No sé cuál es la condición específica. Pero llega un punto en el que la temperatura, la presión atmosférica y las nubes se conjuntan para bañarnos con una lluvia más bien efímera. No es líquido lo que cae. Tampoco es sólido y, obviamente, no es gas. Cae.
Son copos de nieve terriblemente finos. Demasiado finos para verlos a simple vista. Suficientemente grandes, sin embargo, para saberlos precipitarse. La luz se refleja en sus vanas superficies. Uno asume, por inercia más que por saber, que esos puntos unidimensionales de luz que navegan libremente el espacio no son, realmente, pequeñas lumbreras, ni tampoco inmensas partículas de luz misma. Tampoco, asume uno, son microscópicas naves, cubiertas de aluminio, comandadas por homúnculos. No, nada tan aburrido como eso. Son simplemente los copos de nieve más finos que puede haber.
Puesto que no se les ve, no se sabe bien qué sucede con ellos. No es justificable decir que caen sobre superficie alguna sobre la cual se derriten. No hay evidencia a favor. Tampoco se puede decir que se acumulan en su insistencia invernal. Por todo lo que uno logra ver, estos finos copos siguen viajando libremente sobre el viento, por el tiempo, en el espacio. Es extraño, ciertamente, que uno pueda saber que están ahí, cruzando el plano, sin poder, con igual certeza, verlos ahí cruzando el plano. Y es que, en sentido estricto, uno sólo logra ver los destellos de luz que reflejan. Y así, con la perspectiva adecuada, uno puede ver una miríada de luces puntuales, presumiblemente congeladas, destruyendo puntualmente lo que encuentre en su camino.
¿Cómo serán esos finos copos, más pequeños que sus efectos? Por ahora sólo podemos pensar que son fríos al tacto. Pero bien podría ser que lo frío sea la luz misma que dirigen.
No sé bien cuál sea la condición específica. Pero se me antoja creer que estas cosas no son nieve sino polvo de diamantes.