Hace tiempo lo voy pensando, pero la tesis no me permite escribirlo. Desde hace años tengo la vaga certeza de que las identidades nacionales son, además de ficticias, terriblemente peligrosas. Son terriblemente reales, también, gracias a la eficacia con la que se reproducen. Si todos creen que existen, todos se encargan de hacerlas sentir.
Hace unas semanas fuimos una vez más a visitar a la familia en Toronto. El “estado” canadiense decidió complicarnos el viaje. Ahora son necesarias las visas. La agente aduanal aprovechó para recalcarlo: “Do you have a visa? Yes, it should be stamped. You know you need a visa, right? Mexican citizens need a visa now.” Es curioso descubrir cómo, al igual que sus vecinos del sur de quienes tanto dicen distinguirse, los canadienses comienzan a creer que su tierra es el centro del mundo, el prometido paraíso al cual todo jodido quiere ir.
En una tarde en particular nos topamos con una comensal muy peculiar en un restaurante japonés. La mujer, proveniente de Europa del este, tendría alrededor de 70 años de edad. “Don’t stay here! I should have never come to Canada. I am now too old and alone. I have no one to take care of me and no job. I have no way to go back home. You’re young. If you can, don’t stay in Canada.”
Ese mismo día, en una cena, compartimos la mesa con un inmigrante alemán, su compañera de origen maltés y su progenie canadiense. En algún punto la discusión derivó en las inconveniencias de la inmigración. Sorprendentemente, el punto de vista que defendía el alemán no era el del inmigrante (el cual uno hubiese esperado como natural) sino el del hospedero. La inmigración era un problema no porque fuese difícil de llevar a cabo, sino porque era difícil de aceptar, porque estaba destruyendo las costumbres y derrochando los recursos de los canadienses.
Surgió el ejemplo de los sikh: abarrotan las fronteras canadienses hoy día (aparentemente). Hay que combatirlos, decía el canadiense alemán. “Ahora resulta que incluso como oficiales de policía quieren seguir usando su turbante. Y los canadienses se los permiten. Qué vergüenza!” Mi asombro fue lo suficientemente profundo para guardar silencio. El alemán cerró la conversación con una frase terrible: “These canadians are too soft! If you don’t like a country, leave.”
¿Qué carajos es la nación? ¿Un conjunto de creencias, hábitos, deseos, presuposiciones, metas? ¿Cuáles? ¿Cómo puede alguien, en el curso de una vida, volverse perseguido para luego ser perseguidor? ¿Cómo puede la memoria ser tan dominada por una imaginación tan viciada? ¿Cómo puede alguien con dos dedos de frente y un poco de información creer que hay tal cosa como un grupo que no ha emigrado?
Recién leo un artículo concordante del Economist. Las grandes naciones son como los grandes fraudes, las grandes empresas con estructura de pirámide. Al igual que las pirámides, las naciones funcionan porque sus integrantes creen en ellas y sus beneficios. Por eso trabajan con ellas, para ellas, por ellas. A diferencia de las pirámides, las naciones tienen una mayor capacidad de convocatoria (i.e., las armas).
Parece que una clave importante en el funcionamiento del proyecto Hobbesiano es el constante recuerdo de que el estado, la nación, no es más que una ficción que inventamos para nuestro beneficio. Es cuando olvidamos esto, el evento mismo de invención política, que las naciones y sus identidades se vuelven en nuestra contra.
¡Qué terribles pueden ser las naciones y sus identidades! ¡Destructivas!