¿Cuántas cosas habrá que hacemos, pensamos, creemos y sabemos gracias al azar? ¿Cuántas medicinas, cuántas curas, cuántas estructuras y edificios que ahora nos sostienen? ¿Cuántos hábitos, instituciones y formas de vida en general?
Hay cosas que sólo se descubren por azar. Las vacunas y la radioactividad. Combustión y electricidad. Cosas sobre las que construimos lentamente nuestro andar. Creencias, decisiones, programas de investigación, políticas de gobierno, todas a caballo sobre esto que afortunadamente reconocemos. Descubrimos.
Hay cosas, por ejemplo, que sólo la ignorancia permite descubrir. Cosas que sólo el frío extremo y un bigote y barba desmesurados y descuidados, nos enseñan. Si uno se dispone en estas circunstancias, a menos veintiún grados, barbudo y sin pasa montañas. Se dispone, pues, a cruzar el centro para llegar al campus, a enfrentar un día azul, hermoso, brillante, sin copos precipitados. Si uno llega torpemente a disponerse así, a entregarse así, al invierno, descubre lentamente un sin fin de cosas.
Se descubre, por ejemplo, que las barbas, contrario a lo que se piensa, no sirven de un carajo. Descubre, más bien, que entorpecen. Y este torpe descubrimiento no llega solo. Cuando uno está así dispuesto descubre, también, cuál es la cantidad exacta de humedad, de hidróxido procesado, de agua efímera, que expulsa uno por boca y nariz al respirar. Pues a menos veintiún grados esa humedad no pasa de los bigotes desmesurados, de la barba desarreglada. Se queda ahí, atrapada por el frío y, por consecuencia, se condensa en esa forma del ser que llamamos ‘hielo’.
Así, pues, con descubrimiento en cara, va uno por la vida con un tanto de hielo recubriendo el rostro. Y entonces nota y maldice uno la existencia de bigotes y barbas desmesurados. Y entonces comienza uno a dolerse. Pues las estalactitas capilares no son menos puntiagudas ni menos frías que esas otras que suele uno encontrar en los polos. Hasta que por fin encuentra uno cobijo. Protección alguna en donde pueda tranquilamente entregarse al terapéutico proceso de dejarse derretir el rostro.
¿Cuántas cosas habrá que hacemos, pensamos, creemos y sabemos por azar? Es difícil determinarlo ahora que vivo con este invierno que mandé llamar.