¿Por qué volver a México? ¿No resulta obvio, acaso, que más vale quedarse allá, del otro lado, con un trabajo universitario, un sueldo, tranquilidad, comodidad, seguridad y reconocimiento? ¿Qué no es obviamente mejor, más relevante, de mayor calidad, tu vida allá al norte? Todas preguntas válidas, aunque necias. Preguntas que los demás plantean. Los que no están y no estuvieron allá.
Digo necias porque no permiten respuesta alguna. Son preguntas retóricas, quizás. Toma tiempo, aunque no es difícil, explicar por qué no es obvio que uno deba quedarse, allá, al norte. Y después de darse el tiempo, con la evidencia en mano, se descubre la necedad de la pregunta. No es por eso que uno vuelve a México.
Pasa uno, pues, por las esquinas relevantes recogiendo puntos y cerrando oraciones. Falso. Quedarse allá no siempre será con un trabajo universitario. Menos aún con el trabajo universitario que uno busca. Falso. Quedarse no traerá consigo un salario asegurado. Falso. No hay manera de vivir tranquilo en un ambiente de radical protestantismo, con setenta horas de trabajo semanal y la frustración que acompaña a la estúpida creencia de que más de cinco mil filósofos tan sólo pueden ser reconocidos si publican en dos o tres revistas. Falso. Un love seat, calefacción, auto, comida, internet, celular, vino, queso y salmón son de lo más incómodo cuando uno los usa para tomarse el pelo y pensar que todo es lindo, que el trabajo puede esperar, que uno no es una máquina de pensar. No hay comodidad. Falso. Falso. No hay mejor reconocimiento que el de los amigos y no hay mejor receta para el anonimato que arrojarse al proscenio de las luminarias con otros tantos miles de incautos. Falso, Falso, Falso. Nada más falso que pensar que mi vida era, fue y sería mejor allá.
Escribo desde lo que ahora es mi oficina, frente una suerte de bosque cautivo sobre roca volcánica. El viento sopla de vez en cuando. Estoy tranquilo. Pedaleo todos los días de casa al trabajo. Me sobran las horas para terminar mis proyectos. Disfruto los desayunos con calma. Escucho a Catalina sonreír. Veo nuestras quejas. Y lentamente regreso a mi oficina. Todos los días. Tengo un trabajo maravilloso. Me dedico principalmente a imaginar. En un lugar fascinante. Sumamente tranquilo. Un lugar que, sin embargo, parece estar en el ojo del huracán.
Y eso, el huracán, es lo interesante en realidad. Maravillas del trabajo aparte, poco a poco he descubierto que no volvimos a México por la comodidad de nuestra fortuna. Muy por el contrario, volvemos por su incomodidad.
México es un lugar en donde las perversidades y los errores más crasos de la humanidad se muestran de manera explícita. Al igual que el mercado, la política y demás instituciones que forjan la vida humana en este planeta hoy día, no creo en nacionalidades. La miseria, la ignorancia y la esclavitud son productos humanos, no mexicanos. La responsabilidad, si la hay, la llevamos todos. Aquí y allá. Al norte, sur, oriente y occidente. Irse para evitar la miseria, cruzar océanos para no encontrar ignorancia, emigrar para no ver la esclavitud es, creo ahora, un acto de rotunda cobardía. Es reconocer la responsabilidad, verla a los ojos y desviar la mirada.
Pero no es por eso que uno vuelve. No se trata aquí de heroísmos. Es por eso que uno se queda. Es por eso que uno no se va. Uno vuelve, se queda y no más, porque a pesar de hacer las veces de un infierno, la miseria llama, exige resolvera. Aunque no lo sepamos. Lo descubrimos. Porque no importa que el infierno esté encendido, aquí se canta, aquí se baila. Porque no hay nada más motivante que estar en el campo de batalla sin más armas que la voz, la sonrisa, la mirada. Porque es aquí donde la humanidad se esconde. Porque no hay nada más verdadero que un ejército de jaraneros al viento, marcando el cambio, dejando pasar pasando. Porque nada dura más que una nota o un rasgueo, qué mejor manera de olvidar la vida que enfrentar a la miseria con el canto, con la voz, cara a cara.