Sé muy bien desde cuándo lo tengo, pero no logro recordar tanto. Cada vez que algo sale de cuadro. Siempre que una llamada no llega en el lapso esperado, que el timbre no suena, la puerta no se abre, el motor no se escucha, la llave no entra en su chapa. Cada vez que la historia se gira un poco sobre sí misma, para dejar sus costumbres, su rutina. Siento un lento y sustancial vacío que me obliga a repensarlo todo. Todo. No es bueno, lo sé. Pero es un hábito.
Nadie sabe bien a bien de dónde vienen, mucho menos por qué vendrán. Pero abundan los hábitos. Nos vuelven predecibles. Dicen mucho. Casi siempre demasiado. Desde el hábito de abrir los ojos a las seis de la mañana, hasta el hábito de tomar el llavero por la tira de pequeñas perlas de color que cuelgan de él para después, a media cintura, precipitar las llaves hasta dar con la adecuada. Todos, los hábitos, nos forman.
Pero no sólo. También nos anuncian. Era posible distinguir, sin margen de error, si el que entraba al patio frontal del edificio era Papá, Mamá u otro cualquiera. Él jugaba con sus llaves así. Ella asá. Nunca supe a detalle el mecanismo de cada uno. Imagino recordar que él seguía jugando con las llaves una vez pasada la puerta principal. Siempre. Todos los días. Sábado, Domingo o Lunes. Sin falta. Ella parecía tener menos interés en la melodía. Lo cierto es que sus hábitos los denunciaban. Me permitían anticipar la llegada de un hombre semidespierto y una mujer exhausta.
Y así uno va formando una historia, creencias, expectativas, predicciones. Las llamadas se hacen en Domingo, por la tarde. Antes de la cena. Sólo así nos encontramos todos un tanto tranquilos. Con suficiente tiempo para olvidar un poco la ansiedad, el estrés de la semana. No podía ser muy tarde por que ya pronto comenzaba la semana. Se iba a la cama temprano. El supermercado los esperaba a las seis. Los comensales a las ocho. Así siempre. Domingo con Domingo. Puntualmente esperando esa llamada, entre la comida y la cena. Sin falta. Todos parecían tener interés en la escucha. Lo cierto es que sus hábitos los denunciaban. Me permitían reconocer una vez más a esa familia.
Porque la historia tiene el mal hábito de romperse. Gira de vez en cuando sobre si misma, para dejar sus costumbres, su rutina. Para dejarlo a uno en ascuas, lleno de anuncios previos. De esperanzas que no se pueden cumplir. Llega así un Domingo sin su acompañante llamada. El timbre no suena, la llave no entra, la puerta no se abre, el motor no se escucha.
Se obliga uno a desatender los hábitos. No habrá más juego de llaves. Ni así. Ni asá.
Así adquiere uno el hábito, como cualquiera otro, con fuerza, inercia, sin darse cuenta. Así se encuentra uno anunciando la caída de más hábitos. Siempre que la historia se tuerce un poco siento un lento y sustancial vacío que me obliga a repensarlo todo. Cuando falta una llamada acordada, cuando no suena el timbre o no entra la llave, no se abre la puerta, no se escucha el motor. Siempre. Me encuentro automáticamente rehaciendo este mundo una vez más. Para desatender a los hábitos respectivos de quien no ha llamado, de aquél cuya llave no ha entrado, por quien la puerta no se ha abierto, por quien el motor no se oye más.
Sé muy bien desde cuándo, pero no quiero recordar tanto. Tengo el mal hábito de repensarme desde un profundo abandono, una completa soledad, cada vez que algo sale un poco, aunque sea un poco, fuera de cuadro. Siempre que un viaje se alarga, que una llamada se pospone. Siempre que un hábito es incumplido, lo doy todo por terminado. Un corte abrupto. Sin tragedia ni más.
Se multiplica. En diferentes niveles. Nos hace esperar lo mejor y lo peor. De ahí que sea un mal el hábito.