Es de todos sabido que la revolución atrae feligreses como el pan caliente a sus compradores. Ser parte de la revolución, ser revolucionario, ha sido desde siempre una salida decorosa a la triste existencia personal de quien no se basta a sí mismo, ya sea porque considera que su valor es ínfimo o bien inmenso (tan grande que va más allá de si mismo hasta llegar a la revolución misma).
Sabemos también que la superficie de las cosas es una de las grandes fascinaciones humanas. Nos fascina ver, sentir, escuchar, acariciar y probar la superficie de todo. Podemos llegar incluso a obsesionarnos con el tema. Nos encanta todo aquello del medio ambiente que se nos preste fácil y simple a la percepción (por cualquier órgano). Por el contrario, no nos gusta mucho tener que pensar para aprehender algo. Si basta con ver, mejor. Si acaso, leer un poco. Pero pensar para entender, pensar para hacer, jamás. De ahí que nos encante la estética de las cosas, lo perceptible.
La extraordinaria comunicación instantánea en la que vivimos hoy día nos ha permitido reunir, mezclar y fomentar ambas fascinaciones humanas. Somos más revolucionarios porque hacemos más revoluciones. Siempre y cuando (como señala Florencia) sean superficiales, estéticas, digamos. El mundo se llena de revolucionsitas (término Florentino), fanáticos del engrandecimiento revolucionario superficial. Estético, digamos. Hasta ahí. Nos rodeamos de revolucionistas expresan sus creencias revolucionistas con imágenes revolucionistas asociadas a ideas y esperanzas revolucionistas.
El caso reciente del espectáculo de cabaré al medio tiempo del quincuagésimo supertazón es un ejemplo paradigmático del revolucionismo contemporáneo. Racismo y armamentismo matan y denigran a gente inocente por decenas en todo el mundo. Sobra decir que es un mal a erradicar. Pero no sobra bailar, mover el culo, cantar y hacer como que uno hace algo sustancial para cambiarlo. No sobra porque es revolución superficial y eso nos importa, mucho, hoy día. Tanto nos importa, que hasta debemos enfrentar disputas por el control de la superficie.
¡Qué bendición tener internet! ¡Qué fortuna contar con Facebook! ¡Nada mejor que tener una computadora de bolsillo con cámara de foto y video y, por supuesto, conexión a internet! Nunca ha sido más fácil obsesionarse con la superficie e ignorar lo sustancial olvidando que los problemas tienen fondo y que su cara más visible casi nunca importa. Nunca será más sencillo ser revolucionario que en la era de los revolucionistas, de los incontrolables amantes de lo inmediato, lo fácil, lo visible, lo aprehensible en un instante.
Aplausos al esteticismo revolucionario.
¡Que vivan los revolucionistas!