Tuesday, February 16, 2016

La Vanidad Papal

Cuarto día de turismo papal.  Nos habla de amor guadalupano a los desprotegidos; entre ellos principalmente los jóvenes, los indígenas y la naturaleza. Nos aconseja coraje y humildad. Pide hacer labor pastoral y no política. Salir a las calles y no limitarse a dar discursos en catedral, en el episcopado o en el congreso. Nos sugiere evitar las tentaciones de la fama, la avaricia y el orgullo. Y de paso recomienda no intentar dialogar con el mal, sino dejar que las palabras de dios resuelvan todo.

Mientras el papa habla, habla y habla, la gente jodida, los desprotegidos del papa, siguen esperando que los escuchen. Los indígenas siguen esperando que entiendan, entre ellos Bergoglio, que lo que quieren no es que les den misa con golpe de pecho, sino trabajo, sustento, libertad, educación.

Mientras el papa habla, habla y habla sobre lo peligroso que privilegiar a unos cuantos en detrimento de muchos, sobre la corrupción y la desigualdad, la gente desprotegida ya sea por el estado o por la iglesia, sigue llenando plazas sacrificando su salud por escuchar tanta palabra bendita.

Mientras el papa habla, habla y habla, la gente desaparecida, las víctimas de la guerra del estado mexicano contra el pueblo mexicano, también conocida como guerra contra el narco, siguen esperando que alguien, alguna cabeza de estado de algún estado de esos que tantos hay en el mundo, los reconozca. No hay reunión agendada con desprotegido alguno. Hay quejas, eso sí, por tener la insubordinación, la arrogancia de creer que se le puede sugerir, insistir o presionar al papa para que corrija su conducta discursiva.

Mientras Bergoglio habla, habla y habla los de abajo escuchamos de rebote que importa más lo que se dice que lo que se hace. Que la imagen proyectada en pantalla pesa más que la justicia silente de la que nadie se entera. Mientras Jorgito el porteño se llena la boca de bellas y encandilantes palabras de justicia, perdón y amor, los de abajo descubrimos una tentación más que el obispo de Roma parece haber dejado en el olvido de su negación.

 A Bergoglio se le olvidó el Eclesiastés (Predicador), el libro que más le debe pertenecer.

Vanidad de vanidades, dijo el Predicador, vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol? ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay de nuevo bajo del sol.

Miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu. Lo torcido no se puede enderezar y lo incompleto no puede contarse. ¿Para qué, pues, he trabajado hasta ahora por hacerme más sabio? Y dije en mi corazón, que también esto era vanidad.

Porque, ¿qué tiene el hombre de todo su trabajo, y de la fatiga de su corazón, con que se afana debajo del sol? Porque todos sus días no son sino dolores, y sus trabajos molestias; aun de noche su corazón no reposa. Esto también es vanidad.

Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de romper y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar.



A Berboglio sólo parece importarle su trabajo: dar misa por el mundo y esparcir sus justicieros discursos.  Olvida que de nada sirve su trabajo. Que sus homilias no enderezan lo torcido ni terminan lo incompleto. Que su imagen de viejo sabio y sus esforzados discursos misericordiosos no son más que superficie y vanidad. No sabe reconocer el tiempo de callar, menos sabe aún que el silencio se hizo para escuchar.  Su cansado corazón, taquicárdico a dos mil metros sobre el nivel medio del mar, está lleno de vanidad.

Vanitas vanitatum, dixit Eclesiastes, vanitas vanitatum et omnia vanitas.