Hay una particular visión de las actitudes morales según la cual no representan al mundo, sino a representaciones. La visión aparece ya en Kant. Pero se deforma. Mi interés ahora es motivarla, a partir de lo que, según veo, es un pequeño problema en el texto de Kant, para después desarrollarla. A ver si así se deforma menos.
Kant comienza su “Fundamentación” comparando la labor del filósofo moral con la del físico: ambos intentan descubrir las leyes universal que gobiernan el comportamiento de sus respectivos fenómenos. La física se preocupa por el comportamiento de los objetos macroscópicos (y, recientemente, microscópicos). La moral se preocupa por el comportamiento de los objetos morales: i.e., las acciones, los agentes y sus motivaciones. Si la analogía es creíble, cabe pensar que hay, al menos, una ley de acuerdo con la cual se comportan los fenómenos morales, así como hay al menos una ley (la de la gravedad) según la cual se comportan los fenómenos físicos. Éste es el primer dato, por así llamarlo, kantiano: hay leyes universales que gobiernan los fenómenos morales.
Kant afirma, no argumenta, que los fenómenos morales son exclusivos de los seres racionales. Cabe asumir que los animales no humanos no son racionales, aunque, se sabe, Kant no excluye la posibilidad de que existan seres racionales superiores a los humanos. En cualquier caso, lo importante ahora es una tesis de exclusión. Llegamos así a nuestro segundo dato kantiano: no todo ser vivo capaz de moverse por sí mismo es capaz, también, de ser gobernado por las leyes universales de la moralidad.
Ambos datos entran en conflicto. Las leyes de la física lo gobiernan todo simple y llanamente porque, cabe afirmar, no hay objeto físico que no se comporte “de acuerdo con lo que dictan las leyes de la física”. En el caso de la física dicho “acuerdo” con las leyes es posible debido a una característica principal de las leyes de la física: son representaciones del mundo actual, tiene (o pretenden tener) por contenido al mundo actual. Es muy claro que todo comportamiento, sea humano o no, puede describirse como estando en acuerdo o en desacuerdo con lo que dictan las leyes de la moralidad. ¿Por qué no nos es permitido decir que todos los seres capaces de moverse por sí mismos están gobernados por las leyes morales? Esto no puede deberse, como uno quisiera, al simple hecho de que su comportamiento no sea “de acuerdo con lo que dictan las leyes de la moralidad”. A menos, claro está, de que haya una diferencia fundamental entre las leyes de la física y las de la moralidad. De ser así, ¿cuál es dicha diferencia? He aquí nuestro primer problema kantiano.
En diversos momentos Kant ofrece lo que, a mi juicio, es una solución de segundo orden al problema. En 4: 412 Kant sostiene: “Ein jedes Ding der Natur wirkt nach Gesetzen. Nur ein vernünftiges Wesen hat das Vermögen, nach der Vorstellung der Gesetze, d.i. nach Principien, zu handeln, oder einen Willen.” Lo cual, con la más plena libertad, me permito traducir como: “Todo en la naturaleza funciona según leyes. Únicamente un ser racional tienen la posibilidad de comportarse según la representación de leyes, i.e., según principios, o de según una voluntad.” Si las leyes de la moralidad sólo gobiernan a seres racionales, debe ser porque aquello que representan estas leyes está estrechamente relacionado con aquello que distingue a los seres racionales de los demás. Según Kant, esto último es la capacidad de “guiarse, ya no de acuerdo con una ley sino, de acuerdo con la representación de una ley”. Ésta es nuestra primera pista kantiana.
Ahora bien, asumiendo que los seres racionales se comportan de acuerdo con el contenido de sus estados mentales, lo que afirma Kant es que los seres racionales son capaces de tener estados mentales que representan no al mundo (presumiblemente esto es algo que los seres no racionales pueden hacer) sino a representaciones del mundo. En otras palabras, lo que distingue a los seres racionales es la capacidad de representar representaciones o, en otras palabras, de tener estados mentales de segundo orden. Ésta es nuestra segunda pista, aunque parece más bien una pista cognitivo-psicológica que una pista kantiana.
¿Cómo debe ser la ley moral para que se permita explotar esta característica cognitiva exclusiva de los animales humanos? La respuesta es obvia: a diferencia de las leyes de la física, las leyes de la moralidad representan no ya al mundo (ese mundo en donde tienen lugar los fenómenos morales) sino a representaciones de éste. He aquí, pues, nuestra hipótesis más o menos kantiana: La ley moral es una ley de segundo orden.
Diversas afirmaciones de Kant parecen confirmar esta hipótesis. Según el ya desgastado pasaje en 4:401, la ley universal de la moralidad nos dice: “ich soll niemals anders verfahren als so, daß ich auch wollen könne, meine Maxime solle ein allgemeines Gesetz werden”, el cual me permito traducir como: “Yo no voy a actuar nunca, a menos de que me sea posible desear que mi máxima se convierta en una ley universal.”
Hay dos sentidos en los que esta formulación puede entenderse como una tesis de segundo orden. La primera, más obvia y más común en la tradición, se enfoca en el uso del pronombre de la primera persona y sus variados usos reflexivos a lo largo de la formulación. La ley moral es, desde esta perspectiva, claramente de segundo orden. Si la ley la considera, por ejemplo, Eduardo, es necesario que Eduardo represente a Eduardo mismo como no actuando a menos que Eduardo pueda desear que la máxima de Eduardo se convierta en una ley universal. Llamemos a ésta la interpretación “reflexiva” de la ley moral.
Tengo la impresión de que la interpretación “reflexiva” está equivocada. Si bien parece involucrar el uso de recursos cognitivos exclusivos del ser racional, dicha interpretación falla cuando se trata de dibujar la separación entre la manera en que los fenómenos físicos son gobernados por sus leyes y la manera en que los fenómenos morales son gobernados por las suyas. Pues cabe muy bien suponer que Fido represente a Fido (tal vez mediante una imagen externa) como actuando siempre de manera que resulte consistente con una posible universalización. Nótese que lo único que Fido necesita, según la interpretación “reflexiva” es representarse a sí mismo, no necesita representarse la ley, ni una representación de la ley. Siempre y cuando su comportamiento sea, quizás por azar, consistente con alguna universalización, su comportamiento será moral.
La cognición de segundo orden que Kant necesita va más allá de una simple representación de uno mismo. Propongo, pues, que tomemos la hipótesis más o menos kantiana en serio: la ley moral no es una ley reflexiva, es una ley cuyo contenido es una representación. Para ilustrar, considérese la diferencia entre actuar de acuerdo con la ley L: a mí no me gustan los tubérculos y actuar de acuerdo con la ley M: “a mí no me gustan los tubérculos”. L representa un estados de cosas en el mundo, M representa una representación de un estado de cosas en el mundo. Perros, gatos y humanos pueden fácilmente comportarse de acuerdo con L. Sólo seres capaces de formar representaciones de segundo orden pueden comportarse de acuerdo con M.
Llegamos así a nuestra deseada solución. La ley moral kantiana es una representación de segundo orden. No se trata, pues, de actuar de acuerdo con la ley L: Eduardo no actuará a menos de que pueda desear que la máxima de Eduardo se convierta en una ley universal. Se trata, más bien, de actuar de acuerdo con la ley M: “Yo no actuaré a menos de que pueda desear que mi máxima se convierta en una ley universal”.
Hay algunas consecuencias de esta interpretación que cabe resaltar. En primer lugar, en tanto que los actos son hechos en el mundo, la ley moral no tiene como fin gobernar actos. La ley moral es una representación de segundo orden de dichos actos. La ley moral gobierna, entonces, la representación que tenemos de nuestros actos. En segundo lugar, no estamos obligados a aceptar que existan, en sentido estricto, hechos o realidades morales. La interpretación de segundo orden, o metarepresentacional, de la ley moral ni siquiera requiere de la existencia de algo así como verdades morales “construidas” por los sujetos racionales. Lo único que necesita es la existencia de representaciones de segundo orden y la posibilidad de comparar unas con otras.
Considérese, como ilustración, otras formas de razonamiento de segundo orden: la adscripción de creencias (falsas) y los juegos de ficción. Para que una o más personas finjan adecuadamente que una es Hamlet y la otra Horacio no es necesario que existan ni Hamlet ni Horacio, ni verdad alguna acerca de uno u otro. Similarmente, para que una adscripción de una creencia falsa sea correcta y justificada no es necesario que haya algo representado por la creencia falsa ni una verdad que le corresponda.
Estoy convencido de que pocos (o ningún) kantiano aceptará estas consecuencias y que, muy probablemente, Kant mismo no quisiera aceptarla. La interpretación de segundo orden bien puede ser inconsistente con muchas de las ideas aparecidas en el resto de la inmensa obra kantiana. No lo dudo. Pero sigue siendo el caso que sólo así podemos explicar el segundo dato kantiano: la tesis de exclusión de los seres capaces de moverse a sí mismos como siendo gobernados por la ley moral. Y sigue siendo el caso, también, que no necesitamos verdades ni realidades morales para explicar fenómeno alguno del mundo. Sólo necesitamos representaciones de representaciones. Y sigue siendo el caso que en el mundo, de hecho, no hay valores.