Recién terminé de leer "El Sur" todo empezó a hacer sentido. La abuela venía del sur. De España. O, más bien, del oeste. Del imperio árabe. Del califato de Córdoba. O como le llamaban en su niñez Khiláfat Qurtuba. Todo. Ahora lo entiendo. Comenzó ahí.
Uno nunca sabe por qué hace las cosas, hasta que lee “La lotería en Babilonia”. Irónicamente, la falta de sentido lo aclara todo. No hay más preguntas porque las preguntas presuponen respuestas. Así, uno naturalmente forma parte del acontecer del mundo. Así, ignorantemente, dejé el puerto aéreo hace cinco años. Creía saber lo que hacía. Ahora mismo me veo creyendo tal cosa. Vaya invención esa de saber lo que se hace. Me ha tomado estos cinco años (quizás los últimos) darme cuenta del engaño. Soy Juan Crisóstomo Alfaro y temo por mi vida. Aunque el temor desaparece cuando reconozco mi ignorancia.
Hace cinco años, decía, partí de casa, de Aztlán, pensando que sabía a dónde iba y lo que ahí me esperaba. Padres y amigos me despidieron. Juntos, guardábamos esperanzas. Todo parece perderse ahora ante el azar. Dejé Aztlán por un recinto nórdico que prometía transformarme. El paso: cinco largos años. La penitencia: estudio, escritura y estudio. La prueba: resistencia.
Después de un tiempo, el frío de la tundra fue desgastando mi tenacidad. Pero hace falta fuerza para abandonar el recinto mismo. No es fácil dejar un castigo autoinfligido. El tiempo, voló. Al año, o algo así, conocí a Nirit. Había comenzado su retiro en el mismo recinto. Nirit y Jehutve venían del oriente. De Europa. Más precisamente. Del medio. De Jerusalén. Vivían juntos desde hace ocho años. Para aquél entonces yo mismo no estaba sólo. Clara había decidido acompañarme. Dejó el puerto también, para el tiempo del segundo año. Nirit y Clara se hicieron amigas.
Tiempo después, los amigos volvieron de Jerusalén, después de un largo viaje de reconocimiento. Nosotros recién volvíamos de Aztlán. El encuentro, ahora lo entiendo, fue necesario, esencial. Aunque decir estas palabras traiciona la expresión misma. Para entonces, ya comenzaba a descubrir los extensos dominios de la necesidad. Si todo fue y es como Babilonia, no hay contingencias, ni accidentes y, en sentido estricto, tampoco hay posibilidad. Acordamos encontrarnos en la esquina de Main y Liberty, en lo del café. Los cuatro portábamos rostros desencajados. Volvíamos, un poco, sin volver. Llevamos a cabo una de esas conversaciones de coordinación. Era evidente a los cuatro que los cuatro íbamos a la busca de una salida. Al termino de la charla Nirit extendió su brazo izquierdo para entregarme un disco. Era tan delgado que, para fines descriptivos, podemos considerarlo bidimensional. Llevaba en el centro la impronta de lo que, según descubriría años después, era el sello de la casa Ghimel. Lo guardé inmediatamente en la bolsa interior del saco que llevaba. Clara no pareció haberse percatado de la transacción. Nirit, Jehutve y yo pronto lo olvidamos. No volví a ver el saco.
Para el siguiente invierno, Nirit y Jehutve habían dejado el recinto. Él había encontrado un sitio un tanto más azul y un tanto más frío. Varios meses habrían de pasar antes de volver a encontrarnos. Pero las fechas llegan y los límites se alcanzan. Un fin de semana cualquiera de Noviembre sucedió.
Ahora que describo los que bien pueden ser los últimos momentos de mi vida, de esta vida, me sorprendo ya sin temor. No sé cómo llegué a esta situación. Pero aquí estoy. Hace dos meses, harto por el tedio diario de las cuchillas, decidí no rasurarme más. Desde hace unos días llevo antes del rostro una tupida barba oscura, más bien negra, de la que sólo escapan mis ojos, cejas y frente. Mis pupilas, debido a condiciones meteorológicas excepcionales, aparentan tener un color distinto, más claro, casi miel.
Ayer encontré el saco. Con el disco. La taquicardia me obligó a rebuscar. La enciclopedia fantástica de oriente habla lacónicamente de la casa Ghimel. Tuvo su cúspide en el siglo siete. Nadie sabe de dónde surgió. La ignorancia es tanto espacial como temporal. Hay los que opinan que la casa es eterna. Los más razonables dejan de lado las coordenadas espacio-temporales para describir a los Ghimel. Todos concordaban en que Imago, el viejo, gobernaba. Su singularidad se debía a la extraña capacidad de sus miembros de comprender el azar. Imago, en particular, se limitaba a decir los hechos. El acontecer parecía, literalmente, salir de su boca. Todos en el califato de Granada temían, y por tanto respetaban, a los Ghimel. La enciclopedia no habla mucho de la desaparición de los Ghimel. Se dice, tan sólo, que una gran tragedia la destruyó por dentro. La explicación es inaceptable. No cabe pensar que desgracia alguna escapara de las manos de los Ghimel. No cabe pensar, simplemente, que hubiese acontecimiento alguno que contase como ‘desgracia’, como ‘tragedia’, para los Ghimel. Tuve que continuar la investigación.
Pasé la noche en vela. Literalmente. El bibliotecario corta la transmisión de energía todas las noches. Entré por la ventana del cuarto piso que da a mi oficina. En el quinto, guardan los incunables. Por la tarde, mientras devolvía la enciclopedia, a punto de resignarme a dar entrada a un trozo más de ignorancia, me vi obligado a pasar por el quinto piso. El ascensor estaba fuera de servicio. La necedad me llevó a revisar las vitrinas. Nada. Los anaqueles. Tampoco. Las mesas, las paredes. Nada. En absoluto. Salí furioso, frustrado y tropecé con un lector que se disponía a devolver el segundo tomo del “Libro de Arena” de Averroes. Hice una breve pesquisa. Era un préstamo interbibliotecario. El ejemplar zarpaba de vuelta a Córdoba al día siguiente. Pasé la noche en vela. Literalmente.
Apagaron las luces a las diez. A las once treinta tenía el ejemplar en mis manos. Más de cinco horas pasé buscando los Ghimel. Abrí y cerré el libro en más de quinientas ocasiones distintas. Busqué la manera de mantener siempre el mismo volumen de papel del lado izquierdo con la esperanza de que cierto sistema me ayudara a encontrar un hilo en tan infinito libro. Después de cien aperturas sistemáticas me alcanzó el hartazgo y la deseparación. Dejé correr mis manos desaforadamente por las páginas. Nada. Trescientas aperturas después, lo mismo. Sabía que probaba mi suerte esperando encontrar algo, una línea quizás, en un libro como éste. Sin límites. Aún así, sin saber cómo, resistí. Eran las cinco treinta. Me quedaba sin tiempo para devolver el ejemplar y rehacer mis pasos de vuelta a la oficina. Me tomó seis horas de atenta frustración descubrir lo que bien podría ser la única característica común a todos los folios del libro: una versión simplificada del sello de Ghimel sobre la cual se sobreponían los números respectivos de paginación. Si uno sobrepone el arábigo veintitrés encuentra una representación vagamente similar al octavo escudo que representó a la segunda casa de la dinastía Bereber de los almohades.
Salí corriendo del quinto piso a las siete treinta en busca de mi oficina. A las ocho estaba de vuelta en la biblioteca con café en mano. El bibliotecario no parece haber notado mi falta de sueño. Corrí al tercer piso, donde resguardan la “Historia Oficial del Emirato Granadí” de Crimson. En el capítulo décimo se habla brevemente de la casa Ghimel. Al-Kundi, yerno del Califa Granadí Ibn-Kil-Ruishd, aprovechó una larga ausencia de su suegro para hacerse del poder. Conocía bien a los Ghimel. Buscaba tomar el Imperio por completo. Los Ghimel jugaron un papel esencial en su breve hazaña. Los diez mensajeros de Ghimel habían sido tomados por asalto. La casa entera estaba arraigada. Imago, el viejo, secuestrado. Su cooperación no fue opcional.
Abd-ar-Rahman tercero gobernaba Córdoba en el momento. Sus informantes lo mantentían al tanto. El califato corría peligro. No había, sobre la interminable faz de la tierra, casa semejante a la Ghimel. Abd-ar-Rahman era precavido y previsor. Enviar a su ejército sería tanto como empezar una guerra en desventaja. Ghimel era, de alguna manera, su oponente. Contaba, lo sabía, con el mejor asesino del imperio: su humilde escribano Al-Mansur Ibn Ami. Almanzor, se sabía, había sido formado en la casa Ghimel. Todo buen escribano debe lidiar con el azar. La presencia no anunciada de Almanzor, se sabía también, era garante de muerte. Nadie sabía por qué. Él mismo guardaba silencio. Abd-ar-Rahman sabía que aquello sería el fin de su escribano, quien inevitablemente caería en manos de los soldados Granadinos. Podía, entonces, contar con la muerte de una sola persona.
No tardó en decidir, Abd-ar-Rahman, que Imago, el viejo, debía morir. Sólo así podía asegurar la integridad de su reino y la del Imperio. La decisión parecía, por otra parte, sumamente equilibrada. Dos hombres inocentes habrían de entregar sus vidas por el bien del Imperio. Imago por lo que en potencia se cernía sobre su frente. Almanzor por lo que en acto le antecedía. Cuentan que Almanzor salvó al Imperio sacrificando a su maestro. Se dice, también, que ambos murieron en el acto. Se cree que hubo un testigo presencial: Ben-Asir Maimón, la mano derecha de Imago, el viejo. Hay quienes dicen que Maimón llegó antes que Almanzor, informado por éste, para advertir a su maestro. Al tiempo, Maimón desconoció a Almanzor. Una tupida y bruna barba cubría su rostro. Sus ojos habían mudado de color. Maimón e Imago acordaron seguir con su parte del sacrificio. Maimón tendría que encargarse de la casa Gihmel. Su labor sería difícil: desaparecer y aún así mantener el sello del azar. El mundo entero habría de creer que la casa Gihmel había alcanzado su fin. Hasta que Imago, el viejo, pudiese vengar su propia muerte.
El libro de Crimson no dice más sobre la fortuna de la casa. Sobre Maimón, Imago y Almanzor no se supo más. Dejé el libro de Crimson sobre la mesa de préstamos a las diez treinta. Debía correr de vuelta a casa. El tren que nos trajo a lo de Nirit salió a las doce y quince. Fueron cuatro horas de viaje. Hace cosa de una hora nos recibió Jehutve. Nirit estaba ocupada en el estudio, escribiendo las últimas líneas de su más reciente ensayo. En septiembre, dijo él, había salido al público el primer libro de Nirit. Por primera vez he leído su nombre completo: Ben-Asir Nirit Katmón.
Nirit recién salió del estudio. Después de un saludo efusivo y una breve charla con Clara me ha dirigido unas palabras: “¿Te parece bien que hablemos afuera? No hay razón para involucrarlos.” No esperó mi respuesta. Me dio la espalda y se dirigió al pasillo de entrada. Por mucho tiempo he sido Juan Crisóstomo Alfaro. Hasta hace unas horas, al menos. La abuela decía que el día habría de llegar en que yo encontrara mi lugar. “Juan Crisóstomo Alfaro, no hay día que no llegue, ni fecha que no se cumpla.” Decía.
El temor ha abandonado mis piernas. Me siento tranquilo. Como si ese pasillo hubiese estado ahí para que yo mismo lo caminara. Ésta, y sólo ésta, ocasión. Como si alguna certeza me precediera. No sé qué me depare la lotería. Será lo que sea.