Dicen por ahí que la venta de armas a personas de a pie ha aumentado significativamente en el vecino país del norte. Se ofrecen dos razones. Por un lado, la campaña electoral del Partido Republicano que, desde hace ya varios ciclos, ha decidido mantener y pulir una imagen de protector beligerante. Por otro lado, la existencia de grupos terroristas altamente publicitados, como el Estado Islámico, que ha probado su capacidad para atacar lugares impensados (como Paris). La insistencia del presidente norteamericano de controlar la venta de armas lo ha convertido, paradójicamente, en el mejor vendedor de armas de los últimos años. Dicen.
Más allá de lo que se dice, algunas cosas son claras. Los peatones del vecino país del norte no viven más seguros gracias a que tienen el derecho a portar armas. Pero sí es más probable morir a manos de un psicópata armado en E.U.A. que en México o Argentina, digamos. El derecho a portar armas es a todas luces anacrónico, asociado a la defensa de la libertad de creencia religiosa a mediados del siglo XIX. Hoy día, el derecho en cuestión sirve para poco más que fomentar una de las industrias más grandes del planeta, la producción y venta de armas.
Todo esto es ya de todos sabido. Lo menos conocido es la trampa autodestructiva en la que cae una persona (o gobierno) que ve en las armas la solución a su inseguridad. Pensar, primero, que para defenderme lo mejor es armarme y, segundo, que éste es el razonamiento que todos deben seguir, es una receta de autodestrucción. Si todos piensan así, todos serán más peligrosos para los demás de lo que eran antes.
Así como Europa se suicida al defenderse de Estado Islamico con armas hacia afuera (y no con educación y trabajo hacia dentro), de igual manera el peatón norteamericano se suicida al defenderse con armas en casa (o en la cintura) con la disposición de usarlas contra lo desconocido.
Es cierto, si estoy armado podré defenderme mejor ante un eventual ataque armado. Pero no es menos cierto que al aceptar esto habré aumentado la probabilidad de sufrir un eventual ataque armado. La lección es al menos tan vieja como Hobbes. Homo homini lupus est. Sólo renunciando a la capacidad de destrucción podremos evitarla.