevar a cabo, sino porque era difícil de aceptar, porque estaba destruyendo las costumbres y derrochando los recursos de los canadienses.
Surgió el ejemplo de los sikh: abarrotan las fronteras canadienses hoy día (aparentemente). Hay que combatirlos, decía el canadiense alemán. “Ahora resulta que incluso como oficiales de policía quieren seguir usando su turbante. Y los canadienses se los permiten. Qué vergüenza!” Mi asombro fue lo suficientemente profundo para guardar silencio. El alemán cerró la conversación con una frase terrible: “These canadians are too soft! If you don’t like a country, leave.”
¿Qué carajos es la nación? ¿Un conjunto de creencias, hábitos, deseos, presuposiciones, metas? ¿Cuáles? ¿Cómo puede alguien, en el curso de una vida, volverse perseguido para luego ser perseguidor? ¿Cómo puede la memoria ser tan dominada por una imaginación tan viciada? ¿Cómo puede alguien con dos dedos de frente y un poco de información creer que hay tal cosa como un grupo que no ha emigrado?
Recién leo un artículo concordante del Economist. Las grandes naciones son como los grandes fraudes, las grandes empresas con estructura de pirámide. Al igual que las pirámides, las naciones funcionan porque sus integrantes creen en ellas y sus beneficios. Por eso trabajan con ellas, para ellas, por ellas. A diferencia de las pirámides, las naciones tienen una mayor capacidad de convocatoria (i.e., las armas).
Parece que una clave importante en el funcionamiento del proyecto Hobbesiano es el constante recuerdo de que el estado, la nación, no es más que una ficción que inventamos para nuestro beneficio. Es cuando olvidamos esto, el evento mismo de invención política, que las naciones y sus identidades se vuelven en nuestra contra.
¡Qué terribles pueden ser las naciones y sus identidades! ¡Destructivas!
Hace unas semanas fuimos una vez más a visitar a la familia en Toronto. El “estado” canadiense decidió complicarnos el viaje. Ahora son necesarias las visas. La agente aduanal aprovechó para recalcarlo: “Do you have a visa? Yes, it should be stamped. You know you need a visa, right? Mexican citizens need a visa now.” Es curioso descubrir cómo, al igual que sus vecinos del sur de quienes tanto dicen distinguirse, los canadienses comienzan a creer que su tierra es el centro del mundo, el prometido paraíso al cual todo jodido quiere ir.
En una tarde en particular nos topamos con una comensal muy peculiar en un restaurante japonés. La mujer, proveniente de Europa del este, tendría alrededor de 70 años de edad. “Don’t stay here! I should have never come to Canada. I am now too old and alone. I have no one to take care of me and no job. I have no way to go back home. You’re young. If you can, don’t stay in Canada.”
Ese mismo día, en una cena, compartimos la mesa con un inmigrante alemán, su compañera de origen maltés y su progenie canadiense. En algún punto la discusión derivó en las inconveniencias de la inmigración. Sorprendentemente, el punto de vista que defendía el alemán no era el del inmigrante (el cual uno hubiese esperado como natural) sino el del hospedero. La inmigración era un problema no porque fuese difícil de llevar a cabo, sino porque era difícil de aceptar, porque estaba destruyendo las costumbres y derrochando los recursos de los canadienses.
Surgió el ejemplo de los sikh: abarrotan las fronteras canadienses hoy día (aparentemente). Hay que combatirlos, decía el canadiense alemán. “Ahora resulta que incluso como oficiales de policía quieren seguir usando su turbante. Y los canadienses se los permiten. Qué vergüenza!” Mi asombro fue lo suficientemente profundo para guardar silencio. El alemán cerró la conversación con una frase terrible: “These canadians are too soft! If you don’t like a country, leave.”
¿Qué carajos es la nación? ¿Un conjunto de creencias, hábitos, deseos, presuposiciones, metas? ¿Cuáles? ¿Cómo puede alguien, en el curso de una vida, volverse perseguido para luego ser perseguidor? ¿Cómo puede la memoria ser tan dominada por una imaginación tan viciada? ¿Cómo puede alguien con dos dedos de frente y un poco de información creer que hay tal cosa como un grupo que no ha emigrado?
Recién leo un artículo concordante del Economist. Las grandes naciones son como los grandes fraudes, las grandes empresas con estructura de pirámide. Al igual que las pirámides, las naciones funcionan porque sus integrantes creen en ellas y sus beneficios. Por eso trabajan con ellas, para ellas, por ellas. A diferencia de las pirámides, las naciones tienen una mayor capacidad de convocatoria (i.e., las armas).
Parece que una clave importante en el funcionamiento del proyecto Hobbesiano es el constante recuerdo de que el estado, la nación, no es más que una ficción que inventamos para nuestro beneficio. Es cuando olvidamos esto, el evento mismo de invención política, que las naciones y sus identidades se vuelven en nuestra contra.
¡Qué terribles pueden ser las naciones y sus identidades! ¡Destructivas!
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