No sé exactamente cuántos tengo en casa. Más de veinte. Sospecho. Para los propósitos actuales, ciertamente demasiados. En su mayoría negros, pero los hay de todos colores. En la sala hay un par blancos e incluso uno amarillo. Hay los que son más delgados y flexibles. Otros un tanto más voluminosos y obstinados. Todos, de alguna manera, cumplen la misma función: comunicar.
Pero comunicar se dice de muchas maneras. Dos de ellos, por ejemplo, nos traen la luz al lado de la cama. Luz que nos trae los libros, las ideas, las preguntas y las largas charlas que inevitablemente llevan a los sueños. Otro más, en el mismo dormitorio, le trae a Catalina todo tipo de melodías. Conjuntos abstractos, y no tanto, de notas con las que me permito despertarla después de sortear dos horas de consciencia mientras duerme. En los últimos días ese cable en especial le ha llevado conciertos enteros de Melody Gardot a las siete a eme en días de clase.
Los hay, también, los que se encargan exclusivamente de comunicar energía, cual gurú, chamán o sacerdotisa. Todos, lo dije ya, comunican. Algo. Pero comunicar no es, ni por lejos, el afán principal de los cables. Qué lejos está uno de entender su naturaleza si detiene en este punto su investigación. Y es que si algo tienen los cables de este mundo, o al menos los de mi casa, es que son promiscuos. Lo mismo el cable que lleva la energía al IPod que el de la música al equipo de sonido. Lo mismo los audífonos que me aíslan del mundo exterior, que la extensión que da vida a esta computadora que no se cansa de escribir mi disertación. Lo mismo los del teléfono que los de televisión. Lo mismo el Internet que la lámpara de cocina.
Unos segundos de desatención son suficientes para que satisfagan sus incomprensibles deseos: enredarse unos con otros, sobre otros, entre otros, por otros, bajo otros y sobre sí mismos también, de las maneras más extrañas posibles, con el fin de que, vuelta ya la atención, resulten ellos mismos un estorbo y no una ayuda. Y es que, ¿a quién le puede interesar hacer uso de un cable completamente entreverado con otro? El problema no es, en sentido alguno, su promiscuidad en sí sino, más bien, su ensañamiento. Y es que la promiscuidad de los cables es un tanto sui generis: no gustan tanto del enredo ni del enredarse como del permanecer enredados. Así, imposible.
Si tan sólo tuviesen la dignidad de solucionarse a sí mismos con la misma prontitud con la que logran entreverarse. Si tan sólo fuesen lo suficientemente decentes para volver a su estado simple, flexible, funcional. Si tan sólo su promiscuidad fuese menos, digamos, inútil. Otra sería la historia. Pero no es así. Los cables se empeñan en enredarse unos a otros. Más tardo en ponerme los audífonos para después cruzarme el portafolios sobre el hombro, de lo que tardan los primeros en dar una vuelta entera por la cinta misma del segundo hasta quedar yo, el inútil de en medio, absolutamente encarcelado.
¿Qué es lo que pasa con los cables que tanto se enredan? ¿Es acaso necesario que lo hagan a deshoras, cuando uno duerme, cierra los ojos o se ocupa en cualquier otra cosa? ¿Será acaso posible, algún día, responder a alguna de estas grandes, intranquilas, paradojas?
La promiscuidad de los cables me irrita, más que por su consecuente inutilidad, por su terrible veracidad. La promiscuidad de los cables, un cable soberanamente enredado, me hace pensar en mi ignorancia y en lo inútil que es, a veces, casi siempre, seguir planteándome tantas preguntas con el afán de responderlas. ¿Cómo es que sigo queriendo entender, a mí, a otros, a todos, si no logro siquiera entender la vida secreta de algo tan inerte como un cable?
Nadie entiende los enredos de los cables.
Por ahí habría que empezar.