Este fin de semana el departamento organizó una serie de charlas para festejar a uno de sus profesores de mayor antigüedad. El homenajeado labora y laboró en cuestiones de lenguaje, lógica e inteligencia artificial. La conmemoración consistió en invitar a los “amigos” del celebrado: Stalnaker, van Fraasen, Veltman, Partee, Roberts, Lewis (S), Belnap, Lascarides, Cross, Kamp (ausente) y Morgenstern. La plana mayor.
Se habló de todo tipo de cosas. Corrijo. Se habló de todos los pasajes relevantes del Evangelio según san Mateo: la necesidad de la identidad, el razonamiento abductivo y la monotonicidad, las creencias sobre creencias, la formalización de todo, el lenguaje, todo. Los gestos, los chistes, las caras. Se habló, obviamente, de la simulación del todo formalizado y de los condicionales subjuntivos y contrafácticos. La fiesta culminó con una homilía a cargo de la sacerdotisa mayor.
Desde el comienzo pensé que sería una serie de charlas terriblemente útiles. Que mucho habría de aprenderse. Lo confirme con el paso del tiempo. Aprendí verdades terribles y sustanciales. Reconocí, por ejemplo, el gran espesor de la tradición en la que estoy metido. Pude vislumbrar, sin mucho detalle y a la distancia, los dogmas, los mitos, los rezos, los prejuicios de la que tanto y con tanta felicidad he formado parte. Comienzo a pensar que me estoy saliendo de esta tradición. Ahora que lo pienso, debo estar un poco fuera. Porque desde el púlpito es imposible ver lo absurdos que son los milagros. Veo, poco a poco, que mi formación a sido distinta.
Además de visitar por enésima ocasión los lugares comunes de la filosofía del lenguaje creada en Estados Unidos en los años sesenta, se visitó los altares de sus padres fundadores. Fue casi como pasearse por la Basílica de San Pedro. Por la derecha aparecen Kripke, Harman y Davidson. Por la izquierda tenemos a Tarski, Montague, Kamp, Lewis y Kaplan. Todos monjes y padres al mismo tiempo. Concensando lentamente las bases de lo que treinta años después sería la única manera de hacer filosofía del lenguaje. Y entre tanto párroco aparecía uno que otro monaguillo un tanto más lingüista: Partee, Lakoff, Katz, incluso Fodor. La misión: tomar la teoría conjuntos con el cucharón de la lógica clásica, pasarla por el fuego lento de la lógica modal cuantificacional y mezclarla lentamente con la más reciente propuesta sintáctica de Chomsky. Para alcanzar el amarre adecuado habría que utilizar la teoría de conjuntos tan cómodamente transformada en gramática por Montague.
Montague: el cristo de la filosofía del lenguaje. Padre redentor que nos enseñó a multiplicar los panes, a formalizar todo lo expresable. Insufrible mártir que nos mostró que no hay diferencia entre el lenguaje formal y el lenguaje natural. ¿O acaso sólo lo presupuso y todos los demás lo adoraron? ¿Y es que cómo se puede comenzar la investigación misma sobre el lenguaje natural presuponiendo que no hay diferencia alguna entre éste el formal, creado, de laboratorio, conocido y reconocido? ¿Cómo es que esta no es una petición de principio? ¿Cómo es que toda esta tradición no es más que la religión de algunos?
Hacer filosofía del lenguaje, predicaba Stalnaker, consiste en encontrar las distinciones adecuadas o, mejor dicho, las entidades semánticas adecuadas y exponerlas ante los lingüistas. Una vez echa la labor metafísica, los lingüistas pueden tranquilamente hacer su trabajo y explicar cómo es que con esos objetos semánticos se puede computar lo computado dada cierta estructura sintáctica. ¿Cómo es que llegamos a creernos todas estas historias?
Entre más y más tiempo pasaba yo en la susodicha celebración más y más incómodo me sentía. ¿Cómo carajos “descubrir” el lenguaje sin siquiera buscarlo? ¿Con qué cara podemos decir “esto” es lo que contiene esta “oración”, si no nos hemos siquiera molestado en averiguar cómo funciona la cabeza de aquellos seres que, sabemos, usan esas oraciones, expresan esos contenidos, escupen esos significados? ¿Cómo es posible hacer toda esta labor explicativa con un poco de decoro mientras seguimos ignorando a las personas que hablan los lenguajes? ¿Qué justificación podemos tener para pensar que nuestra especulación “formal” puede sostenerse de manera tan artificial?
Hace unos días falleció Claude Lévi-Strauss. Conocido por todos como un gran antropólogo, párroco estructuralista. Pocos sabrán que fue filósofo de formación. Menos aún sabrán que abandonó la filosofía por considerarla repleta de manierismos y auto-referencias. Hasta hace unos meses me gustaba pensar que la tradición analítica carecía de estas propiedades. Ahora veo, con sustancial decepción, que la filosofía en su mayoría está cerrada sobre sí misma y repleta de manierismos. Nadie se atreve a dejar a Platón de una buena vez y para siempre. Seguimos ciegamente a un Frege miope que insiste que el lenguaje es lógica y que nada tiene por qué interesarnos la psicología.
Algo se ha logrado en estos cuarenta años de auge. Ya no es necesario esconderse. Las reuniones no tienen por qué ser secretas. Ahora la tradición perseguida es perseguidora. Ahora se es dueño y señor del terreno. La religión, con todos sus pasajes, evangelios y dogmas, ha sido instaurada. Contamos ya con un largo pasillo de nichos con santos: Frege, Russell, Evans, Grice, Strawson, Austin, Davidson, Montague, Tarski. Y todos los demás guardan respetuoso silencio.
Esa es quizás nuestra mejor esperanza: que algún día la actual contracorriente despierte, aplaste, se esparza e imponga. Porque lo humano no da para más. No hay manera de evitar ideologías, religiones, dogmas, fe. Esa, al menos, era la lección de la sacerdotisa. Chomsky siempre (y con toda razón) a rechazado la posibilidad de hacer de la semántica un proyecto científico sensato, a menos de que sea posible implementarla (como la sintaxis) dentro de una investigación general de psicología cognitiva. Ante esta eterna negativa de su maestro, la inteligente sacerdotisa encontró una salida virtuosa:
“Don’t try to convince your teachers, convince your students”.
Y así, desde Cristo hasta nuestros días y los que vienen.