Un poco de escepticismo moral no le vendría mal a nadie. Aceptar, al menos, si no creer que no hay tal cosa como un conocimiento, un saber, un estado mental de poder sobre los juicios que tanto dicta cómo actuar, cómo ser, qué creer, qué decir y qué pensar, es profundamente liberador. Pero también genera angustia. Sobre todo en aquellos acostumbrados a vivir bajo una clara línea de normas que separan el bien del mal, la correcto de lo reprochable y, aunque no se quiera, la vida eterna de la muerte constante.
Pero es difícil esperar que alguien realmente sea un escéptico moral. Parte del juego mismo de ser un humano consiste en pretender, al menos, que hay tal cosa como conocimiento moral. Nos gusta, nos apasiona, nos hace sentir bien actuar como si supiéramos qué es lo bueno, lo que debemos, lo que se debe, lo que han de hacer todos. Es tan central esa estructura a la psique humana que parece más bien que sólo un fantoche podría intentar convencerse de ser un escéptico moral.
Así que lo mejor que nos queda, entonces, es ser un humilde relativista. Cada quien sus reglas, sus normas. Cada quien sus padres. Cada quien sus ídolos. Cada quién sus nortes y sus sures. Que nadie se mueva ni pretenda mover a los demás. Todos tranquilos. Siempre y cuando haya consistencia en lo aceptado, que cada quien acepte lo que se le pegue la gana. Ya después veremos qué pasa cuando no coincidamos. Ya ahora vemos qué pasa cuando no coincidimos. Todos los días, todas las horas de todos los días, disputamos nuestros saberes relativos sobre el bien, el mal y lo demás.
Y sí. Ser relativista no es lo mismo que ser escéptico. Pero casi. Ir del relativismo al escepticismo es como ir de la cuerda floja al vacío mismo. No hay gran diferencia, un punto nimio de apoyo. Y al mimso tiempo hay un mundo de diferencia. No caemos, o al menos, eso creemos.
No hay verdades morales. No hay conocimiento moral. No hay principios morales. Pero, si tenemos suficiente coraje, evitaremos el vértigo una vez que pensemos que basta con que tengamos coraje para convertir esa cuerda floja en una red. No hay puntos de apoyo. No hay cuerda. No hay nada más que vacío y la increíble apuesta de que todo salga a pedir de boca. Pero con eso basta. Ha bastado. Bastará. Ni la historia natural ni la humana han seguido nunca el camino del deber. Ni lo seguirán. Pero siguen, las dos, andando.
Si no hay piso, ni red, ni cuerda, ni punto alguno sobre el cual pararse sabiendo que todo de ahí vendrá, sólo el coraje nos podrá ayudar. Habría entonces que seguir, andar, empujarse confiando en uno mismo y empujar. Desconfiando de uno mismo, también, y empujar. Porque van los demás en uno y uno en los demás. Y empujar. No hay más. No se necesita saber que se hace lo correcto, el bien, lo que se debe, para empujar. Sólo hace falta coraje, nada más, para empujar.
Habrá quienes sigan buscando el cielo de las redenciones, las utopías, la vida buena y la buena vida. Habrá también quienes sigan evitando el infierno y nada más. Que cada quien se defienda como pueda. Yo lucharé contra mi mismo para asegurarme de estar satisfecho tan sólo por empujar.
Auditorio Raul Fournier, Facultad de Medicina, C.U., México D.F., marzo 31, 2014. |