Océano Atlántico, diciembre 23, 2014. |
Wednesday, December 17, 2014
La necesidad de la reflexión crítica
Eje Central y República de Ecuador, México D.F., Noviembre 20, 2014 |
El diagnóstico más simple y claro sobre el nazismo nos lo regaló Arendt hace ya unas buenas décadas. En pocas palabras, era el siguiente. Para que el holocausto sucediera no hicieron falta monstruos inmensos, ni poderosas máquinas del mal, ni sistemas perversos. Bastó con ciudadanos normales, de mente más bien simplona, medianamente pusilánimes, incapaces de cuestionar y dispuestos a colaborar. En resumen, lo que hizo falta no fue el mal ensimismado sino la ausencia de una reflexión individual, crítica, que sopesa y juzga lo que sucede alrededor.
Hoy día México se encuentra en una encrucijada demasiado similar a la de Europa en esos años previos al nazismo. Por fortuna, el hartazgo y la indignación están combatiendo la ausencia de la reflexión crítica que sopesa y juzga. Por desgracia, también salen a la luz los egos centenarios de quienes se creen dueños de toda capacidad de crítica moral y política. Hace unos días, el subcomandante insurgente Moisés nos regaló una joyita que exhibe esta arrogancia moral (ver aquí).
En su maravillosa muestra de reflexión crítica, y de estatura moral y política desde la cual nos juzga a todos, sostiene tres puntos.
1) Nada ni nadie hace nada bien excepto el zapatismo y los padres de Ayotzinapa.
"los gobiernos no gobiernan, simulan;
los representantes no representan; suplantan;
los jueces no imparten justicia, la venden;
los políticos no hacen política, hacen negocios;
las fuerzas públicas del orden no son públicas y no imponen más orden que el del terror al servicio del que tenga más paga;
la legalidad es el disfraz de la ilegitimidad;
los analistas no analizan, trasplantan sus fobias y sus filias a la realidad;
los críticos no critican, asumen y difunden dogmas;"
Huelga decir que estas críticas se presentan en la forma tradicional de la casa editorial: un cúmulo de juicios sin argumentación y acompañado del uso categórico de términos normativos que presuponen o bien que todos conocen la evidencia a favor de los juicios o bien que el lector es un idiota por no conocer dicha evidencia.
Algo que sí llama la atención es el carácter paradójico de las afirmaciones. Se dice, por ejemplo, que los analistas no analizan, sólo transplantan fobias y filias. Uno piensa, por supuesto, que el autor mismo del texto es un analista. Y por eso uno se pregunta si el autor mismo del texto no estará trasplantando sus fobias y sus filias. O si, como dice de los críticos, ¿no estará más bien asumiendo y difundiendo dogmas en lugar de criticar? Como no se ofrecen argumentos, no es fácil determinar la respuesta a esta pregunta. Pero sí hay trozos de evidencia. Unas líneas más tarde, el autor nos recuerda la verdad incuestionable:
"Porque resulta, amigos y enemigos, que el capitalismo se nutre de la guerra y de la destrucción.
Porque se acabó la época donde los capitales necesitaban de paz y estabilidad social.
Porque en la nueva jerarquía dentro del capital, el especulativo reina y manda, y es su mundo el de la corrupción, la impunidad y el crimen."
El capitalismo, sí, el capitalismo. Todo es culpa del capitalismo y el capitalismo es la causa eficiente de absolutamente todo. No hay más detalles que añadir. Éste es el "análisis" y la "crítica" que, por supuesto, no son sino la proyección de las fobias y los dogmas con los que nació el zapatismo hace ya cosa de treinta años. Pero bueno, no critiquemos a la gente por sus tradiciones, sus fobias y sus filias. Mejor reconozcamos las propias y las de los demás.
2) El segundo punto de la joyita del subcomandante Moisés es la que nos enseña de altruismo: lo que importa es hacerle caso a los padres de Ayotzinapa.
"Nosotras, nosotros, zapatistas del EZLN, pensamos que es tan importante lograr que retomen su lugar las voces de los familiares y compañeros de los asesinados y desaparecidos de Ayotzinapa, que hemos decidido:
1.- Ceder nuestro lugar en el Primer Festival Mundial de las Resistencias y las Rebeldías contra el Capitalismo, a los familiares y compañeros de los Normalistas de Ayotzinapa asesinados y desaparecidos. Pensamos que en sus voces y oídos habrá ecos generosos en y para tod@s l@s que, estando o no estando, participarán en el Festival."
Algo me dice que este reconocimiento del "otro" no es sino una manera de ensalzarse a sí mismo, una de esas curiosas formas que tiene el ego de alimentarse. Comparemos dos posturas. La primera subsume los deseos de uno a los del otro. Lo único que importa son los padres de Ayotzinapa. Por eso nos vamos todos a donde vayan y los apoyamos con lo que propongan. La segunda postura convierte los deseos del otro en los de uno adjudicándole los deseos que uno tiene mientras asume que, obviamente, el otro ha de desear lo mismo que uno, más todavía, desea ser uno mismo. Si no, el otro no valdría tanto la pena. Así, desde esta postura decimos: Lo único que importa son los padres de Ayotzinapa, por eso los invitamos a que sean como nosotros, ocupen nuestro lugar y hasta jueguen a ser la estrellita en el escenario que nosotros mismos creamos. El reconocimiento de Ayotzinapa del subcomandante Moisés parece más una subsunción de Ayotzinapa bajo el Zapatismo que un reconocimiento.
3) El tercer y más importante punto, oscurecido bajo títulos psicoanalíticos como "histeria" y "esquizofrenia" cuando buscan más bien hablar de "personalidad múltiple", es que nadie tienen la autoridad moral para juzgar mal a nadie (¿ni el zapatismo?).
Léase de manera literal. No podemos reprochar nada a nadie. Ni siquiera a aquellos que utilizan el contexto de expresiones públicas y pacíficas de indignación y exigencia de justicia (como las manifestaciones recientes) para provocar la violencia. O como dice el sub Moisés:
"¿Quién es quién para decir que esas demandas, que son las de cualquier ser humano en cualquier parte del mundo, tienen que expresarse de tal o cual forma? ¿Quién escribe el “manual de buenos y malos modos” para expresar el dolor, la rabia, la inconformidad?
Pero bueno, se puede y debe debatir cómo abraza más y mejor la palabra “compañer@”. Si con una voz engolada en lo alto de un templete o si con un vidrio roto. Si con un “Trending Topic” o si con una patrulla policial en llamas. Si con un blog o con un grafiti. O tal vez con todas o tal vez con ninguna de ellas, y cada quién con su cada cual crea, construye, levanta su modo de apoyar."
Es difícil entender estas palabras sino como una pregunta retórica que parece defender un supuesto derecho primigenio de cualquier ser humano, o grupo humano, de manifestarse como se le de la gana: con un blog (como éste, pero también como éste), con una marcha, rompiendo un vidrio, quemando una casa... Me pregunto por qué se detuvo ahí. ¿Por qué no incluir, ya que somos tan generosos, entre las formas aceptables de manifestación la misoginia, el feminicidio, el canibalismo, la tortura? ¿Acaso los agentes de la CIA que torturaban a Abu Zubayda, entre el 2003 y el 2005, hacían algo más que manifestar la frustración e ira que sentían tras los lamentables hechos del 9/11?
Ante preguntas retóricas lo único que queda es ofrecer actitudes necias que buscan tomarlas como preguntas genuinas. ¿Quién es quién para decir qué modos de expresión son aceptables? La respuesta es: todos. Todos los seres humanos somos alguien suficientemente capaz de poner límites, claro, siempre y cuando nos permitamos el lujo de reflexionar críticamente y no sólo de, citando al sub Moisés, proyectar fobias y filias. Así, cualquier persona que no sea subnormal sabrá que es absurdo manifestarse violentamente contra la violencia. Más aún, cualquier persona que no esté nutrida por una profunda arrogancia moral sería capaz, al leer el texto del sub Moisés, que hay una contradicción inmensa en defender A)-C):
A) Que el capitalismo "se nutre de la guerra y la destrucción" (vid supra);
B) Que el capitalismo es el origen de todos los males y debemos eliminarlo; y
C) Que nadie tiene justificación para reprobar los modos violentos y destructivos que tienen algunos de manifestarse.
Si al subcomandante Moisés no le parece absurdo combatir la violencia con violencia, al menos le debería parecer "raro" (no digamos "contradictorio" porque quiénes somos para decir eso) estar defendiendo a quienes, según su decir, nutren al capitalismo con su violencia y destrucción. Este error es tan grande, tan raro, en la joyita zapatista que uno no puede sino imaginar la inmensa arrogancia, la enorme imagen de autoconfirmación moral y excelencia política que deben tener para no identificar errores que uno consideraría dignos de un subnormal.
Pero parece que el subcomandante quiere autoridades, no le bastan razones basadas en consistencias morales y normativas. Bueno, por suerte también tenemos autoridades del lado de quienes sabemos que esta mal manifestarse violentamente. Acá le paso al sub Moisés dos nombres, de entre muchos, muchos otros, de personajes interesantes que escribieron a su modo el manual de "buenos y malos modos" del manifestante que se les perdió en la biblioteca zapatista: Martin Luther King y Mohandas K. Gandhi.
La reflexión de fin de año del zapatismo deja mucho que desear. Eso sí, cumple plenamente la función de oráculo negativo: nos señala confiablemente hacia dónde dirigir nuestro pensamiento al decirnos explícitamente algo que no deberíamos pensar ni hacer. No dejemos de ser críticos, ni de analizar. Ciertamente nunca dejaremos nuestras filias y fobias - porque precisamente en eso consiste ser humano - pero al menos lograremos evitar la arrogancia, la ignorancia y la pusilanimidad que resultan tan necesarios como ingredientes de todo holocausto. Gracias, pues, al sub Moisés por recordarnos la necesidad de la reflexión crítica en su diatriba de la misma.
Wednesday, November 26, 2014
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¿Cómo debe uno entender la decisión, porque no puede ser sino una decisión, que alguien más toma de olvidar el momento en el que, de manera directa y explícita, decidió insultar, humillar o maltratarlo a uno?
Por un lado hay razones para pensar que es un reconocimiento de la falta. El que decide olvidar -por supuesto, no logra olvidar porque el olvido voluntario no es sino una forma del recuerdo- lo hace porque reconoce el daño causado. Decidir olvidar es, desde esta perspectiva, una manera de admitir el error.
Por otro lado, hay razones para pensar que es un acto más de maltrato hacia uno mismo. Quien así se conduce por el mundo simplemente no reconoce en la otra persona a eso, una persona digna de respecto y reconocimiento. Por eso al que voluntariamente olvida la humillación causada a otros simplemente no le preocupa en lo más mínimo si es o no consistente en su trato (o maltrato) a los demás. Así, el olvido voluntario se convierte en una suerte de herramienta de humillación de segundo orden. Es una forma de confirmar la humillación inicial para después insistir en la nimiedad de esa humillación, redundando en la irrelevancia de la persona humillada.
Seguramente ambas opciones se dan lugar en distintos contextos. La pregunta entonces es ¿cómo reconocer o disitnguirlos entre sí? O dicho con una formulación más tradicional: ¿cómo separar la virtud del vicio, que tan cercanos son?
Por un lado hay razones para pensar que es un reconocimiento de la falta. El que decide olvidar -por supuesto, no logra olvidar porque el olvido voluntario no es sino una forma del recuerdo- lo hace porque reconoce el daño causado. Decidir olvidar es, desde esta perspectiva, una manera de admitir el error.
Por otro lado, hay razones para pensar que es un acto más de maltrato hacia uno mismo. Quien así se conduce por el mundo simplemente no reconoce en la otra persona a eso, una persona digna de respecto y reconocimiento. Por eso al que voluntariamente olvida la humillación causada a otros simplemente no le preocupa en lo más mínimo si es o no consistente en su trato (o maltrato) a los demás. Así, el olvido voluntario se convierte en una suerte de herramienta de humillación de segundo orden. Es una forma de confirmar la humillación inicial para después insistir en la nimiedad de esa humillación, redundando en la irrelevancia de la persona humillada.
Seguramente ambas opciones se dan lugar en distintos contextos. La pregunta entonces es ¿cómo reconocer o disitnguirlos entre sí? O dicho con una formulación más tradicional: ¿cómo separar la virtud del vicio, que tan cercanos son?
Tuesday, November 25, 2014
Sinestesia
Hay un color muy específico, tan específico que no merece ser llamado color, que me recuerda muchos días distintos de mi vida y a mi infancia entera también. No merece ser llamado color porque no se identifica con ningún otro por más que se asemejen tonos y brillos. No merece ser llamado color, porque ni siquiera se identifica consigo mismo en los momentos en los que yo no lo escuchaba. Ese color no era más sino lo tocaba. No existía sino lo empujaba o jalaba para alcanzar lo que buscaba. Hay un color que es el color de mis tesoros cuando niño, de mi responsabilidad como adolescente. Es el color del trabajo y de la angustia, el color de mi padre al principio y al final de la jornada.
Cuando uno entraba al restaurante de mis padres, pasando por una larga puerta híbrida, mitad acero mitad cristal, podía ver de frente una gran barra de acero sobre la cuál descansaba una cafetera italiana. A mano derecha estaban las escaleras que llevaban a un amplio espacio abierto que protegía una bodega escondida llena de juguetes míos y de Sandra. Bajo la escalera, a un lado de la barra de acero, había una extraordinaria rocola llena de discos sencillos de vinilo, que dejó de funcionar como tal en los 80s y adquirió la extraordinaria función de caja de seguridad. No deja de ser extraordinario que papá haya decidido guardar su capital bajo la música, entre la música, atrás de la música. A mano izquierda, en la esquina opuesta, flanqueda por dos grandes cuadros que pretendían representar el arco del triunfo visto desde puntos opuestos de Champs Elysée, estaba la caja, un peculiar mueble donde descansaba una caja registradora, de donde salían los tickets y las cuentas, pero también las llaves, las libretas, la agenda directorio, los candados de seguridad, las múltiples copias de la carta de alimentos que sólo se ofrecía por las mañanas, desarmadores de uso cotidiano, toallas de distintos tamaños y uno que otro objeto secretamente escondido en alguno de sus cuatro inmensos cajones de madera en donde cabía todo eso y más. Esos cajones, pegados al muro cubierto de mosaico de Talavera, tenían un color muy específico, un color que sonaba a cajón inútil, que se sentía pesado e inmaniobrable, un cajón que cada vez que lograba abrirse hacía escuchar la música de los metales, plásticos y sordinas que ahí se guardaban. Como un cajón lleno de cubiertos. Como un cajón lleno de sorpresas.
Tendría cuatro o cinco años, no más, cuando descubrí el color específico de esos cajones. Me quedé con papá hasta el cierre porque no quería alejarme de él. Se fueron mi madre y mi hermana. El segundo piso del restaurante era mi reino mientras papá contaba las comidas, los tenedores, los jitomates, los cascos de refresco vacíos, los llenos, los gastos, los ingresos, las deudas, las angustias. Las nombraba y se las comía todas, poco a poco, pedazo a pedazo, mientras yo empujaba mis juguetes por el piso, hasta acercarse al precipicio de la escalera por donde habrían de entregarse a su muerte predestinada. Esa noche, jugando mientras papá contaba y contaba, descubrí el sonido, el olor, la pesadez de ese color específico de los cajones de ese mueble extraño que desde siempre había adquirido el extraño mote de "la caja". Mientras caía mi último juguete al barranco, papá abría con firmeza el primer cajón. El sonido era inconfundible, algo importante sucedía. Estiró el brazo y sacó del cajón un maravilloso cuaderno rayado con pastas de cuero y páginas pintadas en los bordes. Ahí se ascentaban las cuentas, los números, las angustias. Hizo anotaciones y volvió a guardar el cuaderno con recelo. Esa noche supe que ese cajón era importante, que ese color era irrepetible. Esa noche sacrifiqué uno de mis coches favoritos, hubo varios, con tal de mantener algún tipo de contacto con los contenidos de ese cajón. Esa noche el cochecito mártir se convirtió en cochecito espía y ese cajón de ese color se convirtió en mi buhardilla.
Desde entonces y a la fecha, cada vez que siento ese color, cada vez que huelo esa madera dura y despostillada, cada vez que escucho esa pesadez de un cajón que no se quiere abrir, recuerdo a papá y sus cuentas, recuerdo la felicidad y la angustia, recuerdo su gran corazón y todas esas inmensas alegrías y juguetes que siempre me supo guardar en los más profundo de su corazón. Mucho tiempo después, ese color tan específico, demasiado para ser llamado color, adquirió una propiedad más. Desde hace unos años ese color también es el nudo en la garganta, las lágrimas en los ojos y el dolor en el corazón. Ese color irrepetible, firme, seguro, lento, receloso es el color, sin duda, de papá.
Cuando uno entraba al restaurante de mis padres, pasando por una larga puerta híbrida, mitad acero mitad cristal, podía ver de frente una gran barra de acero sobre la cuál descansaba una cafetera italiana. A mano derecha estaban las escaleras que llevaban a un amplio espacio abierto que protegía una bodega escondida llena de juguetes míos y de Sandra. Bajo la escalera, a un lado de la barra de acero, había una extraordinaria rocola llena de discos sencillos de vinilo, que dejó de funcionar como tal en los 80s y adquirió la extraordinaria función de caja de seguridad. No deja de ser extraordinario que papá haya decidido guardar su capital bajo la música, entre la música, atrás de la música. A mano izquierda, en la esquina opuesta, flanqueda por dos grandes cuadros que pretendían representar el arco del triunfo visto desde puntos opuestos de Champs Elysée, estaba la caja, un peculiar mueble donde descansaba una caja registradora, de donde salían los tickets y las cuentas, pero también las llaves, las libretas, la agenda directorio, los candados de seguridad, las múltiples copias de la carta de alimentos que sólo se ofrecía por las mañanas, desarmadores de uso cotidiano, toallas de distintos tamaños y uno que otro objeto secretamente escondido en alguno de sus cuatro inmensos cajones de madera en donde cabía todo eso y más. Esos cajones, pegados al muro cubierto de mosaico de Talavera, tenían un color muy específico, un color que sonaba a cajón inútil, que se sentía pesado e inmaniobrable, un cajón que cada vez que lograba abrirse hacía escuchar la música de los metales, plásticos y sordinas que ahí se guardaban. Como un cajón lleno de cubiertos. Como un cajón lleno de sorpresas.
Tendría cuatro o cinco años, no más, cuando descubrí el color específico de esos cajones. Me quedé con papá hasta el cierre porque no quería alejarme de él. Se fueron mi madre y mi hermana. El segundo piso del restaurante era mi reino mientras papá contaba las comidas, los tenedores, los jitomates, los cascos de refresco vacíos, los llenos, los gastos, los ingresos, las deudas, las angustias. Las nombraba y se las comía todas, poco a poco, pedazo a pedazo, mientras yo empujaba mis juguetes por el piso, hasta acercarse al precipicio de la escalera por donde habrían de entregarse a su muerte predestinada. Esa noche, jugando mientras papá contaba y contaba, descubrí el sonido, el olor, la pesadez de ese color específico de los cajones de ese mueble extraño que desde siempre había adquirido el extraño mote de "la caja". Mientras caía mi último juguete al barranco, papá abría con firmeza el primer cajón. El sonido era inconfundible, algo importante sucedía. Estiró el brazo y sacó del cajón un maravilloso cuaderno rayado con pastas de cuero y páginas pintadas en los bordes. Ahí se ascentaban las cuentas, los números, las angustias. Hizo anotaciones y volvió a guardar el cuaderno con recelo. Esa noche supe que ese cajón era importante, que ese color era irrepetible. Esa noche sacrifiqué uno de mis coches favoritos, hubo varios, con tal de mantener algún tipo de contacto con los contenidos de ese cajón. Esa noche el cochecito mártir se convirtió en cochecito espía y ese cajón de ese color se convirtió en mi buhardilla.
Desde entonces y a la fecha, cada vez que siento ese color, cada vez que huelo esa madera dura y despostillada, cada vez que escucho esa pesadez de un cajón que no se quiere abrir, recuerdo a papá y sus cuentas, recuerdo la felicidad y la angustia, recuerdo su gran corazón y todas esas inmensas alegrías y juguetes que siempre me supo guardar en los más profundo de su corazón. Mucho tiempo después, ese color tan específico, demasiado para ser llamado color, adquirió una propiedad más. Desde hace unos años ese color también es el nudo en la garganta, las lágrimas en los ojos y el dolor en el corazón. Ese color irrepetible, firme, seguro, lento, receloso es el color, sin duda, de papá.
Tuesday, November 18, 2014
Una vez más
Esos papeles del pasado que guardo en un cofre son mi zoológico privado: se encierran ahí bestias de tamaño reducido: lagartos, ratas, víboras de piel fría. Basta abrir la tapa para verlos bullir, diminutos, como los diminutos témpanos de hielo que navegan por mi sangre. En el redil de la historia apaciento los animales de la manada: los alimento con la carne de mis propios pensamientos.
Frente a mí veo las hojas blancas que esperan en la noche mis palabras. Escribo. Sólo mi pluma rasga el papel.
Anoche, al hundir mi mano derecha en el cofre donde guardo mis papeles los bichos treparon hasta mi antebrazo, agitaban sus patitas, sus antenas, tratando de salir al aire libre. Esos reptiles que se arrastran por mi piel cada vez que me decido a hundir la mano en el pasado me producen una infinita sensación de repugnancia, pero sé que el roce escamoso de sus vientres, el contacto afilado de sus patas, es el precio que debo pagar cada vez que quiero comprobar quién es que he sido.
Carta al porvenir, de Enrique Ossorio. Respiración Artificial
Piglia
Frente a mí veo las hojas blancas que esperan en la noche mis palabras. Escribo. Sólo mi pluma rasga el papel.
Anoche, al hundir mi mano derecha en el cofre donde guardo mis papeles los bichos treparon hasta mi antebrazo, agitaban sus patitas, sus antenas, tratando de salir al aire libre. Esos reptiles que se arrastran por mi piel cada vez que me decido a hundir la mano en el pasado me producen una infinita sensación de repugnancia, pero sé que el roce escamoso de sus vientres, el contacto afilado de sus patas, es el precio que debo pagar cada vez que quiero comprobar quién es que he sido.
Carta al porvenir, de Enrique Ossorio. Respiración Artificial
Piglia
Friday, November 07, 2014
Recuerdos
Y saber sé que a los mejores de vosotros, a usted, antes que a ningún otro, Juan Bautista, a usted que es un hombre de principios, os espera otra vez la desesperanza, el destierro. Veo bien el trágico destino que nos espera, sobre todo a usted, Juan Bautista, sobre todo a usted porque lo conozco bien y sé que jamás llegará a transigir. Es de la clase de hombres que no transige y esa clase de hombre, en los tiempos que se avecinan, tendrán dos caminos: el exilio o la muerte. Los otros, y entre ellos algunos que hoy se dicen sus amigos, harán, claro, su carrera. Este país está a punto para eso. ¿Cómo no van a hacer carrera si tienen el campo abierto, toda la pampa para ellos? Van a ganar los que corran más ligero, no los mejores, ni los más honestos, ni los que mejor piensen o quieran a la patria. En cuanto a usted: ninguna gloria le será negada, Juan Bautista, pero tampoco ninguna desdicha.
Enrique Ossorio a Juan Bautista Alberdi, agosto de 1850
Respiración Artificial
Enrique Ossorio a Juan Bautista Alberdi, agosto de 1850
Respiración Artificial
Sunday, September 14, 2014
El Tornillo
Patio Colegiales, Buenos Aires, Julio, 2014 |
Me topo con una tercera edición disitnta, de las muchas que habrá, de Rayuela. Hace quince años descubrí la primera y hace ocho la última que leí antes de ésta. El libro muta conmigo y yo con él. Y aún así sus letras son las mismas. Letras que insisten que las letras no son nada, ni siquiera fantasía, sino recreación de una manera de existir, la denuncia de una forma traicionera de andar, una confesión de humanidad que no puede sino engañarse constantemente, que no se permite simplemente percibir, respirar, caminar.
"¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención. Así es como Buenos Aires nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose,..."
El secreto del tornillo empieza a disiparse cuando uno deja de pensar que hay un secreto del tornillo.
Tuesday, June 24, 2014
Formas del abuso
Juanita sabe que Pedrito tiene fobia a las arañas. Cada vez que Juanita quiere un favor, saca de su bolsillo una araña que guarda con recelo. Pedrito obedece. Cada vez que Pedrito amenaza con no jugar más, Juanita sugiere que Pedrito podría encontrar arañas debajo de su cama.
Mariquita sabe que Jorgito tiene pavor de parecer injusto, indecente, mala persona. Cada vez que Mariquita quiere un favor, saca de su bolsillo una araña que hace patente la injusticia que implicaría no hacerle caso a Mariquita. Cada vez que Jorgito se imagina un mundo más libre sin Mariquita, Mariquita pone una alfombra de indecencias bajo la cama de Jorgito, asegurando que hasta en sus sueños pueda ver lo inmoral que es todo ello.
Tomás sabe que Adriana tiene pavor a quedarse desempleada. Cada vez que Tomás se encuentra solo saca de su bolsillo una araña que le recuerda a Adriana que él podría conseguirle un empleo. Cada vez que Adriana amenaza con no estar cerca de Tomás nunca más, Tomás amenza con enviar un ejército de arañas mensajeras, para que todo el mundo sepa que Adriana es incompetente, para que siempre esté desempleada.
El huérfano tiene síndrome de abandono. Cada vez que la nena quiere un favor, saca de su bolsillo una araña que le recuerda al huerfanito lo solo que podría estar sino fuera por ella. Cada vez que el huérfano amenaza con no jugar más, la nena amenaza con irse lejos muy lejos por siempre y le recuerda lo profundamente solo que se está con las arañas que sólo a la muerte acompañan.
El juego del abuso es un juego infantil, como todo aquello que guarda una sutil perversidad, cuyo secreto consiste precisamente en ser infantil para no denunciarse jamás.
Mariquita sabe que Jorgito tiene pavor de parecer injusto, indecente, mala persona. Cada vez que Mariquita quiere un favor, saca de su bolsillo una araña que hace patente la injusticia que implicaría no hacerle caso a Mariquita. Cada vez que Jorgito se imagina un mundo más libre sin Mariquita, Mariquita pone una alfombra de indecencias bajo la cama de Jorgito, asegurando que hasta en sus sueños pueda ver lo inmoral que es todo ello.
Tomás sabe que Adriana tiene pavor a quedarse desempleada. Cada vez que Tomás se encuentra solo saca de su bolsillo una araña que le recuerda a Adriana que él podría conseguirle un empleo. Cada vez que Adriana amenaza con no estar cerca de Tomás nunca más, Tomás amenza con enviar un ejército de arañas mensajeras, para que todo el mundo sepa que Adriana es incompetente, para que siempre esté desempleada.
El huérfano tiene síndrome de abandono. Cada vez que la nena quiere un favor, saca de su bolsillo una araña que le recuerda al huerfanito lo solo que podría estar sino fuera por ella. Cada vez que el huérfano amenaza con no jugar más, la nena amenaza con irse lejos muy lejos por siempre y le recuerda lo profundamente solo que se está con las arañas que sólo a la muerte acompañan.
El juego del abuso es un juego infantil, como todo aquello que guarda una sutil perversidad, cuyo secreto consiste precisamente en ser infantil para no denunciarse jamás.
Tuesday, June 17, 2014
Fuerza Desconocida
Hoy llegaron a la puerta de mi casa a plantear una pregunta que me consume...
"¿Quién cree usted que controla el mundo espiritual? ¿Dios? ¿El ser humano? o ¿Alguna fuerza desconocida?"
Confieso que hasta el día de hoy no me había planteado esta pregunta de manera tan clara. Por suerte Max y Lila reconocieron la incertidumbre de la pregunta a la distancia y me alertaron. Así que no caí por completo en el abismo de la ignorancia plena. Le di vueltas. Confesé no estar interesado en la pregunta. Y ahora que que la pregunta se fue de la misma manera en que llegó, me pregunto:
¿Quién controla el mundo espiritual? ¿El miedo a no ser quien se cree que es? ¿El egoísmo? ¿El narcicismo? ¿La necesidad de control? ¿La insensibilidad ante los demás? ¿La fobia? ¿La furia? ¿La arrogancia? ¿El pavor que hay detrás de reconocer que no se es quien se cree ser? Todas estas son fuerzas desconocidas porque no las queremos conocer.
La fuerza que controla nuestro mundo anímico no es tan desconocida. Es la necesidad de escondernos de nosotros mismos, y claramente de los demás, a como de lugar.
"¿Quién cree usted que controla el mundo espiritual? ¿Dios? ¿El ser humano? o ¿Alguna fuerza desconocida?"
Confieso que hasta el día de hoy no me había planteado esta pregunta de manera tan clara. Por suerte Max y Lila reconocieron la incertidumbre de la pregunta a la distancia y me alertaron. Así que no caí por completo en el abismo de la ignorancia plena. Le di vueltas. Confesé no estar interesado en la pregunta. Y ahora que que la pregunta se fue de la misma manera en que llegó, me pregunto:
¿Quién controla el mundo espiritual? ¿El miedo a no ser quien se cree que es? ¿El egoísmo? ¿El narcicismo? ¿La necesidad de control? ¿La insensibilidad ante los demás? ¿La fobia? ¿La furia? ¿La arrogancia? ¿El pavor que hay detrás de reconocer que no se es quien se cree ser? Todas estas son fuerzas desconocidas porque no las queremos conocer.
La fuerza que controla nuestro mundo anímico no es tan desconocida. Es la necesidad de escondernos de nosotros mismos, y claramente de los demás, a como de lugar.
Monday, June 16, 2014
Descubrimiento
"The psychopath is defined by an uninhibited gratification in criminal, sexual, or aggressive impulses and the inability to learn from past mistakes. Individuals with this disorder gain satisfaction through their antisocial behavior and lack remorse for their actions."
Todo esto no deja de olerme a inconformidad. Esta ciudad está llena de ellos, los inconformes. No basta nada para ningún motivo. Los inconforma la ropa, la bicicleta, el auto, las personas, el amante, la pareja. Y siempre lo que hay es una gran incapacidad por adaptarse, por aprender de los errores del pasado.
Descubro que esos inconformes que no cambian, nunca cambian, tienen una suerte de absolución de su lado. Seguir, seguir, seguir, siempre imponerse siempre. Hacer siempre lo mismo. Engañar siempre de la misma manera. Generar siempre la misma estructura. Controlar siempre desde el mismo punto.
Creo que me he topado con uno que otro psicópata en mi vida. Temo haber sido victima de alguna.
Todo esto no deja de olerme a inconformidad. Esta ciudad está llena de ellos, los inconformes. No basta nada para ningún motivo. Los inconforma la ropa, la bicicleta, el auto, las personas, el amante, la pareja. Y siempre lo que hay es una gran incapacidad por adaptarse, por aprender de los errores del pasado.
Descubro que esos inconformes que no cambian, nunca cambian, tienen una suerte de absolución de su lado. Seguir, seguir, seguir, siempre imponerse siempre. Hacer siempre lo mismo. Engañar siempre de la misma manera. Generar siempre la misma estructura. Controlar siempre desde el mismo punto.
Creo que me he topado con uno que otro psicópata en mi vida. Temo haber sido victima de alguna.
Friday, June 13, 2014
Del pensar y la furia
Es difícil pensar cuando uno está triste. Los ojos se cierran. Las rodillas se doblan. Los brazos se cruzan. La furia se muestra. La duda aparece. Los ojos no miran. Las manos no sienten. La esquina se vuelve casa. Los perros te miran. Los perros te buscan. Los perros te sienten. No hay nadie más en casa. No hay nadie en casa. No hay ojos, ni rodillas, ni brazos ni manos, ni fuerza, ni andar. Por eso es difícil pensar cuando uno está triste.
Pensar presupone ojos que miran, pies que andan, rodillas que aseguran, brazos que esquivan, manos que toman, manos que sienten, manos que reconocen, miradas que identifican, ideas que atrapan. Por eso es difícil pensar sin miradas, sin pies, sin rodillas, sin manos. Pero sobre todo es difícil pensar sin esa furia controlada que todo lo mueve. Esa furia que escribe con fuerza, que piensa con certeza, que destruye los temores, que avanza sin dudar, que no voltea más atrás. Esa furia convertida en poder, en camino, en arribo, en mar, en ruedas. Esa furia se redirige cuando uno está triste, se va hacia dentro, se autoconsume, busca eliminarse porque se piensa la fuente misma del dolor. No sabe que no es más que miedo. Miedo a no ser más que sólo furia. Miedo a no ser más que sí misma. Miedo a reconocer que en efecto no hay nada más que eso. No hay nadie en casa. Por eso es difícil pensar cuando uno está triste.
Por eso es mejor pensar cuando uno está triste. Para redirigir la furia. Para recuperar las manos y las rodillas. Para salir y andar. Para pisar y dejar atrás. Para irse. Para estar. Para salir de la autocomplacencia, del pantano narcicista que nos convierte en centro de toda destrucción y toda injusticia. Para dejar de cubrirse de caricias propias como si fueran mierda. Para dejar de buscar el trono del triste. Para forjar la poca libertad que le queda auno. Para alimentar la voluntad y no subyugarla. Para escupir con fuerza y aprender sin miedo. Para que uno sepa de una buena vez que no es uno pieza central de ningún tablero. Para reconocer que nada ni nadie piensa en uno, menos aún en abandonarlo a uno. Para mirarse en el espejo del mundo y seguir. Seguir. Seguir.
Es difícil pensar cuando uno está triste. Se pierde la fuerza. Por eso es mejor pensar cuando uno está triste. Para recuperar la furia misma que lo tiene aquí.
Pensar presupone ojos que miran, pies que andan, rodillas que aseguran, brazos que esquivan, manos que toman, manos que sienten, manos que reconocen, miradas que identifican, ideas que atrapan. Por eso es difícil pensar sin miradas, sin pies, sin rodillas, sin manos. Pero sobre todo es difícil pensar sin esa furia controlada que todo lo mueve. Esa furia que escribe con fuerza, que piensa con certeza, que destruye los temores, que avanza sin dudar, que no voltea más atrás. Esa furia convertida en poder, en camino, en arribo, en mar, en ruedas. Esa furia se redirige cuando uno está triste, se va hacia dentro, se autoconsume, busca eliminarse porque se piensa la fuente misma del dolor. No sabe que no es más que miedo. Miedo a no ser más que sólo furia. Miedo a no ser más que sí misma. Miedo a reconocer que en efecto no hay nada más que eso. No hay nadie en casa. Por eso es difícil pensar cuando uno está triste.
Por eso es mejor pensar cuando uno está triste. Para redirigir la furia. Para recuperar las manos y las rodillas. Para salir y andar. Para pisar y dejar atrás. Para irse. Para estar. Para salir de la autocomplacencia, del pantano narcicista que nos convierte en centro de toda destrucción y toda injusticia. Para dejar de cubrirse de caricias propias como si fueran mierda. Para dejar de buscar el trono del triste. Para forjar la poca libertad que le queda auno. Para alimentar la voluntad y no subyugarla. Para escupir con fuerza y aprender sin miedo. Para que uno sepa de una buena vez que no es uno pieza central de ningún tablero. Para reconocer que nada ni nadie piensa en uno, menos aún en abandonarlo a uno. Para mirarse en el espejo del mundo y seguir. Seguir. Seguir.
Es difícil pensar cuando uno está triste. Se pierde la fuerza. Por eso es mejor pensar cuando uno está triste. Para recuperar la furia misma que lo tiene aquí.
Thursday, June 05, 2014
Las perspectivas desde abajo
Al parecer no es posible ser humano sin ser parte de una sociedad en la que pululan las orientaciones. Ya lo sabemos. Tal vez cambien las orientaciones con el tiempo. Lo sospechamos. Hoy día, por ejemplo, nos rodea por todas partes la insistencia de las perspectivas. Ser decente, moralmente encomiable, es aceptar la pluralidad. Muchos grupos, muchas culturas, muchas ideologías, muchos estados, muchos sistemas, muchas decisiones, muchas razones, muchas personas. Mucho de muchos. Como anillo al dedo nos llegan las frases de Nietzsche:
"Existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un conocer perspectivista; y cuanto mayor sea el número de los afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro concepto de ella, tanto más completa será nuestra objetividad." Genealogía de la Moral, 13.
Pero hay que andarse con cuidado antes de inmolarse con esta religión. No es difícil distinguir entre dos acercamientos. Está, por un lado, el acercamiento desde arriba, el que comienza por el perspectivismo mismo, el que busca la complejidad, abrazar todos los puntos de vista desde el principio. Por otro lado, está el acercamiento desde abajo, el que comienza por la monovisión, el que busca simplemente ser (lo que sea que le toco ser), el que no pretende abrazar nada más que a sí mismo desde el principio y eventualmente acepta ser un ojo más de la complejidad vista desde otra parte.
La diferencia es clara, pero también de gran sustancia. Quienes comienzan por arriba suelen ser más engreídos. La razón es simple, empezar por la complejidad es asumirse como superior, como el afortunado poseedor de una sensibilidad y un entendimiento superiores, abarcadores, complejos, capaces de abrazar varios puntos de vista, sin ser ellos mismos algo, alguien, esto o aquello. Por supuesto, además de la arrogancia esta postura se acompaña del autoengaño. No hay tal cosa como la postura compleja, la sensibilidad que sólo es sensible a los demás, a la complejidad.
Pero no sólo es compleja y errada, también es peligrosa. Quien así piensa pretende también que le es posible negarse a sí mismo. Eliminar su perspectiva. Para lograrlo acude a una autodestrucción que, según el propio Nietzsche, es la cúspide del ascetismo: la maestría de la autodestrucción. Hasta aquí todo, aparentemente bien. Por desgracia no hay manera de autodestruirse sin destruir a los demás. Quien pretende (siempre falsamente) no tener perspectiva, no ser alguien, no tener deseos, no ser egoísta, no desear algo para sí y sólo para sí, claramente no podrá reconocer al otro como una persona distinta sino que inevitablemente la usará para cubrir esa gran insatisfacción que ha generado consigo misma. La autonegación es una fuente ideal de resentimiento y la venganza, ambas motores de la destrucción de los demás. Y así comienza el autoengaño más sustancial:
"En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, - la conjura de los que sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado. ¡Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! ¡Cuánta azucarada, viscosa, y humilde entrega flota en sus ojos!" Ibidem. 14
Sólo quien se aplaude lo suficiente puede entregar genuinamente su aplauso a los demás. Sólo quien se satisface a sí mismo puede dejar de usar a otros para satisfacerse. El autosacrificio termina por ser poco más que el odio a los demás.
Conviene entonces tomar las perspectivas y la complejidad desde abajo, siendo alguien, con toda claridad y conformarse con imaginar esa complejidad de miradas siendo una de ellas, sin pretender ser la mirada de ojos múltiples. Sin pretender ser algo más que esa limitada, incompleta, imperfecta, egoísta y sonriente persona que se es.
"Existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un conocer perspectivista; y cuanto mayor sea el número de los afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro concepto de ella, tanto más completa será nuestra objetividad." Genealogía de la Moral, 13.
Pero hay que andarse con cuidado antes de inmolarse con esta religión. No es difícil distinguir entre dos acercamientos. Está, por un lado, el acercamiento desde arriba, el que comienza por el perspectivismo mismo, el que busca la complejidad, abrazar todos los puntos de vista desde el principio. Por otro lado, está el acercamiento desde abajo, el que comienza por la monovisión, el que busca simplemente ser (lo que sea que le toco ser), el que no pretende abrazar nada más que a sí mismo desde el principio y eventualmente acepta ser un ojo más de la complejidad vista desde otra parte.
La diferencia es clara, pero también de gran sustancia. Quienes comienzan por arriba suelen ser más engreídos. La razón es simple, empezar por la complejidad es asumirse como superior, como el afortunado poseedor de una sensibilidad y un entendimiento superiores, abarcadores, complejos, capaces de abrazar varios puntos de vista, sin ser ellos mismos algo, alguien, esto o aquello. Por supuesto, además de la arrogancia esta postura se acompaña del autoengaño. No hay tal cosa como la postura compleja, la sensibilidad que sólo es sensible a los demás, a la complejidad.
Pero no sólo es compleja y errada, también es peligrosa. Quien así piensa pretende también que le es posible negarse a sí mismo. Eliminar su perspectiva. Para lograrlo acude a una autodestrucción que, según el propio Nietzsche, es la cúspide del ascetismo: la maestría de la autodestrucción. Hasta aquí todo, aparentemente bien. Por desgracia no hay manera de autodestruirse sin destruir a los demás. Quien pretende (siempre falsamente) no tener perspectiva, no ser alguien, no tener deseos, no ser egoísta, no desear algo para sí y sólo para sí, claramente no podrá reconocer al otro como una persona distinta sino que inevitablemente la usará para cubrir esa gran insatisfacción que ha generado consigo misma. La autonegación es una fuente ideal de resentimiento y la venganza, ambas motores de la destrucción de los demás. Y así comienza el autoengaño más sustancial:
"En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, - la conjura de los que sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado. ¡Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! ¡Cuánta azucarada, viscosa, y humilde entrega flota en sus ojos!" Ibidem. 14
Sólo quien se aplaude lo suficiente puede entregar genuinamente su aplauso a los demás. Sólo quien se satisface a sí mismo puede dejar de usar a otros para satisfacerse. El autosacrificio termina por ser poco más que el odio a los demás.
Conviene entonces tomar las perspectivas y la complejidad desde abajo, siendo alguien, con toda claridad y conformarse con imaginar esa complejidad de miradas siendo una de ellas, sin pretender ser la mirada de ojos múltiples. Sin pretender ser algo más que esa limitada, incompleta, imperfecta, egoísta y sonriente persona que se es.
Tuesday, June 03, 2014
4277
Así son las cosas en esta época:
para
encontrarse con la
gente
que uno quiere
hay que dormir.
Piglia.
Respiración Artificial
Puse el despertador a las 6:30 am. Cinco ciclos completos de sueño. Hace ya varias semanas que llevo así mis noches. A las 7 am abrió el comedor del Colegio de San Pablo. Así que tuve tiempo para guardar todo en su lugar y hablar por teléfono con Florencia en Buenos Aires. La voz inmediata, la textura vocal, la emoción sonora, la presencia sensible. Todo eso que ayuda a combatir una distancia demasiado grande para ser aceptable. Todo eso que ayuda a combatir el cansancio de la presencia distante, la ausencia presente. Después de noticias, historias, pan tostado y una taza de café, nos lleva un taxi al norte de la ciudad. No son las 9:30 am y ya vamos de camino.
El
despertador sonó a tiempo. A las 10:30 ya habíamos dejado Sydney. Una hora
después llegamos a Newcastle. De ahí nos fuimos a Maitland, para después pasar
por Morpeth y comer en Swan Street. De ahí cruzamos el West Baratta Creek,
Middle Baratta Creek, Sandy Creek, Ten Mile Bridge, Riverview Bridge, Six Mile
Creek, Cattle Creek, Rocky Ponds Creek, Saltwater Creek y Salty Creek hasta
llegar a Armidale. Horas después. Muchas horas después de haber escuchado el
despertador, de haber masticado el pan tostado, de haber cerrado la puerta.
Colgado el teléfono. Cenamos Kebab mal hecho y frío a eso de las 7:00 pm.
Pronto salimos de ahí en dirección a Glen Innes. Sólo el clavo que se incrustó
en la llanta trasera izquierda vale la pena mencionarse. De noche, poco más que
el cielo estrellado vale la pena mencionarse. Un cielo inmenso. Todo. Completo.
Puse
el despertador a las 6:00 am bajo el mismo principio. Desayunamos en el motel
de Glen Innes el mismo pan tostado de San Pablo, el mismo de Copilco, el mismo
de siempre. Hablamos. Nos escuchamos, nada parecía más importante que escuchar.
Reconocer sintiendo. Cambie la llanta en unos minutos. Recordé aquella vez en
que, hace quince años, reventé la delantera derecha dando la vuelta hacia
Revolución desde Avenida de la Paz. Tenía la mano derecha inmovilizada tras
haberme rebanado un trozo del pulgar combatiendo una resaca espectacular. Caía
una lluvia monzónica como todos los veranos. Un amigo de mi hermana, quien
esperaba cubrirse de la lluvia en el auto, me enseñó a cambiar llantas. Jamás
pensé que algún día estaría en Glen Innes. Mucho menos que estaría cambiando
una llanta perforada pensando en aquél día de hace quince años en que aprendí a
cambiar llantas. A las 9:00 am íbamos camino a Lismore, no sin pasar por el Maiden
Creek y el Battery Creek. Pero también por Arrow Creek, Yellow Gin Creek,
Alligator Creek, Magnetic Creek, Duck Creek, Emu Creek, Snake Creek, Eden
Lassie Creek y por supuesto el Yeates Creek. Comimos en el Palate, a un lado de
la Galería del pueblo. una de las mejores pastas que he probado. Buen vino,
buen aceite, buen sazón. Decidimos olvidarnos de la llanta dañaday disfrutar el
resto del viaje. Seguramente después, cuando alcanzáramos Brisbane de regreso,
la podríamos arreglar. Así que tomamos camino rumbo a Minyon, en busca de las
catarátas. Tuvimos que pasar por el Repentance Creek, el Armstrong Creek y el
Goodbye Creek. Dos horas después batallábamos por librar un camino de doble
sentido que a penas y guardaba lugar para un automóvil. Los nativos, como
siempre, no parecían batallar. En más de una curva nos detuvimos con la
pregunta en el rostro. ¿Cómo pudo pasar por ahí ese auto? Después de varias
curvas, pasos, estrechos y ríos alcanzamos la M1 hacia Brisbane. Primera
visita. Decidí mantener mi vieja tradición de mantenerme diez por encima del
límite de velocidad. Caía la noche. Nos alcanzó justo al dejar la M1 de camino
a Gympie por la A1 y de ahí a Rainbow Beach, en el Sandy National Park, no sin
antes perdernos por las colinas del Gympie-Kin Kin Road hasta alcanzar el
final. Una hora y media después encontramos el camino adecuado. Tin Can Bay
Road. Recorrimos casi sesenta kilómetros de más, porque la noche estaba encima
y a los lados, porque lo mismo hubiera dado detener el auto, tirarse al piso y
mirar al cielo. A las 8:30 llegamos a Rainbow Beach. A las 9:00 pm en hicimos el último pedido de la noche en el restaurante del Rainbow Beach
Hotel. Éramos los únicos clientes que no estaban ebrios ni habían terminado de
cenar. Pasamos la noche en casa de una
Australiana de 70 años de edad que pensaba que sólo si fuera narcotraficante
podría un mexicano vacacionar en Rainbow Beach.
Puse
el despertador a las 6:30. Cinco ciclos de sueño otra vez. Quería hablar con
Florencia un buen rato. La noche anterior fue difícil. A penas alcanzamos a
cenar. Estábamos exhaustos. A las 7:25 am caminaba ya rumbo a la playa. Había
decidido correrla, toda. No pude correr más de 50 minutos. El sol calcinaba lo
que fuera. Había más australianos dentro de camionetas cargando cañas de pescar
que caminando o nadando. Nunca había visto a una playa convertida en una
autopista. Me pasaban por derecha e izquierda. De principio a fin. A las 8.30
regrese a la habitación. Busqué a Florencia y después de la ducha nos fuimos a desayunar.
Un largo desayuno de dos horas nos permitió conversar y conocernos, dejar de
presuponernos. Somos personajes extraños uno para el otro, con el mismo plan de
viaje. Uno muy largo.
Pensándolo
bien, no es claro que tengamos el mismo plan de viaje. En sentido estricto,
sólo él sabe cuál es el plan, hacia dónde vamos, en dónde comemos y dónde
habremos de dormir, no se diga cenar. Yo me limito a seguir las propuestas,
casi órdenes en este contexto, que llegan a cuenta gotas cada mañana. Mi plan
ha sido el de observar. Guardo silencio y sigo, obedezco, acelero, avanzo, me
detengo. Han sido muchos días, muchos ríos y muchos caminos así. Recuerdo ahora
un comentario suyo. Platicábamos, antes de siquiera salir de casa, sobre
nuestra situación laboral. Confesé mi hartazgo y mi deseo de abandonar por
completo la farsa de la política universitaria. Él me dijo algo que me pareció
correcto: "quienes logran hacer eso y estar felices con su trabajo lo
hacen porque logran distinguir plenamente entre aquellos que son sus amigos y
el resto. Con los primeros hay comunicación e incluso un ir y venir de razones,
explicaciones, disculpas y cuidados. Con los segundos lo que uno debe hacer es
tratarlos como medios para alcanzar fines, como computadoras a las que no tienes
por qué dar razones, ni hacer berrinches, ni pedir permisos." Ahora pienso
que esa tal vez sea una buena forma de llevar la vida laboral. Pero también
comienzo a dudar sobre el lugar que ocupo para él. Sospecho que la división no
me salva realmente. Que su acercamiento no es gradual sino tajante. Que tal vez
sea mejor ser gradual. Que tramar un viaje con alguien es incluirlo en ese
grupo especial de aquellos a quienes damos y de quienes exigimos razones,
berrinches, favores y explicaciones. Que este viaje no fue una trama común,
sino más bien un secuestro unívoco.
Al
terminar el desayuno afirmó imperativamente que deberíamos buscar salir a la
autopista a eso de las 11:00 am. A las 10:45 hablaba con Florencia. Fue breve,
pero suficiente para apretar los tiempos y sentir la mirada controladora a la
distancia. 11:05 y salíamos ya al auto cuando la señora de casa nos pregunta si
ya conocimos el mirador. Esta a la vuelta y llegar ahí es llegar al paraíso. No
tomó mucho más para convencerlo. Sin preguntar, nos dirigimos al paraíso.
Veinte minutos caminando bajo el sol de medio día para llegar una cuesta que
parecía un barranco lleno de arena al final de cual se deberían apreciar arenas
multicolor, justificando el nombre de la playa. No se vía nada multicolor.
Sudamos. Caminamos. Pero la vista no paradisíaca del mar era sumamente hermosa.
Un pacífico inmenso, con distintos tonos de azul y dolor. Me quedé varios
segundos simplemente de pie, dejándome llevar por un mar sin olas que estaba,
simplemente estaba. Regresé porque se había ido. Llevábamos ya varios minutos
de retraso en el plan.
Salimos
hacia el norte, rumbo a Bundaberg, donde se decidió el almuerzo. Dos horas y
treinta minutos después llegamos a la calle central. Ninguno de los
restaurantes preseleccionados estaba abierto. Ninguna de mis propuestas
disponibles fue aceptada. Terminó por ir a una cafetería ridícula a pedir un
sandwich de pan blanco. Me fui a una panadería danesa y ordené dos focaccias
vegetarianas y un americano doble. No lo dije explícitamente, pero lo mandé al
carajo. Me había quedado claro que no había ningún interés por considerar los
intereses de alguien más que los propios. Desde entonces todo fue más fácil y
más pesado. Un esfuerzo constante por desconsiderar al otro guiaba la comunicación.
Quizás por eso logramos recorrer tantos kilómetros por día. A las 15:30 me senté tras el volante.
Salimos hacia el noresete, rumbo Emus Park, pasando por Rockhampton, no sin
antes cruzar el Plantation Creek, Gibson Creek, Beatrice Creek, Catherine
Creek, Greta Creek, Dingo Creek, Maryborough, Carey's Creek, Kitty Creek,
Childers, Pioneer River Bridge, Ten Mile Creek, Billys Creek, Jolimont Creek,
Constant Creek, St Helens Creek, Bowen Bridge y el Sandy Bridge. Manejé tres
horas y media sin parar. Estaba molesto. Dejé 350 kilómetros atrás. Sin cruzar
palabra. Era ya muy noche cuando llegamos al Emus Park Hotel and Backpackers,
un nombre que siempre me pareceió gramaticalmente incorrecto. A penas tuve unos
segundos para contactar a Florencia. Todo bien al otro lado del pacífico.
Cenamos pasta de microondas con jugo de manzana. Caí exhausto en la cama
después de una ducha.
Puse
el despertador a las 5:30 am. Quería hablar con Florencia antes de salir a la
playa a ver el amanecer. La costa da directamente al este. Sería un gran
espectáculo. Pero me hacía falta su voz. Era como si se hubiera perdido entre
tantos kilómetros de ese constante ignorar al que viene a lado, al que no se
pregunta más que sus propias preguntas. Eran las 4:30 pm del día anterior en
Buenos Aires, un momento ideal para hablar. Le conté brevemente algunas cosas,
sin mencionar lo que realmente me molestaba. Era como si al no contarlo no
existiera. Como si decirlo, que ella lo supiera, fuese daré una realidad
pesada, independiente de lo que pasara en el auto, en el camino, en el viento.
Hablamos largo rato. Más tarde despertó recordando la propuesta de ir a ver el
amanecer. Salimos 6:30 am rumbo al mar. Hacía ya más de diez minutos que se
habían ido el rosa y el naranja del cielo. Pronto saldría por el horizonte. A
unos metros del estacionamiento había una rampa. Después descubrí que la usaban
los lugareños para remolcar barcos, con sus autos, hasta la entrada misma del
mar. Al otro lado estaba una banca enfrentando el sol mismo. Recordé aquella
banca de un parque en Ann Arbor a donde comencé a ir recién fallecieron todos.
Me daba tranquilidad ver el río quieto, lentamente recuperándose del invierno.
En esa banca me sentaba a preguntarme qué pasaba, quién era ahora, de qué se
trataba todo. Ahí me senté a celebrar el cumpleaños de mi hermana y, ahora veo,
a grabar mi memoria con esa banca y ese dolor. Esta banca era la misma, pero
traía consigo un sentimiento distinto. Me llevaba a la banca que me llevaba a
mi hermana que me traía a un amanecer distinto que jamás siquiera me había
planteado. No comentamos mucho el amanecer, más allá de las expresiones obvias.
No dije nada sobre mis recuerdos. Él no sé si tenga recuerdos. Su vida personal
parece carecer de emociones. Después bajamos la rampa. Caminé solo hasta la
entrada del mar a los barcos, de los barcos al mar. Era extraño ver ese proceso
de lento internamiento en el océano. Era tan lento y fácil que parecía natural.
El sol tan sólo se escondía para dar paso a los barcos. Uno a uno lo fueron
cruzando.
Nos
fuimos pronto. A las 9:00 am desayunábamos en Yeppoon, en el Waterline Cafe de
la marina local. Él investigó y decidió. Yo disfruté mi tostado con huevo y
tocino y después sonreí ante un gran trozo de pastel de chocolate. No sólo me
recordaba a mi infancia, también a mi padre quien me fomentó la afición por el
chocolate, especialmente en la forma de un pastel bien hecho. Además, comer
pastel o pan dulce cuantas veces fuera posible resultaba un acto de rebeldía
placentero. Él, con su vida sacrificada por su carrera, no podía entender cómo
yo podía comer tanto, tanto más que él, tanto mejor que él, y estar tan
delgado. Bromeaba afirmando que mi cabello consumía el exceso de calorías. Yo
sólo le dije una vez que era muy simple, tenía que mover más su cuerpo y
sentarse menos tiempo frente a la computadora. No volvió a salir el tema. A las
11:00 am nos dirigíamos a Mackay. Dejamos atrás el Banister Bog Creek, Sheep
Station Creek, Little Goodbye Creek, Winding Creek, Kangaroo Creek y Armstrong Creek.
O'Connell Creek, Deadmans Creek, Gibson Creek, Ten Mile Creek, Macquarie
Bridge, Burdeking Bridge, Palm Tree Bridge, Sydney Cotton Bridge y el Bowen
Bridge. Pasamos por Rosslyn y Bowen, después de retomar la A1, hasta llegar a
Mackay. Hablamos poco. Solía estacionarse en el lugar que le había recomendado
después de confirmar que sus propias ocurrencias estaban fuera de lugar.
Comimos en el único lugar disponible. Estaba frustrado porque sus planes no se
cumplían. Sus búsquedas esquisitas por los restaurantes más visitados y mejor
calificados en Trip Advisor eran inútiles. No eran días ordinarios. Eran días
de viaje, de playa, de descanso. Yo felizmente comía cualquier cosa. Pedí una
hamburguesa. Él sufría buscando un platillo que valiera la pena. Mientras el se
decepcionaba, yo meramente masticaba. El segundo pastel del día vendría al
final. Veía en él, en sus gestos, su inflexibilidad, su molestia, su rechazo,
algo que supongo he visto en mi mucho tiempo. Es esa pátina de mal olor e
incomodidad que nos deja la vida cuando buscamos tenerla siempre bajo control,
empuñándola, sometiéndola. Cuando nos gusta engañarnos y pensar que en efecto
hacemos con la vida lo que deseamos, que vamos a donde queremos y estamos con
quien más deseamos. Se es más feliz, pienso mientras lo escucho quejarse una
vez más por la carbonara mal hecha, cuando se está convencido de que la vida
hace con uno lo que quiere y con eso, a partir de eso, uno hace lo que puede.
Fue un placer disfrutar ese segundo pastel ante ese rostro adusto. A las 13:30
tomaba una vez más el volante. Nos dirigíamos a Townsville. Era el día más
largo. Nos esperaba 400 kilómetros más. Tomé el volante y lo mandé al carajo.
No volvía mirarlo. Preparé una lista de canciones suficientemente larga para no
atenderla en cuatro horas. Cuatro horas después habíamos pasado ya por Home
Hill, Batte Creek, Guthalungra, Gumlu, Kuthabul, sin olvidar el Janes Creek,
Barratta Creek, Alligator Creek, Goats Creek, Six Mile Creek, Anne Creek, Marys
Creek, Salty Creek, Proserpine Creek, Elliots Creek, Pioneer Creek, la
enigmática Digeridoo Lagoon, el Cotton Creek, el Sandy Creek el pueblo de Ayr
antes de tomar las colinas, ya en plena noche, hacia Townsville. Hacía ya 10
kilómetros que teníamos que cambiar de conductor. Yo seguía volando sobre el
camino, como si los kilómetros fuesen mi enemigo y mi mejor amigo. Me permitían
ignorarlo, controlarlo, atemorizarlo, hacerle ver que había algo más que su
voluntad en ese auto. Hasta que su temor por mi cansancio venció mi paciencia.
Media hora después llegamos a Townsville. Nos fuimos directamente a cenar a un
restaurante Thai, International Food, en la calle Flinders.
Al fin
habíamos llegado a nuestra meta. Al día siguiente tomaríamos un bote al
Pacífico, no un auto al camino. Bebíamos cerveza. Hablábamos. Me preguntó si
quería tener hijos y cuándo. Respondí directamente que sí, que en los próximos
dos años. Se sorprendió ante mi respuesta. Me sorprendí ante la naturalidad de
mi respuesta. Confeso no saber bien qué pensar sobre el tema. Le parecía que
tener hijos era un sacrificio muy grande y que por eso no sabía bien cuándo. Le
dije que solía pensar como él, sin saber realmente si buscarlo o cuándo
hacerlo. Hasta que simplemente dejé de
pensar que era un sacrificio. Callé unos segundos. La duda en su rostro me hizo
pensar el por qué. ¿Por qué no pensaba más aquello que antes me convencía, que
tener hijos era una joda, un sacrificio,
una labor? La respuesta era obvia. El cambio real, le dije, surgió cuando dejé
de creer que mi carrera era lo más importante para mi. Cuando empecé a ver mi
empleo como un trabajo, como un quehacer
que me ayuda a seguir andando, a vivir, a no depender, a ser libre, entonces
empecé a usar mi carrera para mi beneficio y dejé de ver mi vida en función de su progreso.
Mientras él me miraba con sorpresa yo recordaba una charla que tuve hace cosa
de diez años con la madre de una amiga. Era la misma charla, la misma pregunta.
En aquél momento dije que no sabía cuándo tener hijos porque tener hijos era un
gran proyecto, algo que me involucraría de manera completa, algo que me
obligaría a poner mi carrera en un segundo plano. En esa otra charla dije lo
que me parecía obvio lo que veía en casa. Ella me respondió que no era así. Que
uno no tenía que sacrificar ni subordinar sus planes personales para tener
hijos. Ahora pienso que a partir de ese
momento comencé a ver las cosas como ella hace diez años, como él ahora, con su
vida subordinada a su carrera, como yo hace unos años, con el trabajo jugando
el papel de la vida y el amor que había perdido. Ahora pienso que soy
terriblemente afortunado por no pensar más así.
Despertador
a las 5:30 am. Hablé con Florencia un buen rato. La cena del día anterior había
removido el espacio emocional. A las 6 salíamos hacia el puerto. Una vez más no
compartió la dirección exacta del sitio al que íbamos. Terminó dejando el auto
una colina antes del puerto. Caminaba con ese ritmo patético de quien desea
correr pero no se permite la desfachatez. Llegamos después de la hora citada,
pero a tiempo. Salimos hacia el este. Se esperaba un mar picado. Recordé aquél
viaje tortuoso de tres horas en barco entre el Morro de San Pablo y Bahía en
donde confirmamos que era amor lo que nos unía. Sufría demasiado aquella vez.
El horizonte subía y bajaba en un rango de uno a dos metros. Todos vomitaban.
Faltaban horas antes de llegar a tierra. Sólo podía pensar en la muerte. Una
tortura, literalmente. Florencia temía por mi. Salimos juntos de la tortura,
más juntos de lo imaginado. Pero ahora no estaba Florencia sino quizás la
persona más alejada posible de esa comprensión emocional y ese cuidado por los
demás. Todos vomitaban. Dos horas y media después llegamos al gran arrecife de
coral. Yo seguía mareado. La recomendación era nadar. El mar tranquiliza, dijeron.
Me alisté con las aletas y el esnorkel. No sin preguntarme sinceramente, y en
voz alta, por qué la gente se hacía este tipo de cosas a sí mismas. La mujer a
mi lado se rió y añadió: esa es una muy buena pregunta. Los demás ignoraron sus
vómitos y temores y se lanzaron al mar. Sólo nadé treinta minutos. Todo me
parecía una estupidez. El arrecife y los peses se ven mejor por computadora. La
sensación de respirar por un tubo que de vez en cuando deja entrar agua salda
no es precisamente el mejor catalizador del placer o la belleza. Decidí mandar
a todos al carajo. El viaje incluía un almuerzo intermedio. Después de comer
dejé a un lado el esnorkel y me vestí. A los diez minutos estaba durmiendo en
la pequeña banca del interior del bote. No volví a levantarme sino para salir
del mar y volver a tierra.
A las
8:00 pm cenábamos en un restaurante presuntuoso. Ambos celebrábamos. Cosas
distintas supongo. Él celebraba haber cerrado su plan personal de viaje. Yo
celebraba haber sobrevivido el secuestro, pero también haberme visto cara a
cara con un espejo tan cercano como él, haber visto mis deseos en los suyos,
mis sacrificios en los suyos y no poder sino preguntarme ¿por qué la gente se
hace esas cosas a sí mismas? ¿Por qué se impone estos proyectos, estos deseos y
sacrificios, deliberadamente? Más de mil kilómetrosy dos días de manejo nos
esperan antes de tomar un vuelo que nos salvara la mitad del viaje. Cada día,
cada hotel, cada instrucción, cada silencio en el auto me resultaba más
insoportable. West Baratta Creek, Sandy Creek, Repentance Creek, Cattle Creek,
Waistcoat Creek, Gates Creek, Emu Creek, Eden Lassie Creek, Proserpine Creek,
Didgeridoo Lagoon, Railroad Crossing Reduce Speed Ahead, Macquaire Bridge,
Burdekin Bridge, Sydney Cotton Bridge, Palm Tree Bridge, Pioneer Bridge. ¿Cómo
fui a convertirme en alguien así? Una persona decididamente sola en sí misma,
abandonando a todos. Una persona que está sin estar. Abandonada de sí misma.
Entregada a planes ajenos que predica como propios. Una persona con éxitos
ajenos. Los de los planes impuestos. Una persona infeliz. Profundamente
insípida e infeliz. Hervey Bay, Beelbi Creek, Burrum Heads, Torbanlea,
Saltwater Creek, Deadman’s Gully, Maryborough, Mary River, Chinaman Creek,
Tiaro Creek, Oaky Creek, Gutchy Creek, Kelihers Creek, Deacons Creek, Glenwood
Creek, Durramboi Creek, Curra Creek, Spring Valley Creek, Deep Creek, Six Mile
Creek, Kybon Creek, Seaggal Creek, Tebrogaran Creek, Paynters Creek, Beerburrum
Creek. Brisbane. Sydney. Más intrigantemente, ¿cómo logré dejar de ser alguien
así?
Cuatro
mil doscientos setenta y siete punto un kilómetros de ir y venir. Un corto
viaje para descubrirlo todo. Para reconocerse actor. Para identificar máscaras.
Para mirar temores. Para recordar horrores. Para cuestionarse una vez más,
cómo, cuándo, por qué. ¿Por qué no? Para
dejar de hacerse estas cosas uno mismo. ¿Por qué no ser una persona cualquiera?
¿Por qué no dejar de hacerse estas preguntas? ¿Por qué no?
Tuesday, May 06, 2014
De la naturaleza humana
Nos dice Schopenhauer
Con frecuencia el hombre oculta los motivos de su obrar a todos los demás, a veces hasta a sí mismo, en particular cuando teme saber qué es lo que realmente le mueve a hacer esto o aquello. Uno puede llevarse a engaño hasta el punto de dudar de la existencia de aquellos motivos o de la necesidad de su actuar; y así puede opinar que lo que se hace podría igual de bien omitirse, que la voluntad decide por sí misma, sin causa.
Yo concuerdo. Por ejemplo, cuando pienso
Puedo hacer lo que quiero: puedo, si quiero, dar a los pobres todo lo que tengo y así volverme yo mismo uno de ellos - ¡si quiero!. Pero no soy capaz de quererlo; porque los motivos en contra tienen demasiado poder sobre mí como para serlo.
No es en absoluto una metáfora ni una hipérbole, sino una verdad del todo árida y literal; que, igual que en el billar una bola no puede ponerse en movimiento antes de que reciba un golpe, tampoco puede un hombre levantarse de su silla antes de que un motivo lo levante o impulse: pero entonces levantarse es tan necesario e inevitable como el rodar de la bola después del golpe.
Dice. Concuerdo
Únicamente por experiencia llega uno a conocer, no solo a los demás, sino también a sí mismo. Por eso a menudo uno se decepcionará, tanto de otros como también de sí mismo, si descubre que no posee esta o aquella cualidad, por ejemplo, la justicia, el desinterés o el valor, en el grado en el que, con la mayor indulgencia, lo suponía.
Porque es necesario
El hombre no cambia nunca: tal y como se ha comportado en un caso, así se comportará siempre de nuevo en circunstancias totalmente iguales (a las que, no obstante, pertenece también el conocimiento correcto de esas circunstancias).
Porque ahí está la cura, en la enfermedad misma
Desear que un suceso cualquiera no hubiese ocurrido es un necio autotormento: pues significa desear algo absolutamente imposible y es tan irracional como el deseo de que el sol saliera por el oeste. Debemos más bien considerar los acontecimientos, tal y como se producen, con los mismos ojos con los que consideramos la letra impresa que leemos, sabiendo muy bien que estaba ya allí antes de que la leyésemos.
Con frecuencia el hombre oculta los motivos de su obrar a todos los demás, a veces hasta a sí mismo, en particular cuando teme saber qué es lo que realmente le mueve a hacer esto o aquello. Uno puede llevarse a engaño hasta el punto de dudar de la existencia de aquellos motivos o de la necesidad de su actuar; y así puede opinar que lo que se hace podría igual de bien omitirse, que la voluntad decide por sí misma, sin causa.
Yo concuerdo. Por ejemplo, cuando pienso
Puedo hacer lo que quiero: puedo, si quiero, dar a los pobres todo lo que tengo y así volverme yo mismo uno de ellos - ¡si quiero!. Pero no soy capaz de quererlo; porque los motivos en contra tienen demasiado poder sobre mí como para serlo.
No es en absoluto una metáfora ni una hipérbole, sino una verdad del todo árida y literal; que, igual que en el billar una bola no puede ponerse en movimiento antes de que reciba un golpe, tampoco puede un hombre levantarse de su silla antes de que un motivo lo levante o impulse: pero entonces levantarse es tan necesario e inevitable como el rodar de la bola después del golpe.
Dice. Concuerdo
Únicamente por experiencia llega uno a conocer, no solo a los demás, sino también a sí mismo. Por eso a menudo uno se decepcionará, tanto de otros como también de sí mismo, si descubre que no posee esta o aquella cualidad, por ejemplo, la justicia, el desinterés o el valor, en el grado en el que, con la mayor indulgencia, lo suponía.
Porque es necesario
El hombre no cambia nunca: tal y como se ha comportado en un caso, así se comportará siempre de nuevo en circunstancias totalmente iguales (a las que, no obstante, pertenece también el conocimiento correcto de esas circunstancias).
Porque ahí está la cura, en la enfermedad misma
Desear que un suceso cualquiera no hubiese ocurrido es un necio autotormento: pues significa desear algo absolutamente imposible y es tan irracional como el deseo de que el sol saliera por el oeste. Debemos más bien considerar los acontecimientos, tal y como se producen, con los mismos ojos con los que consideramos la letra impresa que leemos, sabiendo muy bien que estaba ya allí antes de que la leyésemos.
Wednesday, April 02, 2014
Del Coraje Moral
Un poco de escepticismo moral no le vendría mal a nadie. Aceptar, al menos, si no creer que no hay tal cosa como un conocimiento, un saber, un estado mental de poder sobre los juicios que tanto dicta cómo actuar, cómo ser, qué creer, qué decir y qué pensar, es profundamente liberador. Pero también genera angustia. Sobre todo en aquellos acostumbrados a vivir bajo una clara línea de normas que separan el bien del mal, la correcto de lo reprochable y, aunque no se quiera, la vida eterna de la muerte constante.
Pero es difícil esperar que alguien realmente sea un escéptico moral. Parte del juego mismo de ser un humano consiste en pretender, al menos, que hay tal cosa como conocimiento moral. Nos gusta, nos apasiona, nos hace sentir bien actuar como si supiéramos qué es lo bueno, lo que debemos, lo que se debe, lo que han de hacer todos. Es tan central esa estructura a la psique humana que parece más bien que sólo un fantoche podría intentar convencerse de ser un escéptico moral.
Así que lo mejor que nos queda, entonces, es ser un humilde relativista. Cada quien sus reglas, sus normas. Cada quien sus padres. Cada quien sus ídolos. Cada quién sus nortes y sus sures. Que nadie se mueva ni pretenda mover a los demás. Todos tranquilos. Siempre y cuando haya consistencia en lo aceptado, que cada quien acepte lo que se le pegue la gana. Ya después veremos qué pasa cuando no coincidamos. Ya ahora vemos qué pasa cuando no coincidimos. Todos los días, todas las horas de todos los días, disputamos nuestros saberes relativos sobre el bien, el mal y lo demás.
Y sí. Ser relativista no es lo mismo que ser escéptico. Pero casi. Ir del relativismo al escepticismo es como ir de la cuerda floja al vacío mismo. No hay gran diferencia, un punto nimio de apoyo. Y al mimso tiempo hay un mundo de diferencia. No caemos, o al menos, eso creemos.
No hay verdades morales. No hay conocimiento moral. No hay principios morales. Pero, si tenemos suficiente coraje, evitaremos el vértigo una vez que pensemos que basta con que tengamos coraje para convertir esa cuerda floja en una red. No hay puntos de apoyo. No hay cuerda. No hay nada más que vacío y la increíble apuesta de que todo salga a pedir de boca. Pero con eso basta. Ha bastado. Bastará. Ni la historia natural ni la humana han seguido nunca el camino del deber. Ni lo seguirán. Pero siguen, las dos, andando.
Si no hay piso, ni red, ni cuerda, ni punto alguno sobre el cual pararse sabiendo que todo de ahí vendrá, sólo el coraje nos podrá ayudar. Habría entonces que seguir, andar, empujarse confiando en uno mismo y empujar. Desconfiando de uno mismo, también, y empujar. Porque van los demás en uno y uno en los demás. Y empujar. No hay más. No se necesita saber que se hace lo correcto, el bien, lo que se debe, para empujar. Sólo hace falta coraje, nada más, para empujar.
Habrá quienes sigan buscando el cielo de las redenciones, las utopías, la vida buena y la buena vida. Habrá también quienes sigan evitando el infierno y nada más. Que cada quien se defienda como pueda. Yo lucharé contra mi mismo para asegurarme de estar satisfecho tan sólo por empujar.
Auditorio Raul Fournier, Facultad de Medicina, C.U., México D.F., marzo 31, 2014. |
Saturday, March 22, 2014
Institución Humana
Después de mucho pensar y ver. Después de muchas y más frustraciones sobre el proceder humano en las instituciones. Después de ver, con un afán compulsivo a la repetición, cómo los argumentos se retuercen, estiran y quiebran para defender los intereses personales como si fueran valores universales. Después de ver cómo el que grita vence y el que calla se aleja. Después de cuatro años o más en la academia, llego a las siguientes conclusiones que, sospecho, son generalizables a cualquier institución humana.
1) A la academia le resulta intrínseca la indecencia o, como dicen en mi barrio, el olor a mierda, el proceder deshonesto y engañoso;
2) Para dar cuenta de ese afán coprológico, sólo hacen falta dos tipos de ingredientes:
- La inseguridad personal de los miembros y su consecuente accionar egocéntrico y narcicista; y
- La cobardía de los demás que temen señalar los afanes coprológicos de otros porque temen reconocer esos mismos afanes en casa.
Resultado: un hermoso mecanismo circular de excresión pública. Las instituciones.
1) A la academia le resulta intrínseca la indecencia o, como dicen en mi barrio, el olor a mierda, el proceder deshonesto y engañoso;
2) Para dar cuenta de ese afán coprológico, sólo hacen falta dos tipos de ingredientes:
- La inseguridad personal de los miembros y su consecuente accionar egocéntrico y narcicista; y
- La cobardía de los demás que temen señalar los afanes coprológicos de otros porque temen reconocer esos mismos afanes en casa.
Resultado: un hermoso mecanismo circular de excresión pública. Las instituciones.
Saturday, March 15, 2014
La banalidad del elitismo
Hace ya un par de semanas falleció Luis Villoro, a los 91 años, después de catorce libros, tres hijos y varios matrimonios. Su larga vida tan sólo es comparable a su larga influencia. Fue paradigma del intelectual de estado mexicano y paradigma del intelectual de izquierda opuesto al estado mexicano. Fue un excelente investigador y filósofo, preocupado por sus propias preguntas y sus propias respuestas. Ejerció una autonomía sin igual y una libertad extrema, desembarazándose de lo que fuera cuando así se necesitará. No sólo se fue de un matrimonio a otro, hasta su muerte, sino también de una universidad a otra, de un país a otro y de una ideología política a otra (puntos extremos ambos) sin mucho chistar. Su esperada y nada sorprendente muerte generó revuelo. Mexicanos y no mexicanos de arriba, abajo, izquierda, derecha y anexas, todos se sintieron aludidos. Había que llorar al prócer.
Hace ya un par de semanas falleció Luis Villoro, a los 50 años de antigüedad en la UNAM, con un sueldo de 120 mil pesos al mes; con quince o más años como emérito del SNI, con una beca mensual de más de 26 mil pesos al mes; y con más de veinte años en el Colegio Nacional, del cual podemos esperar un ingreso no menor a 60 mil pesos mensuales. Recibía ingresos superiores a los del Presidente de la República o un consejero del IFE, algo más o menos semejante a los ingresos de un ministro de la SCJN. Murió después de más de diez años de no impartir cursos ni asistir a seminarios. Después de años de ir, un mes no y otro tampoco, siquiera a firmar la nómina de la dependencia para la que supuestamente trabajaba de tiempo completo. Murió, eso sí, después de decir, escribir y caminar como un zapatista de cepa (eso sí, nunca vivir como un zapatista, no había necesidad). Mexicanos y no mexicanos, de arriba, abajo, izquierda, derecha y anexas, todos se sintieron aludidos. Había que llorar al aristócrata.
Desde cualquier punto de vista Luis Villoro era parte de la élite más brillante, protegida y alimentada de la sociedad mexicana. ¿Cómo es posible llegar a tal extremo? ¿Cómo es que llegamos todos a pensar que una persona puede merecer tanto? ¿Qué nos hace pensar que un ser humano cualquiera puede haber hecho tanto, tanto, durante veinte o veinticinco años como para pasar los siguientes treinta (los últimos treinta) cómodamente sentado en su casa como si su existencia misma fuese equivalente a la de cinco o seis personas con las mismas capacidades y los mismos compromisos sociales y laborales? La respuesta es simple: no hay respuesta. Nadie sabe cómo pasa todo esto. Nada nos hace pensar que alguien pueda justificadamente merecer tanto. No hay razón alguna que pueda ni remotamente sustentar todo esto. La explicación es sencilla: esto sucede porque no nos importa, porque nos resulta banal preocuparnos por esto, porque nos resulta natural dejar pasar el río inmenso de los aplausos, las distinciones, los homenajes, los premios, los reconocimientos que poco a poco van construyendo un ego social más allá del control de cualquiera (incluido el individuo mismo).
Luis Villoro fue un producto de nuestra propia incapacidad por cuestionar, un producto que lentamente, peldaño a peldaño, fue creciendo al punto de volverse más concreto y real que las montañas mismas. No había manera de pararlo, ni tampoco interés. ¿Cuántos monstruos más habrá que construimos lentamente, todos juntos, por meramente dejar pasar? ¿Cuántas veces no habremos pensado simplemente que ésto o aquello no importa, que los problemas reales son otros?
El elitismo es una forma de sometimiento, muchas veces autoinfligida. Todos somos menos que Luis Villoro, todos por debajo, porque precisamente todos queremos ser Luis Villoro. Vivimos en una sociedad sexista, clasista y racista porque precisamente así somos, así nos construimos, nos inventamos, nos dejamos pasar sin cuestionar, sin mucho chistar. Ya sea que nos consideremos merecedores de ese elitismo o justicieros que vendrán a poner las cosas en orden, siempre nos encargamos de mantener las mismas distinciones, porque sin ellas no somos, sin ellas no andamos, perdemos nuestra propia narrativa. Tan central nos resulta que consideramos banal, inútil, ridícula, cualquier acusasión, cualquier cuestionamiento, cualquier duda.
Hace unas semanas falleció Luis Villoro. Un ser humano igual que todos los otros billones que habitamos este planeta. Hace unas semanas falleció Luis Villoro, filósofo mexicano que habría de encarnar transparentemente las perversiones de una sociedad colonial, jerárquica y vertical. Sin duda, el problema no es ni fue nunca Luis Villoro, el ser humano. El problema es y será siempre que no logramos distinguir entre el ser humano y la persona inmensa, el monstruo, el gigante que vamos construyendo lentamente: Luis Villoro. El problema somos nosotros, sus creadores. Por eso vamos todos a despedirlo. Nos sentimos aludidos. Hay que llorar, no porque falleciera un individuo satisfecho, con una (o más) vidas por detrás, sino porque se va una parte de nosotros, esa que construimos a pulso, cada día, banalmente, sin chistar.
Hace ya un par de semanas falleció Luis Villoro, a los 50 años de antigüedad en la UNAM, con un sueldo de 120 mil pesos al mes; con quince o más años como emérito del SNI, con una beca mensual de más de 26 mil pesos al mes; y con más de veinte años en el Colegio Nacional, del cual podemos esperar un ingreso no menor a 60 mil pesos mensuales. Recibía ingresos superiores a los del Presidente de la República o un consejero del IFE, algo más o menos semejante a los ingresos de un ministro de la SCJN. Murió después de más de diez años de no impartir cursos ni asistir a seminarios. Después de años de ir, un mes no y otro tampoco, siquiera a firmar la nómina de la dependencia para la que supuestamente trabajaba de tiempo completo. Murió, eso sí, después de decir, escribir y caminar como un zapatista de cepa (eso sí, nunca vivir como un zapatista, no había necesidad). Mexicanos y no mexicanos, de arriba, abajo, izquierda, derecha y anexas, todos se sintieron aludidos. Había que llorar al aristócrata.
Desde cualquier punto de vista Luis Villoro era parte de la élite más brillante, protegida y alimentada de la sociedad mexicana. ¿Cómo es posible llegar a tal extremo? ¿Cómo es que llegamos todos a pensar que una persona puede merecer tanto? ¿Qué nos hace pensar que un ser humano cualquiera puede haber hecho tanto, tanto, durante veinte o veinticinco años como para pasar los siguientes treinta (los últimos treinta) cómodamente sentado en su casa como si su existencia misma fuese equivalente a la de cinco o seis personas con las mismas capacidades y los mismos compromisos sociales y laborales? La respuesta es simple: no hay respuesta. Nadie sabe cómo pasa todo esto. Nada nos hace pensar que alguien pueda justificadamente merecer tanto. No hay razón alguna que pueda ni remotamente sustentar todo esto. La explicación es sencilla: esto sucede porque no nos importa, porque nos resulta banal preocuparnos por esto, porque nos resulta natural dejar pasar el río inmenso de los aplausos, las distinciones, los homenajes, los premios, los reconocimientos que poco a poco van construyendo un ego social más allá del control de cualquiera (incluido el individuo mismo).
Luis Villoro fue un producto de nuestra propia incapacidad por cuestionar, un producto que lentamente, peldaño a peldaño, fue creciendo al punto de volverse más concreto y real que las montañas mismas. No había manera de pararlo, ni tampoco interés. ¿Cuántos monstruos más habrá que construimos lentamente, todos juntos, por meramente dejar pasar? ¿Cuántas veces no habremos pensado simplemente que ésto o aquello no importa, que los problemas reales son otros?
El elitismo es una forma de sometimiento, muchas veces autoinfligida. Todos somos menos que Luis Villoro, todos por debajo, porque precisamente todos queremos ser Luis Villoro. Vivimos en una sociedad sexista, clasista y racista porque precisamente así somos, así nos construimos, nos inventamos, nos dejamos pasar sin cuestionar, sin mucho chistar. Ya sea que nos consideremos merecedores de ese elitismo o justicieros que vendrán a poner las cosas en orden, siempre nos encargamos de mantener las mismas distinciones, porque sin ellas no somos, sin ellas no andamos, perdemos nuestra propia narrativa. Tan central nos resulta que consideramos banal, inútil, ridícula, cualquier acusasión, cualquier cuestionamiento, cualquier duda.
Hace unas semanas falleció Luis Villoro. Un ser humano igual que todos los otros billones que habitamos este planeta. Hace unas semanas falleció Luis Villoro, filósofo mexicano que habría de encarnar transparentemente las perversiones de una sociedad colonial, jerárquica y vertical. Sin duda, el problema no es ni fue nunca Luis Villoro, el ser humano. El problema es y será siempre que no logramos distinguir entre el ser humano y la persona inmensa, el monstruo, el gigante que vamos construyendo lentamente: Luis Villoro. El problema somos nosotros, sus creadores. Por eso vamos todos a despedirlo. Nos sentimos aludidos. Hay que llorar, no porque falleciera un individuo satisfecho, con una (o más) vidas por detrás, sino porque se va una parte de nosotros, esa que construimos a pulso, cada día, banalmente, sin chistar.
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