Como era de esperarse, habló Bergoglio. Pronunció verdades no triviales, que ya conocíamos, y otras tantas triviales, que se resbalan de tanto escucharlas. Quienes esperaban la salvación, las habrán escuchado en medio de un trance epifánico. Para los demás, esto es lo que nos queda.
Después de presentarse como autodenominado mensajero de la misericordia y paz, comienza por decirnos que estudió un poco antes de venir a México. Nos dice, por ejemplo, que somos un país con una gran biodiversidad y una riqueza natural sobresaliente. Que tenemos una gran riqueza cultural, indígena, mestiza y criolla "no siempre fácil de encontrar". Pero no sólo estudió historia y geografía, también demografía. Nos recuerda que somos un país con más de 50 millones de jóvenes. Nuestra principal riqueza, dice Bergoglio, son ellos (¿será por eso que los desaparecemos cada quince días? No son verdades triviales, sin duda. Hace falta un poco de estudio, o de investigación empírica, para conocerlas.
Luego pasamos a las verdades triviales. El presente de México debe ser forjado por hombres y mujeres justos y honestos en búsqueda de un bien común. Un bien común que no se da mucho en estos días (¿en serio?). Y luego, lanza cátedra político-social: "Siempre que buscamos el beneficio de unos pocos en detrimento de muchos la vida en sociedad se vuelve terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico y la exclusión..." entre otras bestias. Esta es una verdad, digamos, parcialmente trivial. Hace falta algo de experiencia para reconocerla, pero cualquier experiencia humana la confirma. Lo sabíamos ya con Hobbes.
La afirmación es, a todas luces, general e inútil. Si hacemos injusticias (i.e., beneficiar a unos pocos sobre muchos) allanamos el camino a otras injusticias (corrupción, narcotráfico, etc.). Es tanto como decir que si hacemos algo malo habremos hecho el mal. No obstante, nunca faltan los deslumbrados visionarios, capaces de encontrar cosas donde no están. No faltarán quienes lean esta afirmación trivial como algo no trivial y, peor aún, como una crítica a un grupo específico. Como una reprimenda a los políticos mexicanos, por ejemplo. Hace falta un poco más de rigor para ser un buen periodista.
Cierra el discurso, con otra recomendación poco útil, demasiado general. La identidad mexicana, forjada con años de tragedias, guerras y desastres, nos ayudará a salir de este atolladero (¿para entrar en el siguiente?) ¿Pero cómo salir, querido Bergoglio? Acá la solución: que haya un acuerdo de las instituciones políticas, sociales y de mercado (¿como el acuerdo entre narcos, políticos y banqueros?). Busquemos una política auténticamente humana, nos dice. Sea esto lo que signifique, estoy seguro que todos estarán de acuerdo. Todos buscan una política humana, el tema es que a cada quien le importa algo distinto de lo humano.
Por si quedan dudas, Bergoglio deja instrucciones a los gobernantes. Instrucción, también trivial, sobre todo si recordamos que no difiere mucho de la instrucción que a esos mismos gobernantes les da ya la Constitución Política Mexicana. Gobernantes mexicanos, por favor, garantizen paz y justicia. Por favor sean responsables y promuevan el desarrollo. Por favor, hagan su trabajo.
Después de esta breve consecusión de aseveraciones poco útiles, se observa una verdad no trivial, igualmente papal, que sí preocupa, sobre todo si nos interesa la salud del obispo de Roma. La altitud de la Ciudad de México le está pegando duro al rechoncho sacerdote. Se le ve hiperventilar a la vez que combate una visible taquicardia. Como buen porteño devenido romano, no tiene capacidad de andar varios pasos y subir algunas escaleras a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Que lo cuiden, no se nos vaya a pelar en estas tierras y luego nos culpen de terroristas geográficos.
El discurso de Bergoglio en Palacio Nacional nos deja entonces dos lecciones. Primero, debemos hacer lo que debemos hacer para salir de donde debemos salir y alcanzar lo que deberíamos tener. Segundo, hay que planear el próximo viaje de Bergoglio con una semana más en la agenda. Así le damos siete días de adaptación a la altura de la CDMX.