Hay un color muy específico, tan específico que no merece ser llamado color, que me recuerda muchos días distintos de mi vida y a mi infancia entera también. No merece ser llamado color porque no se identifica con ningún otro por más que se asemejen tonos y brillos. No merece ser llamado color, porque ni siquiera se identifica consigo mismo en los momentos en los que yo no lo escuchaba. Ese color no era más sino lo tocaba. No existía sino lo empujaba o jalaba para alcanzar lo que buscaba. Hay un color que es el color de mis tesoros cuando niño, de mi responsabilidad como adolescente. Es el color del trabajo y de la angustia, el color de mi padre al principio y al final de la jornada.
Cuando uno entraba al restaurante de mis padres, pasando por una larga puerta híbrida, mitad acero mitad cristal, podía ver de frente una gran barra de acero sobre la cuál descansaba una cafetera italiana. A mano derecha estaban las escaleras que llevaban a un amplio espacio abierto que protegía una bodega escondida llena de juguetes míos y de Sandra. Bajo la escalera, a un lado de la barra de acero, había una extraordinaria rocola llena de discos sencillos de vinilo, que dejó de funcionar como tal en los 80s y adquirió la extraordinaria función de caja de seguridad. No deja de ser extraordinario que papá haya decidido guardar su capital bajo la música, entre la música, atrás de la música. A mano izquierda, en la esquina opuesta, flanqueda por dos grandes cuadros que pretendían representar el arco del triunfo visto desde puntos opuestos de Champs Elysée, estaba la caja, un peculiar mueble donde descansaba una caja registradora, de donde salían los tickets y las cuentas, pero también las llaves, las libretas, la agenda directorio, los candados de seguridad, las múltiples copias de la carta de alimentos que sólo se ofrecía por las mañanas, desarmadores de uso cotidiano, toallas de distintos tamaños y uno que otro objeto secretamente escondido en alguno de sus cuatro inmensos cajones de madera en donde cabía todo eso y más. Esos cajones, pegados al muro cubierto de mosaico de Talavera, tenían un color muy específico, un color que sonaba a cajón inútil, que se sentía pesado e inmaniobrable, un cajón que cada vez que lograba abrirse hacía escuchar la música de los metales, plásticos y sordinas que ahí se guardaban. Como un cajón lleno de cubiertos. Como un cajón lleno de sorpresas.
Tendría cuatro o cinco años, no más, cuando descubrí el color específico de esos cajones. Me quedé con papá hasta el cierre porque no quería alejarme de él. Se fueron mi madre y mi hermana. El segundo piso del restaurante era mi reino mientras papá contaba las comidas, los tenedores, los jitomates, los cascos de refresco vacíos, los llenos, los gastos, los ingresos, las deudas, las angustias. Las nombraba y se las comía todas, poco a poco, pedazo a pedazo, mientras yo empujaba mis juguetes por el piso, hasta acercarse al precipicio de la escalera por donde habrían de entregarse a su muerte predestinada. Esa noche, jugando mientras papá contaba y contaba, descubrí el sonido, el olor, la pesadez de ese color específico de los cajones de ese mueble extraño que desde siempre había adquirido el extraño mote de "la caja". Mientras caía mi último juguete al barranco, papá abría con firmeza el primer cajón. El sonido era inconfundible, algo importante sucedía. Estiró el brazo y sacó del cajón un maravilloso cuaderno rayado con pastas de cuero y páginas pintadas en los bordes. Ahí se ascentaban las cuentas, los números, las angustias. Hizo anotaciones y volvió a guardar el cuaderno con recelo. Esa noche supe que ese cajón era importante, que ese color era irrepetible. Esa noche sacrifiqué uno de mis coches favoritos, hubo varios, con tal de mantener algún tipo de contacto con los contenidos de ese cajón. Esa noche el cochecito mártir se convirtió en cochecito espía y ese cajón de ese color se convirtió en mi buhardilla.
Desde entonces y a la fecha, cada vez que siento ese color, cada vez que huelo esa madera dura y despostillada, cada vez que escucho esa pesadez de un cajón que no se quiere abrir, recuerdo a papá y sus cuentas, recuerdo la felicidad y la angustia, recuerdo su gran corazón y todas esas inmensas alegrías y juguetes que siempre me supo guardar en los más profundo de su corazón. Mucho tiempo después, ese color tan específico, demasiado para ser llamado color, adquirió una propiedad más. Desde hace unos años ese color también es el nudo en la garganta, las lágrimas en los ojos y el dolor en el corazón. Ese color irrepetible, firme, seguro, lento, receloso es el color, sin duda, de papá.