Existe entre lo humano una sensación extraña, difícil de describir. Está más relacionada con la comprensión, el entendimiento, que con experiencia alguna. Sucede en aquellos momentos en los que uno, por la razón que sea, ha decidido formar parte de un grupo. Uno sigue sus hábitos, recomendaciones, exigencias. Uno, eventualmente, comprende, o cree comprender, al grupo en cuestión. Uno, idealmente, se hace parte del mismo.
Pero la comprensión, afortunadamente, no es lo mismo que la completa identidad de creencias. A diferencia de alguna sugerencia Gadameriana, uno no tiene que, quizás por que no puede, convertirse en un duplicado mental de lo que busca comprender. Comprender no es duplicar. Duplicar, por más que se quiera, no será identificar. Así que todo esfuerzo por incluirse en el grupo aquél, esperando que la comprensión ésta sea suficiente, está destinado a la exclusión. A lo más, uno puede aspirar a la inclusión distintiva, no igualitaria, sin duplicidad. Todo miembro de un grupo es, irónicamente, opuesto a él.
Y así vamos, sin embargo, creyéndonos miembros, duplicados, partícipes, engranes, constituyentes, elementos. Y así vamos, esperando resguardar nuestras creencias tras la fuerza de la tradición. Y así vamos, aceptando a pie juntillas que uno comprende y es comprendido, que uno es eso y eso es uno. Que todo funciona como dos líneas paralelas que no por ser dos dejan de ser idénticas.
Hasta que uno recae en este tipo de dudas, en estas incómodas preguntas, sobre la comprensión, la inclusión, la diferencia y la exclusión en aquél grupo del que uno, por el dudar mismo, se ha permitido el lujo de divorciarse. Hasta que uno se pregunta si había realmente algo ahí, alguna creencia, tal vez sólo una, que resguardara la relación con el grupo. Hasta que uno se pregunta, por ejemplo, si el darwinismo no se ha vuelto un mito, o si existe realmente algo así como una explicación científica de algo. Uno se pregunta y se pregunta si hay algo así como el significado, si la semántica tiene sentido, si la moral, la política, la justicia, los números. Uno se pregunta y se pregunta y cae en la cuenta de que esto, las preguntas, las dudas, son lo único que (si acaso) puede esgrimirse como puente transitorio entre uno mismo y el grupo.
Uno estudia, lo que sea, la filosofía, la física, la química, siempre desde algún contexto. Nos gusta llamarlo tradición porque nombrarlo nos da la ilusión de homogeneidad, la creencia de que hay algo ahí, algo asible, que nos justifica. Y después de mucho trabajar, después de mucho recorrer el contexto, uno cae en la cuenta de que no hay ahí nada siquiera cercano a lo que uno hubiese imaginado. Y después de mucho tiempo, uno cae en la cuenta de que está, una vez más, solo y su alma en su afán por construir una historia de ficción que tranquilice esta ansiosa petición de respuestas.
Uno trabaja y descubre que no existe el grupo, el engrane, las verdades, lo demás. No, no hay piso. Pero no porque se haya perdido. Uno descubre, con el tiempo, que más bien nunca hubo piso.
Y así es como uno se enfrenta a la necesidad de reconstruir su camino. Así es como uno comprende que tiene ante sí la labor de generar su propio contexto, sus propias historias, sus propios grupos. Cuando uno se da cuenta de que sí, que por supuesto, que obviamente ha sido uno educado desde un cierto contexto. Pero que no, que obviamente no, que en ningún sentido, que jamás será el caso, que ni cómo imaginar, que uno tenga ya las ideas aseguradas por el grupo, ya no se diga idénticas, al menos consistentes, consecuentes, que sean, al menos, engarzables. Pero no, nada, ni cómo hacerlo.
Es así como uno llega a tener esta sensación tan humana y tan extraña y, por otra parte, tan indescriptible. Esa sensación de ser parte de un grupo, de un contexto, de una tradición, de ser engrane, parte, miembro, elemento y al mismo tiempo reconocer, por que no hay manera de ignorarlo, que uno simple y llanamente no es parte de ese grupo, que su línea no es paralela al referente imaginario. Es así como uno llega a tener la sensación de ser algo así como un barandal inconexo, no paralelo, que guía supuestamente el camino de las escaleras tan paralelas entre sí. Que guía, sí, pero que apunta incuestionablemente en otra dirección.
En esto consiste andar por el mundo sin paralelo. Un poco angustiante, sin duda. Pero, sin duda también, profundamente liberador.