Así son las cosas en esta época:
para
encontrarse con la
gente
que uno quiere
hay que dormir.
Piglia.
Respiración Artificial
Puse el despertador a las 6:30 am. Cinco ciclos completos de sueño. Hace ya varias semanas que llevo así mis noches. A las 7 am abrió el comedor del Colegio de San Pablo. Así que tuve tiempo para guardar todo en su lugar y hablar por teléfono con Florencia en Buenos Aires. La voz inmediata, la textura vocal, la emoción sonora, la presencia sensible. Todo eso que ayuda a combatir una distancia demasiado grande para ser aceptable. Todo eso que ayuda a combatir el cansancio de la presencia distante, la ausencia presente. Después de noticias, historias, pan tostado y una taza de café, nos lleva un taxi al norte de la ciudad. No son las 9:30 am y ya vamos de camino.
El
despertador sonó a tiempo. A las 10:30 ya habíamos dejado Sydney. Una hora
después llegamos a Newcastle. De ahí nos fuimos a Maitland, para después pasar
por Morpeth y comer en Swan Street. De ahí cruzamos el West Baratta Creek,
Middle Baratta Creek, Sandy Creek, Ten Mile Bridge, Riverview Bridge, Six Mile
Creek, Cattle Creek, Rocky Ponds Creek, Saltwater Creek y Salty Creek hasta
llegar a Armidale. Horas después. Muchas horas después de haber escuchado el
despertador, de haber masticado el pan tostado, de haber cerrado la puerta.
Colgado el teléfono. Cenamos Kebab mal hecho y frío a eso de las 7:00 pm.
Pronto salimos de ahí en dirección a Glen Innes. Sólo el clavo que se incrustó
en la llanta trasera izquierda vale la pena mencionarse. De noche, poco más que
el cielo estrellado vale la pena mencionarse. Un cielo inmenso. Todo. Completo.
Puse
el despertador a las 6:00 am bajo el mismo principio. Desayunamos en el motel
de Glen Innes el mismo pan tostado de San Pablo, el mismo de Copilco, el mismo
de siempre. Hablamos. Nos escuchamos, nada parecía más importante que escuchar.
Reconocer sintiendo. Cambie la llanta en unos minutos. Recordé aquella vez en
que, hace quince años, reventé la delantera derecha dando la vuelta hacia
Revolución desde Avenida de la Paz. Tenía la mano derecha inmovilizada tras
haberme rebanado un trozo del pulgar combatiendo una resaca espectacular. Caía
una lluvia monzónica como todos los veranos. Un amigo de mi hermana, quien
esperaba cubrirse de la lluvia en el auto, me enseñó a cambiar llantas. Jamás
pensé que algún día estaría en Glen Innes. Mucho menos que estaría cambiando
una llanta perforada pensando en aquél día de hace quince años en que aprendí a
cambiar llantas. A las 9:00 am íbamos camino a Lismore, no sin pasar por el Maiden
Creek y el Battery Creek. Pero también por Arrow Creek, Yellow Gin Creek,
Alligator Creek, Magnetic Creek, Duck Creek, Emu Creek, Snake Creek, Eden
Lassie Creek y por supuesto el Yeates Creek. Comimos en el Palate, a un lado de
la Galería del pueblo. una de las mejores pastas que he probado. Buen vino,
buen aceite, buen sazón. Decidimos olvidarnos de la llanta dañaday disfrutar el
resto del viaje. Seguramente después, cuando alcanzáramos Brisbane de regreso,
la podríamos arreglar. Así que tomamos camino rumbo a Minyon, en busca de las
catarátas. Tuvimos que pasar por el Repentance Creek, el Armstrong Creek y el
Goodbye Creek. Dos horas después batallábamos por librar un camino de doble
sentido que a penas y guardaba lugar para un automóvil. Los nativos, como
siempre, no parecían batallar. En más de una curva nos detuvimos con la
pregunta en el rostro. ¿Cómo pudo pasar por ahí ese auto? Después de varias
curvas, pasos, estrechos y ríos alcanzamos la M1 hacia Brisbane. Primera
visita. Decidí mantener mi vieja tradición de mantenerme diez por encima del
límite de velocidad. Caía la noche. Nos alcanzó justo al dejar la M1 de camino
a Gympie por la A1 y de ahí a Rainbow Beach, en el Sandy National Park, no sin
antes perdernos por las colinas del Gympie-Kin Kin Road hasta alcanzar el
final. Una hora y media después encontramos el camino adecuado. Tin Can Bay
Road. Recorrimos casi sesenta kilómetros de más, porque la noche estaba encima
y a los lados, porque lo mismo hubiera dado detener el auto, tirarse al piso y
mirar al cielo. A las 8:30 llegamos a Rainbow Beach. A las 9:00 pm en hicimos el último pedido de la noche en el restaurante del Rainbow Beach
Hotel. Éramos los únicos clientes que no estaban ebrios ni habían terminado de
cenar. Pasamos la noche en casa de una
Australiana de 70 años de edad que pensaba que sólo si fuera narcotraficante
podría un mexicano vacacionar en Rainbow Beach.
Puse
el despertador a las 6:30. Cinco ciclos de sueño otra vez. Quería hablar con
Florencia un buen rato. La noche anterior fue difícil. A penas alcanzamos a
cenar. Estábamos exhaustos. A las 7:25 am caminaba ya rumbo a la playa. Había
decidido correrla, toda. No pude correr más de 50 minutos. El sol calcinaba lo
que fuera. Había más australianos dentro de camionetas cargando cañas de pescar
que caminando o nadando. Nunca había visto a una playa convertida en una
autopista. Me pasaban por derecha e izquierda. De principio a fin. A las 8.30
regrese a la habitación. Busqué a Florencia y después de la ducha nos fuimos a desayunar.
Un largo desayuno de dos horas nos permitió conversar y conocernos, dejar de
presuponernos. Somos personajes extraños uno para el otro, con el mismo plan de
viaje. Uno muy largo.
Pensándolo
bien, no es claro que tengamos el mismo plan de viaje. En sentido estricto,
sólo él sabe cuál es el plan, hacia dónde vamos, en dónde comemos y dónde
habremos de dormir, no se diga cenar. Yo me limito a seguir las propuestas,
casi órdenes en este contexto, que llegan a cuenta gotas cada mañana. Mi plan
ha sido el de observar. Guardo silencio y sigo, obedezco, acelero, avanzo, me
detengo. Han sido muchos días, muchos ríos y muchos caminos así. Recuerdo ahora
un comentario suyo. Platicábamos, antes de siquiera salir de casa, sobre
nuestra situación laboral. Confesé mi hartazgo y mi deseo de abandonar por
completo la farsa de la política universitaria. Él me dijo algo que me pareció
correcto: "quienes logran hacer eso y estar felices con su trabajo lo
hacen porque logran distinguir plenamente entre aquellos que son sus amigos y
el resto. Con los primeros hay comunicación e incluso un ir y venir de razones,
explicaciones, disculpas y cuidados. Con los segundos lo que uno debe hacer es
tratarlos como medios para alcanzar fines, como computadoras a las que no tienes
por qué dar razones, ni hacer berrinches, ni pedir permisos." Ahora pienso
que esa tal vez sea una buena forma de llevar la vida laboral. Pero también
comienzo a dudar sobre el lugar que ocupo para él. Sospecho que la división no
me salva realmente. Que su acercamiento no es gradual sino tajante. Que tal vez
sea mejor ser gradual. Que tramar un viaje con alguien es incluirlo en ese
grupo especial de aquellos a quienes damos y de quienes exigimos razones,
berrinches, favores y explicaciones. Que este viaje no fue una trama común,
sino más bien un secuestro unívoco.
Al
terminar el desayuno afirmó imperativamente que deberíamos buscar salir a la
autopista a eso de las 11:00 am. A las 10:45 hablaba con Florencia. Fue breve,
pero suficiente para apretar los tiempos y sentir la mirada controladora a la
distancia. 11:05 y salíamos ya al auto cuando la señora de casa nos pregunta si
ya conocimos el mirador. Esta a la vuelta y llegar ahí es llegar al paraíso. No
tomó mucho más para convencerlo. Sin preguntar, nos dirigimos al paraíso.
Veinte minutos caminando bajo el sol de medio día para llegar una cuesta que
parecía un barranco lleno de arena al final de cual se deberían apreciar arenas
multicolor, justificando el nombre de la playa. No se vía nada multicolor.
Sudamos. Caminamos. Pero la vista no paradisíaca del mar era sumamente hermosa.
Un pacífico inmenso, con distintos tonos de azul y dolor. Me quedé varios
segundos simplemente de pie, dejándome llevar por un mar sin olas que estaba,
simplemente estaba. Regresé porque se había ido. Llevábamos ya varios minutos
de retraso en el plan.
Salimos
hacia el norte, rumbo a Bundaberg, donde se decidió el almuerzo. Dos horas y
treinta minutos después llegamos a la calle central. Ninguno de los
restaurantes preseleccionados estaba abierto. Ninguna de mis propuestas
disponibles fue aceptada. Terminó por ir a una cafetería ridícula a pedir un
sandwich de pan blanco. Me fui a una panadería danesa y ordené dos focaccias
vegetarianas y un americano doble. No lo dije explícitamente, pero lo mandé al
carajo. Me había quedado claro que no había ningún interés por considerar los
intereses de alguien más que los propios. Desde entonces todo fue más fácil y
más pesado. Un esfuerzo constante por desconsiderar al otro guiaba la comunicación.
Quizás por eso logramos recorrer tantos kilómetros por día. A las 15:30 me senté tras el volante.
Salimos hacia el noresete, rumbo Emus Park, pasando por Rockhampton, no sin
antes cruzar el Plantation Creek, Gibson Creek, Beatrice Creek, Catherine
Creek, Greta Creek, Dingo Creek, Maryborough, Carey's Creek, Kitty Creek,
Childers, Pioneer River Bridge, Ten Mile Creek, Billys Creek, Jolimont Creek,
Constant Creek, St Helens Creek, Bowen Bridge y el Sandy Bridge. Manejé tres
horas y media sin parar. Estaba molesto. Dejé 350 kilómetros atrás. Sin cruzar
palabra. Era ya muy noche cuando llegamos al Emus Park Hotel and Backpackers,
un nombre que siempre me pareceió gramaticalmente incorrecto. A penas tuve unos
segundos para contactar a Florencia. Todo bien al otro lado del pacífico.
Cenamos pasta de microondas con jugo de manzana. Caí exhausto en la cama
después de una ducha.
Puse
el despertador a las 5:30 am. Quería hablar con Florencia antes de salir a la
playa a ver el amanecer. La costa da directamente al este. Sería un gran
espectáculo. Pero me hacía falta su voz. Era como si se hubiera perdido entre
tantos kilómetros de ese constante ignorar al que viene a lado, al que no se
pregunta más que sus propias preguntas. Eran las 4:30 pm del día anterior en
Buenos Aires, un momento ideal para hablar. Le conté brevemente algunas cosas,
sin mencionar lo que realmente me molestaba. Era como si al no contarlo no
existiera. Como si decirlo, que ella lo supiera, fuese daré una realidad
pesada, independiente de lo que pasara en el auto, en el camino, en el viento.
Hablamos largo rato. Más tarde despertó recordando la propuesta de ir a ver el
amanecer. Salimos 6:30 am rumbo al mar. Hacía ya más de diez minutos que se
habían ido el rosa y el naranja del cielo. Pronto saldría por el horizonte. A
unos metros del estacionamiento había una rampa. Después descubrí que la usaban
los lugareños para remolcar barcos, con sus autos, hasta la entrada misma del
mar. Al otro lado estaba una banca enfrentando el sol mismo. Recordé aquella
banca de un parque en Ann Arbor a donde comencé a ir recién fallecieron todos.
Me daba tranquilidad ver el río quieto, lentamente recuperándose del invierno.
En esa banca me sentaba a preguntarme qué pasaba, quién era ahora, de qué se
trataba todo. Ahí me senté a celebrar el cumpleaños de mi hermana y, ahora veo,
a grabar mi memoria con esa banca y ese dolor. Esta banca era la misma, pero
traía consigo un sentimiento distinto. Me llevaba a la banca que me llevaba a
mi hermana que me traía a un amanecer distinto que jamás siquiera me había
planteado. No comentamos mucho el amanecer, más allá de las expresiones obvias.
No dije nada sobre mis recuerdos. Él no sé si tenga recuerdos. Su vida personal
parece carecer de emociones. Después bajamos la rampa. Caminé solo hasta la
entrada del mar a los barcos, de los barcos al mar. Era extraño ver ese proceso
de lento internamiento en el océano. Era tan lento y fácil que parecía natural.
El sol tan sólo se escondía para dar paso a los barcos. Uno a uno lo fueron
cruzando.
Nos
fuimos pronto. A las 9:00 am desayunábamos en Yeppoon, en el Waterline Cafe de
la marina local. Él investigó y decidió. Yo disfruté mi tostado con huevo y
tocino y después sonreí ante un gran trozo de pastel de chocolate. No sólo me
recordaba a mi infancia, también a mi padre quien me fomentó la afición por el
chocolate, especialmente en la forma de un pastel bien hecho. Además, comer
pastel o pan dulce cuantas veces fuera posible resultaba un acto de rebeldía
placentero. Él, con su vida sacrificada por su carrera, no podía entender cómo
yo podía comer tanto, tanto más que él, tanto mejor que él, y estar tan
delgado. Bromeaba afirmando que mi cabello consumía el exceso de calorías. Yo
sólo le dije una vez que era muy simple, tenía que mover más su cuerpo y
sentarse menos tiempo frente a la computadora. No volvió a salir el tema. A las
11:00 am nos dirigíamos a Mackay. Dejamos atrás el Banister Bog Creek, Sheep
Station Creek, Little Goodbye Creek, Winding Creek, Kangaroo Creek y Armstrong Creek.
O'Connell Creek, Deadmans Creek, Gibson Creek, Ten Mile Creek, Macquarie
Bridge, Burdeking Bridge, Palm Tree Bridge, Sydney Cotton Bridge y el Bowen
Bridge. Pasamos por Rosslyn y Bowen, después de retomar la A1, hasta llegar a
Mackay. Hablamos poco. Solía estacionarse en el lugar que le había recomendado
después de confirmar que sus propias ocurrencias estaban fuera de lugar.
Comimos en el único lugar disponible. Estaba frustrado porque sus planes no se
cumplían. Sus búsquedas esquisitas por los restaurantes más visitados y mejor
calificados en Trip Advisor eran inútiles. No eran días ordinarios. Eran días
de viaje, de playa, de descanso. Yo felizmente comía cualquier cosa. Pedí una
hamburguesa. Él sufría buscando un platillo que valiera la pena. Mientras el se
decepcionaba, yo meramente masticaba. El segundo pastel del día vendría al
final. Veía en él, en sus gestos, su inflexibilidad, su molestia, su rechazo,
algo que supongo he visto en mi mucho tiempo. Es esa pátina de mal olor e
incomodidad que nos deja la vida cuando buscamos tenerla siempre bajo control,
empuñándola, sometiéndola. Cuando nos gusta engañarnos y pensar que en efecto
hacemos con la vida lo que deseamos, que vamos a donde queremos y estamos con
quien más deseamos. Se es más feliz, pienso mientras lo escucho quejarse una
vez más por la carbonara mal hecha, cuando se está convencido de que la vida
hace con uno lo que quiere y con eso, a partir de eso, uno hace lo que puede.
Fue un placer disfrutar ese segundo pastel ante ese rostro adusto. A las 13:30
tomaba una vez más el volante. Nos dirigíamos a Townsville. Era el día más
largo. Nos esperaba 400 kilómetros más. Tomé el volante y lo mandé al carajo.
No volvía mirarlo. Preparé una lista de canciones suficientemente larga para no
atenderla en cuatro horas. Cuatro horas después habíamos pasado ya por Home
Hill, Batte Creek, Guthalungra, Gumlu, Kuthabul, sin olvidar el Janes Creek,
Barratta Creek, Alligator Creek, Goats Creek, Six Mile Creek, Anne Creek, Marys
Creek, Salty Creek, Proserpine Creek, Elliots Creek, Pioneer Creek, la
enigmática Digeridoo Lagoon, el Cotton Creek, el Sandy Creek el pueblo de Ayr
antes de tomar las colinas, ya en plena noche, hacia Townsville. Hacía ya 10
kilómetros que teníamos que cambiar de conductor. Yo seguía volando sobre el
camino, como si los kilómetros fuesen mi enemigo y mi mejor amigo. Me permitían
ignorarlo, controlarlo, atemorizarlo, hacerle ver que había algo más que su
voluntad en ese auto. Hasta que su temor por mi cansancio venció mi paciencia.
Media hora después llegamos a Townsville. Nos fuimos directamente a cenar a un
restaurante Thai, International Food, en la calle Flinders.
Al fin
habíamos llegado a nuestra meta. Al día siguiente tomaríamos un bote al
Pacífico, no un auto al camino. Bebíamos cerveza. Hablábamos. Me preguntó si
quería tener hijos y cuándo. Respondí directamente que sí, que en los próximos
dos años. Se sorprendió ante mi respuesta. Me sorprendí ante la naturalidad de
mi respuesta. Confeso no saber bien qué pensar sobre el tema. Le parecía que
tener hijos era un sacrificio muy grande y que por eso no sabía bien cuándo. Le
dije que solía pensar como él, sin saber realmente si buscarlo o cuándo
hacerlo. Hasta que simplemente dejé de
pensar que era un sacrificio. Callé unos segundos. La duda en su rostro me hizo
pensar el por qué. ¿Por qué no pensaba más aquello que antes me convencía, que
tener hijos era una joda, un sacrificio,
una labor? La respuesta era obvia. El cambio real, le dije, surgió cuando dejé
de creer que mi carrera era lo más importante para mi. Cuando empecé a ver mi
empleo como un trabajo, como un quehacer
que me ayuda a seguir andando, a vivir, a no depender, a ser libre, entonces
empecé a usar mi carrera para mi beneficio y dejé de ver mi vida en función de su progreso.
Mientras él me miraba con sorpresa yo recordaba una charla que tuve hace cosa
de diez años con la madre de una amiga. Era la misma charla, la misma pregunta.
En aquél momento dije que no sabía cuándo tener hijos porque tener hijos era un
gran proyecto, algo que me involucraría de manera completa, algo que me
obligaría a poner mi carrera en un segundo plano. En esa otra charla dije lo
que me parecía obvio lo que veía en casa. Ella me respondió que no era así. Que
uno no tenía que sacrificar ni subordinar sus planes personales para tener
hijos. Ahora pienso que a partir de ese
momento comencé a ver las cosas como ella hace diez años, como él ahora, con su
vida subordinada a su carrera, como yo hace unos años, con el trabajo jugando
el papel de la vida y el amor que había perdido. Ahora pienso que soy
terriblemente afortunado por no pensar más así.
Despertador
a las 5:30 am. Hablé con Florencia un buen rato. La cena del día anterior había
removido el espacio emocional. A las 6 salíamos hacia el puerto. Una vez más no
compartió la dirección exacta del sitio al que íbamos. Terminó dejando el auto
una colina antes del puerto. Caminaba con ese ritmo patético de quien desea
correr pero no se permite la desfachatez. Llegamos después de la hora citada,
pero a tiempo. Salimos hacia el este. Se esperaba un mar picado. Recordé aquél
viaje tortuoso de tres horas en barco entre el Morro de San Pablo y Bahía en
donde confirmamos que era amor lo que nos unía. Sufría demasiado aquella vez.
El horizonte subía y bajaba en un rango de uno a dos metros. Todos vomitaban.
Faltaban horas antes de llegar a tierra. Sólo podía pensar en la muerte. Una
tortura, literalmente. Florencia temía por mi. Salimos juntos de la tortura,
más juntos de lo imaginado. Pero ahora no estaba Florencia sino quizás la
persona más alejada posible de esa comprensión emocional y ese cuidado por los
demás. Todos vomitaban. Dos horas y media después llegamos al gran arrecife de
coral. Yo seguía mareado. La recomendación era nadar. El mar tranquiliza, dijeron.
Me alisté con las aletas y el esnorkel. No sin preguntarme sinceramente, y en
voz alta, por qué la gente se hacía este tipo de cosas a sí mismas. La mujer a
mi lado se rió y añadió: esa es una muy buena pregunta. Los demás ignoraron sus
vómitos y temores y se lanzaron al mar. Sólo nadé treinta minutos. Todo me
parecía una estupidez. El arrecife y los peses se ven mejor por computadora. La
sensación de respirar por un tubo que de vez en cuando deja entrar agua salda
no es precisamente el mejor catalizador del placer o la belleza. Decidí mandar
a todos al carajo. El viaje incluía un almuerzo intermedio. Después de comer
dejé a un lado el esnorkel y me vestí. A los diez minutos estaba durmiendo en
la pequeña banca del interior del bote. No volví a levantarme sino para salir
del mar y volver a tierra.
A las
8:00 pm cenábamos en un restaurante presuntuoso. Ambos celebrábamos. Cosas
distintas supongo. Él celebraba haber cerrado su plan personal de viaje. Yo
celebraba haber sobrevivido el secuestro, pero también haberme visto cara a
cara con un espejo tan cercano como él, haber visto mis deseos en los suyos,
mis sacrificios en los suyos y no poder sino preguntarme ¿por qué la gente se
hace esas cosas a sí mismas? ¿Por qué se impone estos proyectos, estos deseos y
sacrificios, deliberadamente? Más de mil kilómetrosy dos días de manejo nos
esperan antes de tomar un vuelo que nos salvara la mitad del viaje. Cada día,
cada hotel, cada instrucción, cada silencio en el auto me resultaba más
insoportable. West Baratta Creek, Sandy Creek, Repentance Creek, Cattle Creek,
Waistcoat Creek, Gates Creek, Emu Creek, Eden Lassie Creek, Proserpine Creek,
Didgeridoo Lagoon, Railroad Crossing Reduce Speed Ahead, Macquaire Bridge,
Burdekin Bridge, Sydney Cotton Bridge, Palm Tree Bridge, Pioneer Bridge. ¿Cómo
fui a convertirme en alguien así? Una persona decididamente sola en sí misma,
abandonando a todos. Una persona que está sin estar. Abandonada de sí misma.
Entregada a planes ajenos que predica como propios. Una persona con éxitos
ajenos. Los de los planes impuestos. Una persona infeliz. Profundamente
insípida e infeliz. Hervey Bay, Beelbi Creek, Burrum Heads, Torbanlea,
Saltwater Creek, Deadman’s Gully, Maryborough, Mary River, Chinaman Creek,
Tiaro Creek, Oaky Creek, Gutchy Creek, Kelihers Creek, Deacons Creek, Glenwood
Creek, Durramboi Creek, Curra Creek, Spring Valley Creek, Deep Creek, Six Mile
Creek, Kybon Creek, Seaggal Creek, Tebrogaran Creek, Paynters Creek, Beerburrum
Creek. Brisbane. Sydney. Más intrigantemente, ¿cómo logré dejar de ser alguien
así?
Cuatro
mil doscientos setenta y siete punto un kilómetros de ir y venir. Un corto
viaje para descubrirlo todo. Para reconocerse actor. Para identificar máscaras.
Para mirar temores. Para recordar horrores. Para cuestionarse una vez más,
cómo, cuándo, por qué. ¿Por qué no? Para
dejar de hacerse estas cosas uno mismo. ¿Por qué no ser una persona cualquiera?
¿Por qué no dejar de hacerse estas preguntas? ¿Por qué no?