Hay una particular visión de las actitudes morales según la cual no representan al mundo, sino a representaciones. La visión aparece ya en Kant. Pero se deforma. Mi interés ahora es motivarla, a partir de lo que, según veo, es un pequeño problema en el texto de Kant, para después desarrollarla. A ver si así se deforma menos.
Kant comienza su “Fundamentación” comparando la labor del filósofo moral con la del físico: ambos intentan descubrir las leyes universal que gobiernan el comportamiento de sus respectivos fenómenos. La física se preocupa por el comportamiento de los objetos macroscópicos (y, recientemente, microscópicos). La moral se preocupa por el comportamiento de los objetos morales: i.e., las acciones, los agentes y sus motivaciones. Si la analogía es creíble, cabe pensar que hay, al menos, una ley de acuerdo con la cual se comportan los fenómenos morales, así como hay al menos una ley (la de la gravedad) según la cual se comportan los fenómenos físicos. Éste es el primer dato, por así llamarlo, kantiano: hay leyes universales que gobiernan los fenómenos morales.
Kant afirma, no argumenta, que los fenómenos morales son exclusivos de los seres racionales. Cabe asumir que los animales no humanos no son racionales, aunque, se sabe, Kant no excluye la posibilidad de que existan seres racionales superiores a los humanos. En cualquier caso, lo importante ahora es una tesis de exclusión. Llegamos así a nuestro segundo dato kantiano: no todo ser vivo capaz de moverse por sí mismo es capaz, también, de ser gobernado por las leyes universales de la moralidad.
Ambos datos entran en conflicto. Las leyes de la física lo gobiernan todo simple y llanamente porque, cabe afirmar, no hay objeto físico que no se comporte “de acuerdo con lo que dictan las leyes de la física”. En el caso de la física dicho “acuerdo” con las leyes es posible debido a una característica principal de las leyes de la física: son representaciones del mundo actual, tiene (o pretenden tener) por contenido al mundo actual. Es muy claro que todo comportamiento, sea humano o no, puede describirse como estando en acuerdo o en desacuerdo con lo que dictan las leyes de la moralidad. ¿Por qué no nos es permitido decir que todos los seres capaces de moverse por sí mismos están gobernados por las leyes morales? Esto no puede deberse, como uno quisiera, al simple hecho de que su comportamiento no sea “de acuerdo con lo que dictan las leyes de la moralidad”. A menos, claro está, de que haya una diferencia fundamental entre las leyes de la física y las de la moralidad. De ser así, ¿cuál es dicha diferencia? He aquí nuestro primer problema kantiano.
En diversos momentos Kant ofrece lo que, a mi juicio, es una solución de segundo orden al problema. En 4: 412 Kant sostiene: “Ein jedes Ding der Natur wirkt nach Gesetzen. Nur ein vernünftiges Wesen hat das Vermögen, nach der Vorstellung der Gesetze, d.i. nach Principien, zu handeln, oder einen Willen.” Lo cual, con la más plena libertad, me permito traducir como: “Todo en la naturaleza funciona según leyes. Únicamente un ser racional tienen la posibilidad de comportarse según la representación de leyes, i.e., según principios, o de según una voluntad.” Si las leyes de la moralidad sólo gobiernan a seres racionales, debe ser porque aquello que representan estas leyes está estrechamente relacionado con aquello que distingue a los seres racionales de los demás. Según Kant, esto último es la capacidad de “guiarse, ya no de acuerdo con una ley sino, de acuerdo con la representación de una ley”. Ésta es nuestra primera pista kantiana.
Ahora bien, asumiendo que los seres racionales se comportan de acuerdo con el contenido de sus estados mentales, lo que afirma Kant es que los seres racionales son capaces de tener estados mentales que representan no al mundo (presumiblemente esto es algo que los seres no racionales pueden hacer) sino a representaciones del mundo. En otras palabras, lo que distingue a los seres racionales es la capacidad de representar representaciones o, en otras palabras, de tener estados mentales de segundo orden. Ésta es nuestra segunda pista, aunque parece más bien una pista cognitivo-psicológica que una pista kantiana.
¿Cómo debe ser la ley moral para que se permita explotar esta característica cognitiva exclusiva de los animales humanos? La respuesta es obvia: a diferencia de las leyes de la física, las leyes de la moralidad representan no ya al mundo (ese mundo en donde tienen lugar los fenómenos morales) sino a representaciones de éste. He aquí, pues, nuestra hipótesis más o menos kantiana: La ley moral es una ley de segundo orden.
Diversas afirmaciones de Kant parecen confirmar esta hipótesis. Según el ya desgastado pasaje en 4:401, la ley universal de la moralidad nos dice: “ich soll niemals anders verfahren als so, daß ich auch wollen könne, meine Maxime solle ein allgemeines Gesetz werden”, el cual me permito traducir como: “Yo no voy a actuar nunca, a menos de que me sea posible desear que mi máxima se convierta en una ley universal.”
Hay dos sentidos en los que esta formulación puede entenderse como una tesis de segundo orden. La primera, más obvia y más común en la tradición, se enfoca en el uso del pronombre de la primera persona y sus variados usos reflexivos a lo largo de la formulación. La ley moral es, desde esta perspectiva, claramente de segundo orden. Si la ley la considera, por ejemplo, Eduardo, es necesario que Eduardo represente a Eduardo mismo como no actuando a menos que Eduardo pueda desear que la máxima de Eduardo se convierta en una ley universal. Llamemos a ésta la interpretación “reflexiva” de la ley moral.
Tengo la impresión de que la interpretación “reflexiva” está equivocada. Si bien parece involucrar el uso de recursos cognitivos exclusivos del ser racional, dicha interpretación falla cuando se trata de dibujar la separación entre la manera en que los fenómenos físicos son gobernados por sus leyes y la manera en que los fenómenos morales son gobernados por las suyas. Pues cabe muy bien suponer que Fido represente a Fido (tal vez mediante una imagen externa) como actuando siempre de manera que resulte consistente con una posible universalización. Nótese que lo único que Fido necesita, según la interpretación “reflexiva” es representarse a sí mismo, no necesita representarse la ley, ni una representación de la ley. Siempre y cuando su comportamiento sea, quizás por azar, consistente con alguna universalización, su comportamiento será moral.
La cognición de segundo orden que Kant necesita va más allá de una simple representación de uno mismo. Propongo, pues, que tomemos la hipótesis más o menos kantiana en serio: la ley moral no es una ley reflexiva, es una ley cuyo contenido es una representación. Para ilustrar, considérese la diferencia entre actuar de acuerdo con la ley L: a mí no me gustan los tubérculos y actuar de acuerdo con la ley M: “a mí no me gustan los tubérculos”. L representa un estados de cosas en el mundo, M representa una representación de un estado de cosas en el mundo. Perros, gatos y humanos pueden fácilmente comportarse de acuerdo con L. Sólo seres capaces de formar representaciones de segundo orden pueden comportarse de acuerdo con M.
Llegamos así a nuestra deseada solución. La ley moral kantiana es una representación de segundo orden. No se trata, pues, de actuar de acuerdo con la ley L: Eduardo no actuará a menos de que pueda desear que la máxima de Eduardo se convierta en una ley universal. Se trata, más bien, de actuar de acuerdo con la ley M: “Yo no actuaré a menos de que pueda desear que mi máxima se convierta en una ley universal”.
Hay algunas consecuencias de esta interpretación que cabe resaltar. En primer lugar, en tanto que los actos son hechos en el mundo, la ley moral no tiene como fin gobernar actos. La ley moral es una representación de segundo orden de dichos actos. La ley moral gobierna, entonces, la representación que tenemos de nuestros actos. En segundo lugar, no estamos obligados a aceptar que existan, en sentido estricto, hechos o realidades morales. La interpretación de segundo orden, o metarepresentacional, de la ley moral ni siquiera requiere de la existencia de algo así como verdades morales “construidas” por los sujetos racionales. Lo único que necesita es la existencia de representaciones de segundo orden y la posibilidad de comparar unas con otras.
Considérese, como ilustración, otras formas de razonamiento de segundo orden: la adscripción de creencias (falsas) y los juegos de ficción. Para que una o más personas finjan adecuadamente que una es Hamlet y la otra Horacio no es necesario que existan ni Hamlet ni Horacio, ni verdad alguna acerca de uno u otro. Similarmente, para que una adscripción de una creencia falsa sea correcta y justificada no es necesario que haya algo representado por la creencia falsa ni una verdad que le corresponda.
Estoy convencido de que pocos (o ningún) kantiano aceptará estas consecuencias y que, muy probablemente, Kant mismo no quisiera aceptarla. La interpretación de segundo orden bien puede ser inconsistente con muchas de las ideas aparecidas en el resto de la inmensa obra kantiana. No lo dudo. Pero sigue siendo el caso que sólo así podemos explicar el segundo dato kantiano: la tesis de exclusión de los seres capaces de moverse a sí mismos como siendo gobernados por la ley moral. Y sigue siendo el caso, también, que no necesitamos verdades ni realidades morales para explicar fenómeno alguno del mundo. Sólo necesitamos representaciones de representaciones. Y sigue siendo el caso que en el mundo, de hecho, no hay valores.
Sunday, November 29, 2009
Friday, November 20, 2009
Imago el viejo
Recién terminé de leer "El Sur" todo empezó a hacer sentido. La abuela venía del sur. De España. O, más bien, del oeste. Del imperio árabe. Del califato de Córdoba. O como le llamaban en su niñez Khiláfat Qurtuba. Todo. Ahora lo entiendo. Comenzó ahí.
Uno nunca sabe por qué hace las cosas, hasta que lee “La lotería en Babilonia”. Irónicamente, la falta de sentido lo aclara todo. No hay más preguntas porque las preguntas presuponen respuestas. Así, uno naturalmente forma parte del acontecer del mundo. Así, ignorantemente, dejé el puerto aéreo hace cinco años. Creía saber lo que hacía. Ahora mismo me veo creyendo tal cosa. Vaya invención esa de saber lo que se hace. Me ha tomado estos cinco años (quizás los últimos) darme cuenta del engaño. Soy Juan Crisóstomo Alfaro y temo por mi vida. Aunque el temor desaparece cuando reconozco mi ignorancia.
Hace cinco años, decía, partí de casa, de Aztlán, pensando que sabía a dónde iba y lo que ahí me esperaba. Padres y amigos me despidieron. Juntos, guardábamos esperanzas. Todo parece perderse ahora ante el azar. Dejé Aztlán por un recinto nórdico que prometía transformarme. El paso: cinco largos años. La penitencia: estudio, escritura y estudio. La prueba: resistencia.
Después de un tiempo, el frío de la tundra fue desgastando mi tenacidad. Pero hace falta fuerza para abandonar el recinto mismo. No es fácil dejar un castigo autoinfligido. El tiempo, voló. Al año, o algo así, conocí a Nirit. Había comenzado su retiro en el mismo recinto. Nirit y Jehutve venían del oriente. De Europa. Más precisamente. Del medio. De Jerusalén. Vivían juntos desde hace ocho años. Para aquél entonces yo mismo no estaba sólo. Clara había decidido acompañarme. Dejó el puerto también, para el tiempo del segundo año. Nirit y Clara se hicieron amigas.
Tiempo después, los amigos volvieron de Jerusalén, después de un largo viaje de reconocimiento. Nosotros recién volvíamos de Aztlán. El encuentro, ahora lo entiendo, fue necesario, esencial. Aunque decir estas palabras traiciona la expresión misma. Para entonces, ya comenzaba a descubrir los extensos dominios de la necesidad. Si todo fue y es como Babilonia, no hay contingencias, ni accidentes y, en sentido estricto, tampoco hay posibilidad. Acordamos encontrarnos en la esquina de Main y Liberty, en lo del café. Los cuatro portábamos rostros desencajados. Volvíamos, un poco, sin volver. Llevamos a cabo una de esas conversaciones de coordinación. Era evidente a los cuatro que los cuatro íbamos a la busca de una salida. Al termino de la charla Nirit extendió su brazo izquierdo para entregarme un disco. Era tan delgado que, para fines descriptivos, podemos considerarlo bidimensional. Llevaba en el centro la impronta de lo que, según descubriría años después, era el sello de la casa Ghimel. Lo guardé inmediatamente en la bolsa interior del saco que llevaba. Clara no pareció haberse percatado de la transacción. Nirit, Jehutve y yo pronto lo olvidamos. No volví a ver el saco.
Para el siguiente invierno, Nirit y Jehutve habían dejado el recinto. Él había encontrado un sitio un tanto más azul y un tanto más frío. Varios meses habrían de pasar antes de volver a encontrarnos. Pero las fechas llegan y los límites se alcanzan. Un fin de semana cualquiera de Noviembre sucedió.
Ahora que describo los que bien pueden ser los últimos momentos de mi vida, de esta vida, me sorprendo ya sin temor. No sé cómo llegué a esta situación. Pero aquí estoy. Hace dos meses, harto por el tedio diario de las cuchillas, decidí no rasurarme más. Desde hace unos días llevo antes del rostro una tupida barba oscura, más bien negra, de la que sólo escapan mis ojos, cejas y frente. Mis pupilas, debido a condiciones meteorológicas excepcionales, aparentan tener un color distinto, más claro, casi miel.
Ayer encontré el saco. Con el disco. La taquicardia me obligó a rebuscar. La enciclopedia fantástica de oriente habla lacónicamente de la casa Ghimel. Tuvo su cúspide en el siglo siete. Nadie sabe de dónde surgió. La ignorancia es tanto espacial como temporal. Hay los que opinan que la casa es eterna. Los más razonables dejan de lado las coordenadas espacio-temporales para describir a los Ghimel. Todos concordaban en que Imago, el viejo, gobernaba. Su singularidad se debía a la extraña capacidad de sus miembros de comprender el azar. Imago, en particular, se limitaba a decir los hechos. El acontecer parecía, literalmente, salir de su boca. Todos en el califato de Granada temían, y por tanto respetaban, a los Ghimel. La enciclopedia no habla mucho de la desaparición de los Ghimel. Se dice, tan sólo, que una gran tragedia la destruyó por dentro. La explicación es inaceptable. No cabe pensar que desgracia alguna escapara de las manos de los Ghimel. No cabe pensar, simplemente, que hubiese acontecimiento alguno que contase como ‘desgracia’, como ‘tragedia’, para los Ghimel. Tuve que continuar la investigación.
Pasé la noche en vela. Literalmente. El bibliotecario corta la transmisión de energía todas las noches. Entré por la ventana del cuarto piso que da a mi oficina. En el quinto, guardan los incunables. Por la tarde, mientras devolvía la enciclopedia, a punto de resignarme a dar entrada a un trozo más de ignorancia, me vi obligado a pasar por el quinto piso. El ascensor estaba fuera de servicio. La necedad me llevó a revisar las vitrinas. Nada. Los anaqueles. Tampoco. Las mesas, las paredes. Nada. En absoluto. Salí furioso, frustrado y tropecé con un lector que se disponía a devolver el segundo tomo del “Libro de Arena” de Averroes. Hice una breve pesquisa. Era un préstamo interbibliotecario. El ejemplar zarpaba de vuelta a Córdoba al día siguiente. Pasé la noche en vela. Literalmente.
Apagaron las luces a las diez. A las once treinta tenía el ejemplar en mis manos. Más de cinco horas pasé buscando los Ghimel. Abrí y cerré el libro en más de quinientas ocasiones distintas. Busqué la manera de mantener siempre el mismo volumen de papel del lado izquierdo con la esperanza de que cierto sistema me ayudara a encontrar un hilo en tan infinito libro. Después de cien aperturas sistemáticas me alcanzó el hartazgo y la deseparación. Dejé correr mis manos desaforadamente por las páginas. Nada. Trescientas aperturas después, lo mismo. Sabía que probaba mi suerte esperando encontrar algo, una línea quizás, en un libro como éste. Sin límites. Aún así, sin saber cómo, resistí. Eran las cinco treinta. Me quedaba sin tiempo para devolver el ejemplar y rehacer mis pasos de vuelta a la oficina. Me tomó seis horas de atenta frustración descubrir lo que bien podría ser la única característica común a todos los folios del libro: una versión simplificada del sello de Ghimel sobre la cual se sobreponían los números respectivos de paginación. Si uno sobrepone el arábigo veintitrés encuentra una representación vagamente similar al octavo escudo que representó a la segunda casa de la dinastía Bereber de los almohades.
Salí corriendo del quinto piso a las siete treinta en busca de mi oficina. A las ocho estaba de vuelta en la biblioteca con café en mano. El bibliotecario no parece haber notado mi falta de sueño. Corrí al tercer piso, donde resguardan la “Historia Oficial del Emirato Granadí” de Crimson. En el capítulo décimo se habla brevemente de la casa Ghimel. Al-Kundi, yerno del Califa Granadí Ibn-Kil-Ruishd, aprovechó una larga ausencia de su suegro para hacerse del poder. Conocía bien a los Ghimel. Buscaba tomar el Imperio por completo. Los Ghimel jugaron un papel esencial en su breve hazaña. Los diez mensajeros de Ghimel habían sido tomados por asalto. La casa entera estaba arraigada. Imago, el viejo, secuestrado. Su cooperación no fue opcional.
Abd-ar-Rahman tercero gobernaba Córdoba en el momento. Sus informantes lo mantentían al tanto. El califato corría peligro. No había, sobre la interminable faz de la tierra, casa semejante a la Ghimel. Abd-ar-Rahman era precavido y previsor. Enviar a su ejército sería tanto como empezar una guerra en desventaja. Ghimel era, de alguna manera, su oponente. Contaba, lo sabía, con el mejor asesino del imperio: su humilde escribano Al-Mansur Ibn Ami. Almanzor, se sabía, había sido formado en la casa Ghimel. Todo buen escribano debe lidiar con el azar. La presencia no anunciada de Almanzor, se sabía también, era garante de muerte. Nadie sabía por qué. Él mismo guardaba silencio. Abd-ar-Rahman sabía que aquello sería el fin de su escribano, quien inevitablemente caería en manos de los soldados Granadinos. Podía, entonces, contar con la muerte de una sola persona.
No tardó en decidir, Abd-ar-Rahman, que Imago, el viejo, debía morir. Sólo así podía asegurar la integridad de su reino y la del Imperio. La decisión parecía, por otra parte, sumamente equilibrada. Dos hombres inocentes habrían de entregar sus vidas por el bien del Imperio. Imago por lo que en potencia se cernía sobre su frente. Almanzor por lo que en acto le antecedía. Cuentan que Almanzor salvó al Imperio sacrificando a su maestro. Se dice, también, que ambos murieron en el acto. Se cree que hubo un testigo presencial: Ben-Asir Maimón, la mano derecha de Imago, el viejo. Hay quienes dicen que Maimón llegó antes que Almanzor, informado por éste, para advertir a su maestro. Al tiempo, Maimón desconoció a Almanzor. Una tupida y bruna barba cubría su rostro. Sus ojos habían mudado de color. Maimón e Imago acordaron seguir con su parte del sacrificio. Maimón tendría que encargarse de la casa Gihmel. Su labor sería difícil: desaparecer y aún así mantener el sello del azar. El mundo entero habría de creer que la casa Gihmel había alcanzado su fin. Hasta que Imago, el viejo, pudiese vengar su propia muerte.
El libro de Crimson no dice más sobre la fortuna de la casa. Sobre Maimón, Imago y Almanzor no se supo más. Dejé el libro de Crimson sobre la mesa de préstamos a las diez treinta. Debía correr de vuelta a casa. El tren que nos trajo a lo de Nirit salió a las doce y quince. Fueron cuatro horas de viaje. Hace cosa de una hora nos recibió Jehutve. Nirit estaba ocupada en el estudio, escribiendo las últimas líneas de su más reciente ensayo. En septiembre, dijo él, había salido al público el primer libro de Nirit. Por primera vez he leído su nombre completo: Ben-Asir Nirit Katmón.
Nirit recién salió del estudio. Después de un saludo efusivo y una breve charla con Clara me ha dirigido unas palabras: “¿Te parece bien que hablemos afuera? No hay razón para involucrarlos.” No esperó mi respuesta. Me dio la espalda y se dirigió al pasillo de entrada. Por mucho tiempo he sido Juan Crisóstomo Alfaro. Hasta hace unas horas, al menos. La abuela decía que el día habría de llegar en que yo encontrara mi lugar. “Juan Crisóstomo Alfaro, no hay día que no llegue, ni fecha que no se cumpla.” Decía.
El temor ha abandonado mis piernas. Me siento tranquilo. Como si ese pasillo hubiese estado ahí para que yo mismo lo caminara. Ésta, y sólo ésta, ocasión. Como si alguna certeza me precediera. No sé qué me depare la lotería. Será lo que sea.
Uno nunca sabe por qué hace las cosas, hasta que lee “La lotería en Babilonia”. Irónicamente, la falta de sentido lo aclara todo. No hay más preguntas porque las preguntas presuponen respuestas. Así, uno naturalmente forma parte del acontecer del mundo. Así, ignorantemente, dejé el puerto aéreo hace cinco años. Creía saber lo que hacía. Ahora mismo me veo creyendo tal cosa. Vaya invención esa de saber lo que se hace. Me ha tomado estos cinco años (quizás los últimos) darme cuenta del engaño. Soy Juan Crisóstomo Alfaro y temo por mi vida. Aunque el temor desaparece cuando reconozco mi ignorancia.
Hace cinco años, decía, partí de casa, de Aztlán, pensando que sabía a dónde iba y lo que ahí me esperaba. Padres y amigos me despidieron. Juntos, guardábamos esperanzas. Todo parece perderse ahora ante el azar. Dejé Aztlán por un recinto nórdico que prometía transformarme. El paso: cinco largos años. La penitencia: estudio, escritura y estudio. La prueba: resistencia.
Después de un tiempo, el frío de la tundra fue desgastando mi tenacidad. Pero hace falta fuerza para abandonar el recinto mismo. No es fácil dejar un castigo autoinfligido. El tiempo, voló. Al año, o algo así, conocí a Nirit. Había comenzado su retiro en el mismo recinto. Nirit y Jehutve venían del oriente. De Europa. Más precisamente. Del medio. De Jerusalén. Vivían juntos desde hace ocho años. Para aquél entonces yo mismo no estaba sólo. Clara había decidido acompañarme. Dejó el puerto también, para el tiempo del segundo año. Nirit y Clara se hicieron amigas.
Tiempo después, los amigos volvieron de Jerusalén, después de un largo viaje de reconocimiento. Nosotros recién volvíamos de Aztlán. El encuentro, ahora lo entiendo, fue necesario, esencial. Aunque decir estas palabras traiciona la expresión misma. Para entonces, ya comenzaba a descubrir los extensos dominios de la necesidad. Si todo fue y es como Babilonia, no hay contingencias, ni accidentes y, en sentido estricto, tampoco hay posibilidad. Acordamos encontrarnos en la esquina de Main y Liberty, en lo del café. Los cuatro portábamos rostros desencajados. Volvíamos, un poco, sin volver. Llevamos a cabo una de esas conversaciones de coordinación. Era evidente a los cuatro que los cuatro íbamos a la busca de una salida. Al termino de la charla Nirit extendió su brazo izquierdo para entregarme un disco. Era tan delgado que, para fines descriptivos, podemos considerarlo bidimensional. Llevaba en el centro la impronta de lo que, según descubriría años después, era el sello de la casa Ghimel. Lo guardé inmediatamente en la bolsa interior del saco que llevaba. Clara no pareció haberse percatado de la transacción. Nirit, Jehutve y yo pronto lo olvidamos. No volví a ver el saco.
Para el siguiente invierno, Nirit y Jehutve habían dejado el recinto. Él había encontrado un sitio un tanto más azul y un tanto más frío. Varios meses habrían de pasar antes de volver a encontrarnos. Pero las fechas llegan y los límites se alcanzan. Un fin de semana cualquiera de Noviembre sucedió.
Ahora que describo los que bien pueden ser los últimos momentos de mi vida, de esta vida, me sorprendo ya sin temor. No sé cómo llegué a esta situación. Pero aquí estoy. Hace dos meses, harto por el tedio diario de las cuchillas, decidí no rasurarme más. Desde hace unos días llevo antes del rostro una tupida barba oscura, más bien negra, de la que sólo escapan mis ojos, cejas y frente. Mis pupilas, debido a condiciones meteorológicas excepcionales, aparentan tener un color distinto, más claro, casi miel.
Ayer encontré el saco. Con el disco. La taquicardia me obligó a rebuscar. La enciclopedia fantástica de oriente habla lacónicamente de la casa Ghimel. Tuvo su cúspide en el siglo siete. Nadie sabe de dónde surgió. La ignorancia es tanto espacial como temporal. Hay los que opinan que la casa es eterna. Los más razonables dejan de lado las coordenadas espacio-temporales para describir a los Ghimel. Todos concordaban en que Imago, el viejo, gobernaba. Su singularidad se debía a la extraña capacidad de sus miembros de comprender el azar. Imago, en particular, se limitaba a decir los hechos. El acontecer parecía, literalmente, salir de su boca. Todos en el califato de Granada temían, y por tanto respetaban, a los Ghimel. La enciclopedia no habla mucho de la desaparición de los Ghimel. Se dice, tan sólo, que una gran tragedia la destruyó por dentro. La explicación es inaceptable. No cabe pensar que desgracia alguna escapara de las manos de los Ghimel. No cabe pensar, simplemente, que hubiese acontecimiento alguno que contase como ‘desgracia’, como ‘tragedia’, para los Ghimel. Tuve que continuar la investigación.
Pasé la noche en vela. Literalmente. El bibliotecario corta la transmisión de energía todas las noches. Entré por la ventana del cuarto piso que da a mi oficina. En el quinto, guardan los incunables. Por la tarde, mientras devolvía la enciclopedia, a punto de resignarme a dar entrada a un trozo más de ignorancia, me vi obligado a pasar por el quinto piso. El ascensor estaba fuera de servicio. La necedad me llevó a revisar las vitrinas. Nada. Los anaqueles. Tampoco. Las mesas, las paredes. Nada. En absoluto. Salí furioso, frustrado y tropecé con un lector que se disponía a devolver el segundo tomo del “Libro de Arena” de Averroes. Hice una breve pesquisa. Era un préstamo interbibliotecario. El ejemplar zarpaba de vuelta a Córdoba al día siguiente. Pasé la noche en vela. Literalmente.
Apagaron las luces a las diez. A las once treinta tenía el ejemplar en mis manos. Más de cinco horas pasé buscando los Ghimel. Abrí y cerré el libro en más de quinientas ocasiones distintas. Busqué la manera de mantener siempre el mismo volumen de papel del lado izquierdo con la esperanza de que cierto sistema me ayudara a encontrar un hilo en tan infinito libro. Después de cien aperturas sistemáticas me alcanzó el hartazgo y la deseparación. Dejé correr mis manos desaforadamente por las páginas. Nada. Trescientas aperturas después, lo mismo. Sabía que probaba mi suerte esperando encontrar algo, una línea quizás, en un libro como éste. Sin límites. Aún así, sin saber cómo, resistí. Eran las cinco treinta. Me quedaba sin tiempo para devolver el ejemplar y rehacer mis pasos de vuelta a la oficina. Me tomó seis horas de atenta frustración descubrir lo que bien podría ser la única característica común a todos los folios del libro: una versión simplificada del sello de Ghimel sobre la cual se sobreponían los números respectivos de paginación. Si uno sobrepone el arábigo veintitrés encuentra una representación vagamente similar al octavo escudo que representó a la segunda casa de la dinastía Bereber de los almohades.
Salí corriendo del quinto piso a las siete treinta en busca de mi oficina. A las ocho estaba de vuelta en la biblioteca con café en mano. El bibliotecario no parece haber notado mi falta de sueño. Corrí al tercer piso, donde resguardan la “Historia Oficial del Emirato Granadí” de Crimson. En el capítulo décimo se habla brevemente de la casa Ghimel. Al-Kundi, yerno del Califa Granadí Ibn-Kil-Ruishd, aprovechó una larga ausencia de su suegro para hacerse del poder. Conocía bien a los Ghimel. Buscaba tomar el Imperio por completo. Los Ghimel jugaron un papel esencial en su breve hazaña. Los diez mensajeros de Ghimel habían sido tomados por asalto. La casa entera estaba arraigada. Imago, el viejo, secuestrado. Su cooperación no fue opcional.
Abd-ar-Rahman tercero gobernaba Córdoba en el momento. Sus informantes lo mantentían al tanto. El califato corría peligro. No había, sobre la interminable faz de la tierra, casa semejante a la Ghimel. Abd-ar-Rahman era precavido y previsor. Enviar a su ejército sería tanto como empezar una guerra en desventaja. Ghimel era, de alguna manera, su oponente. Contaba, lo sabía, con el mejor asesino del imperio: su humilde escribano Al-Mansur Ibn Ami. Almanzor, se sabía, había sido formado en la casa Ghimel. Todo buen escribano debe lidiar con el azar. La presencia no anunciada de Almanzor, se sabía también, era garante de muerte. Nadie sabía por qué. Él mismo guardaba silencio. Abd-ar-Rahman sabía que aquello sería el fin de su escribano, quien inevitablemente caería en manos de los soldados Granadinos. Podía, entonces, contar con la muerte de una sola persona.
No tardó en decidir, Abd-ar-Rahman, que Imago, el viejo, debía morir. Sólo así podía asegurar la integridad de su reino y la del Imperio. La decisión parecía, por otra parte, sumamente equilibrada. Dos hombres inocentes habrían de entregar sus vidas por el bien del Imperio. Imago por lo que en potencia se cernía sobre su frente. Almanzor por lo que en acto le antecedía. Cuentan que Almanzor salvó al Imperio sacrificando a su maestro. Se dice, también, que ambos murieron en el acto. Se cree que hubo un testigo presencial: Ben-Asir Maimón, la mano derecha de Imago, el viejo. Hay quienes dicen que Maimón llegó antes que Almanzor, informado por éste, para advertir a su maestro. Al tiempo, Maimón desconoció a Almanzor. Una tupida y bruna barba cubría su rostro. Sus ojos habían mudado de color. Maimón e Imago acordaron seguir con su parte del sacrificio. Maimón tendría que encargarse de la casa Gihmel. Su labor sería difícil: desaparecer y aún así mantener el sello del azar. El mundo entero habría de creer que la casa Gihmel había alcanzado su fin. Hasta que Imago, el viejo, pudiese vengar su propia muerte.
El libro de Crimson no dice más sobre la fortuna de la casa. Sobre Maimón, Imago y Almanzor no se supo más. Dejé el libro de Crimson sobre la mesa de préstamos a las diez treinta. Debía correr de vuelta a casa. El tren que nos trajo a lo de Nirit salió a las doce y quince. Fueron cuatro horas de viaje. Hace cosa de una hora nos recibió Jehutve. Nirit estaba ocupada en el estudio, escribiendo las últimas líneas de su más reciente ensayo. En septiembre, dijo él, había salido al público el primer libro de Nirit. Por primera vez he leído su nombre completo: Ben-Asir Nirit Katmón.
Nirit recién salió del estudio. Después de un saludo efusivo y una breve charla con Clara me ha dirigido unas palabras: “¿Te parece bien que hablemos afuera? No hay razón para involucrarlos.” No esperó mi respuesta. Me dio la espalda y se dirigió al pasillo de entrada. Por mucho tiempo he sido Juan Crisóstomo Alfaro. Hasta hace unas horas, al menos. La abuela decía que el día habría de llegar en que yo encontrara mi lugar. “Juan Crisóstomo Alfaro, no hay día que no llegue, ni fecha que no se cumpla.” Decía.
El temor ha abandonado mis piernas. Me siento tranquilo. Como si ese pasillo hubiese estado ahí para que yo mismo lo caminara. Ésta, y sólo ésta, ocasión. Como si alguna certeza me precediera. No sé qué me depare la lotería. Será lo que sea.
Monday, November 16, 2009
Sin paralelo
Existe entre lo humano una sensación extraña, difícil de describir. Está más relacionada con la comprensión, el entendimiento, que con experiencia alguna. Sucede en aquellos momentos en los que uno, por la razón que sea, ha decidido formar parte de un grupo. Uno sigue sus hábitos, recomendaciones, exigencias. Uno, eventualmente, comprende, o cree comprender, al grupo en cuestión. Uno, idealmente, se hace parte del mismo.
Pero la comprensión, afortunadamente, no es lo mismo que la completa identidad de creencias. A diferencia de alguna sugerencia Gadameriana, uno no tiene que, quizás por que no puede, convertirse en un duplicado mental de lo que busca comprender. Comprender no es duplicar. Duplicar, por más que se quiera, no será identificar. Así que todo esfuerzo por incluirse en el grupo aquél, esperando que la comprensión ésta sea suficiente, está destinado a la exclusión. A lo más, uno puede aspirar a la inclusión distintiva, no igualitaria, sin duplicidad. Todo miembro de un grupo es, irónicamente, opuesto a él.
Y así vamos, sin embargo, creyéndonos miembros, duplicados, partícipes, engranes, constituyentes, elementos. Y así vamos, esperando resguardar nuestras creencias tras la fuerza de la tradición. Y así vamos, aceptando a pie juntillas que uno comprende y es comprendido, que uno es eso y eso es uno. Que todo funciona como dos líneas paralelas que no por ser dos dejan de ser idénticas.
Hasta que uno recae en este tipo de dudas, en estas incómodas preguntas, sobre la comprensión, la inclusión, la diferencia y la exclusión en aquél grupo del que uno, por el dudar mismo, se ha permitido el lujo de divorciarse. Hasta que uno se pregunta si había realmente algo ahí, alguna creencia, tal vez sólo una, que resguardara la relación con el grupo. Hasta que uno se pregunta, por ejemplo, si el darwinismo no se ha vuelto un mito, o si existe realmente algo así como una explicación científica de algo. Uno se pregunta y se pregunta si hay algo así como el significado, si la semántica tiene sentido, si la moral, la política, la justicia, los números. Uno se pregunta y se pregunta y cae en la cuenta de que esto, las preguntas, las dudas, son lo único que (si acaso) puede esgrimirse como puente transitorio entre uno mismo y el grupo.
Uno estudia, lo que sea, la filosofía, la física, la química, siempre desde algún contexto. Nos gusta llamarlo tradición porque nombrarlo nos da la ilusión de homogeneidad, la creencia de que hay algo ahí, algo asible, que nos justifica. Y después de mucho trabajar, después de mucho recorrer el contexto, uno cae en la cuenta de que no hay ahí nada siquiera cercano a lo que uno hubiese imaginado. Y después de mucho tiempo, uno cae en la cuenta de que está, una vez más, solo y su alma en su afán por construir una historia de ficción que tranquilice esta ansiosa petición de respuestas.
Uno trabaja y descubre que no existe el grupo, el engrane, las verdades, lo demás. No, no hay piso. Pero no porque se haya perdido. Uno descubre, con el tiempo, que más bien nunca hubo piso.
Y así es como uno se enfrenta a la necesidad de reconstruir su camino. Así es como uno comprende que tiene ante sí la labor de generar su propio contexto, sus propias historias, sus propios grupos. Cuando uno se da cuenta de que sí, que por supuesto, que obviamente ha sido uno educado desde un cierto contexto. Pero que no, que obviamente no, que en ningún sentido, que jamás será el caso, que ni cómo imaginar, que uno tenga ya las ideas aseguradas por el grupo, ya no se diga idénticas, al menos consistentes, consecuentes, que sean, al menos, engarzables. Pero no, nada, ni cómo hacerlo.
Es así como uno llega a tener esta sensación tan humana y tan extraña y, por otra parte, tan indescriptible. Esa sensación de ser parte de un grupo, de un contexto, de una tradición, de ser engrane, parte, miembro, elemento y al mismo tiempo reconocer, por que no hay manera de ignorarlo, que uno simple y llanamente no es parte de ese grupo, que su línea no es paralela al referente imaginario. Es así como uno llega a tener la sensación de ser algo así como un barandal inconexo, no paralelo, que guía supuestamente el camino de las escaleras tan paralelas entre sí. Que guía, sí, pero que apunta incuestionablemente en otra dirección.
En esto consiste andar por el mundo sin paralelo. Un poco angustiante, sin duda. Pero, sin duda también, profundamente liberador.
Pero la comprensión, afortunadamente, no es lo mismo que la completa identidad de creencias. A diferencia de alguna sugerencia Gadameriana, uno no tiene que, quizás por que no puede, convertirse en un duplicado mental de lo que busca comprender. Comprender no es duplicar. Duplicar, por más que se quiera, no será identificar. Así que todo esfuerzo por incluirse en el grupo aquél, esperando que la comprensión ésta sea suficiente, está destinado a la exclusión. A lo más, uno puede aspirar a la inclusión distintiva, no igualitaria, sin duplicidad. Todo miembro de un grupo es, irónicamente, opuesto a él.
Y así vamos, sin embargo, creyéndonos miembros, duplicados, partícipes, engranes, constituyentes, elementos. Y así vamos, esperando resguardar nuestras creencias tras la fuerza de la tradición. Y así vamos, aceptando a pie juntillas que uno comprende y es comprendido, que uno es eso y eso es uno. Que todo funciona como dos líneas paralelas que no por ser dos dejan de ser idénticas.
Hasta que uno recae en este tipo de dudas, en estas incómodas preguntas, sobre la comprensión, la inclusión, la diferencia y la exclusión en aquél grupo del que uno, por el dudar mismo, se ha permitido el lujo de divorciarse. Hasta que uno se pregunta si había realmente algo ahí, alguna creencia, tal vez sólo una, que resguardara la relación con el grupo. Hasta que uno se pregunta, por ejemplo, si el darwinismo no se ha vuelto un mito, o si existe realmente algo así como una explicación científica de algo. Uno se pregunta y se pregunta si hay algo así como el significado, si la semántica tiene sentido, si la moral, la política, la justicia, los números. Uno se pregunta y se pregunta y cae en la cuenta de que esto, las preguntas, las dudas, son lo único que (si acaso) puede esgrimirse como puente transitorio entre uno mismo y el grupo.
Uno estudia, lo que sea, la filosofía, la física, la química, siempre desde algún contexto. Nos gusta llamarlo tradición porque nombrarlo nos da la ilusión de homogeneidad, la creencia de que hay algo ahí, algo asible, que nos justifica. Y después de mucho trabajar, después de mucho recorrer el contexto, uno cae en la cuenta de que no hay ahí nada siquiera cercano a lo que uno hubiese imaginado. Y después de mucho tiempo, uno cae en la cuenta de que está, una vez más, solo y su alma en su afán por construir una historia de ficción que tranquilice esta ansiosa petición de respuestas.
Uno trabaja y descubre que no existe el grupo, el engrane, las verdades, lo demás. No, no hay piso. Pero no porque se haya perdido. Uno descubre, con el tiempo, que más bien nunca hubo piso.
Y así es como uno se enfrenta a la necesidad de reconstruir su camino. Así es como uno comprende que tiene ante sí la labor de generar su propio contexto, sus propias historias, sus propios grupos. Cuando uno se da cuenta de que sí, que por supuesto, que obviamente ha sido uno educado desde un cierto contexto. Pero que no, que obviamente no, que en ningún sentido, que jamás será el caso, que ni cómo imaginar, que uno tenga ya las ideas aseguradas por el grupo, ya no se diga idénticas, al menos consistentes, consecuentes, que sean, al menos, engarzables. Pero no, nada, ni cómo hacerlo.
Es así como uno llega a tener esta sensación tan humana y tan extraña y, por otra parte, tan indescriptible. Esa sensación de ser parte de un grupo, de un contexto, de una tradición, de ser engrane, parte, miembro, elemento y al mismo tiempo reconocer, por que no hay manera de ignorarlo, que uno simple y llanamente no es parte de ese grupo, que su línea no es paralela al referente imaginario. Es así como uno llega a tener la sensación de ser algo así como un barandal inconexo, no paralelo, que guía supuestamente el camino de las escaleras tan paralelas entre sí. Que guía, sí, pero que apunta incuestionablemente en otra dirección.
En esto consiste andar por el mundo sin paralelo. Un poco angustiante, sin duda. Pero, sin duda también, profundamente liberador.
Saturday, November 14, 2009
La Promiscuidad de los Cables
No sé exactamente cuántos tengo en casa. Más de veinte. Sospecho. Para los propósitos actuales, ciertamente demasiados. En su mayoría negros, pero los hay de todos colores. En la sala hay un par blancos e incluso uno amarillo. Hay los que son más delgados y flexibles. Otros un tanto más voluminosos y obstinados. Todos, de alguna manera, cumplen la misma función: comunicar.
Pero comunicar se dice de muchas maneras. Dos de ellos, por ejemplo, nos traen la luz al lado de la cama. Luz que nos trae los libros, las ideas, las preguntas y las largas charlas que inevitablemente llevan a los sueños. Otro más, en el mismo dormitorio, le trae a Catalina todo tipo de melodías. Conjuntos abstractos, y no tanto, de notas con las que me permito despertarla después de sortear dos horas de consciencia mientras duerme. En los últimos días ese cable en especial le ha llevado conciertos enteros de Melody Gardot a las siete a eme en días de clase.
Los hay, también, los que se encargan exclusivamente de comunicar energía, cual gurú, chamán o sacerdotisa. Todos, lo dije ya, comunican. Algo. Pero comunicar no es, ni por lejos, el afán principal de los cables. Qué lejos está uno de entender su naturaleza si detiene en este punto su investigación. Y es que si algo tienen los cables de este mundo, o al menos los de mi casa, es que son promiscuos. Lo mismo el cable que lleva la energía al IPod que el de la música al equipo de sonido. Lo mismo los audífonos que me aíslan del mundo exterior, que la extensión que da vida a esta computadora que no se cansa de escribir mi disertación. Lo mismo los del teléfono que los de televisión. Lo mismo el Internet que la lámpara de cocina.
Unos segundos de desatención son suficientes para que satisfagan sus incomprensibles deseos: enredarse unos con otros, sobre otros, entre otros, por otros, bajo otros y sobre sí mismos también, de las maneras más extrañas posibles, con el fin de que, vuelta ya la atención, resulten ellos mismos un estorbo y no una ayuda. Y es que, ¿a quién le puede interesar hacer uso de un cable completamente entreverado con otro? El problema no es, en sentido alguno, su promiscuidad en sí sino, más bien, su ensañamiento. Y es que la promiscuidad de los cables es un tanto sui generis: no gustan tanto del enredo ni del enredarse como del permanecer enredados. Así, imposible.
Si tan sólo tuviesen la dignidad de solucionarse a sí mismos con la misma prontitud con la que logran entreverarse. Si tan sólo fuesen lo suficientemente decentes para volver a su estado simple, flexible, funcional. Si tan sólo su promiscuidad fuese menos, digamos, inútil. Otra sería la historia. Pero no es así. Los cables se empeñan en enredarse unos a otros. Más tardo en ponerme los audífonos para después cruzarme el portafolios sobre el hombro, de lo que tardan los primeros en dar una vuelta entera por la cinta misma del segundo hasta quedar yo, el inútil de en medio, absolutamente encarcelado.
¿Qué es lo que pasa con los cables que tanto se enredan? ¿Es acaso necesario que lo hagan a deshoras, cuando uno duerme, cierra los ojos o se ocupa en cualquier otra cosa? ¿Será acaso posible, algún día, responder a alguna de estas grandes, intranquilas, paradojas?
La promiscuidad de los cables me irrita, más que por su consecuente inutilidad, por su terrible veracidad. La promiscuidad de los cables, un cable soberanamente enredado, me hace pensar en mi ignorancia y en lo inútil que es, a veces, casi siempre, seguir planteándome tantas preguntas con el afán de responderlas. ¿Cómo es que sigo queriendo entender, a mí, a otros, a todos, si no logro siquiera entender la vida secreta de algo tan inerte como un cable?
Nadie entiende los enredos de los cables.
Por ahí habría que empezar.
Pero comunicar se dice de muchas maneras. Dos de ellos, por ejemplo, nos traen la luz al lado de la cama. Luz que nos trae los libros, las ideas, las preguntas y las largas charlas que inevitablemente llevan a los sueños. Otro más, en el mismo dormitorio, le trae a Catalina todo tipo de melodías. Conjuntos abstractos, y no tanto, de notas con las que me permito despertarla después de sortear dos horas de consciencia mientras duerme. En los últimos días ese cable en especial le ha llevado conciertos enteros de Melody Gardot a las siete a eme en días de clase.
Los hay, también, los que se encargan exclusivamente de comunicar energía, cual gurú, chamán o sacerdotisa. Todos, lo dije ya, comunican. Algo. Pero comunicar no es, ni por lejos, el afán principal de los cables. Qué lejos está uno de entender su naturaleza si detiene en este punto su investigación. Y es que si algo tienen los cables de este mundo, o al menos los de mi casa, es que son promiscuos. Lo mismo el cable que lleva la energía al IPod que el de la música al equipo de sonido. Lo mismo los audífonos que me aíslan del mundo exterior, que la extensión que da vida a esta computadora que no se cansa de escribir mi disertación. Lo mismo los del teléfono que los de televisión. Lo mismo el Internet que la lámpara de cocina.
Unos segundos de desatención son suficientes para que satisfagan sus incomprensibles deseos: enredarse unos con otros, sobre otros, entre otros, por otros, bajo otros y sobre sí mismos también, de las maneras más extrañas posibles, con el fin de que, vuelta ya la atención, resulten ellos mismos un estorbo y no una ayuda. Y es que, ¿a quién le puede interesar hacer uso de un cable completamente entreverado con otro? El problema no es, en sentido alguno, su promiscuidad en sí sino, más bien, su ensañamiento. Y es que la promiscuidad de los cables es un tanto sui generis: no gustan tanto del enredo ni del enredarse como del permanecer enredados. Así, imposible.
Si tan sólo tuviesen la dignidad de solucionarse a sí mismos con la misma prontitud con la que logran entreverarse. Si tan sólo fuesen lo suficientemente decentes para volver a su estado simple, flexible, funcional. Si tan sólo su promiscuidad fuese menos, digamos, inútil. Otra sería la historia. Pero no es así. Los cables se empeñan en enredarse unos a otros. Más tardo en ponerme los audífonos para después cruzarme el portafolios sobre el hombro, de lo que tardan los primeros en dar una vuelta entera por la cinta misma del segundo hasta quedar yo, el inútil de en medio, absolutamente encarcelado.
¿Qué es lo que pasa con los cables que tanto se enredan? ¿Es acaso necesario que lo hagan a deshoras, cuando uno duerme, cierra los ojos o se ocupa en cualquier otra cosa? ¿Será acaso posible, algún día, responder a alguna de estas grandes, intranquilas, paradojas?
La promiscuidad de los cables me irrita, más que por su consecuente inutilidad, por su terrible veracidad. La promiscuidad de los cables, un cable soberanamente enredado, me hace pensar en mi ignorancia y en lo inútil que es, a veces, casi siempre, seguir planteándome tantas preguntas con el afán de responderlas. ¿Cómo es que sigo queriendo entender, a mí, a otros, a todos, si no logro siquiera entender la vida secreta de algo tan inerte como un cable?
Nadie entiende los enredos de los cables.
Por ahí habría que empezar.
Thursday, November 12, 2009
De nuevo
Con sorpresa y un tanto sin ella, descubro que Borges conocía ya bien las reflexiones que 'Domingo Faustino Sarmiento' habría de causar en este su humilde autor. Tal vez tenga razón Borges y esto no sea más que uno de esos recuerdos ya reflejados en esa gran memoria: El Universo.
He aquí otra manera de decir lo que todo es, recuerdo, sin decirlo así. Desde el olvido.
Everness
Sólo una cosa no hay: Es el olvido. Dios que salva el metal, salva la escoria. Y cifra en su profética memoria las lunas que serán y las que han sido. Ya todo está. Los miles de reflejos, que entre los dos crepúsculos del día, tu rostro fue dejando en los espejos. Y los que irá dejando. Todavía. Y todo es una parte del diverso cristal de esa memoria: El universo. No tienen fin sus arduos corredores. Y las puertas se cierran a tu paso. Sólo del otro lado del ocaso, verás los arquetipos y esplendores. (JLB)
He aquí otra manera de decir lo que todo es, recuerdo, sin decirlo así. Desde el olvido.
Everness
Sólo una cosa no hay: Es el olvido. Dios que salva el metal, salva la escoria. Y cifra en su profética memoria las lunas que serán y las que han sido. Ya todo está. Los miles de reflejos, que entre los dos crepúsculos del día, tu rostro fue dejando en los espejos. Y los que irá dejando. Todavía. Y todo es una parte del diverso cristal de esa memoria: El universo. No tienen fin sus arduos corredores. Y las puertas se cierran a tu paso. Sólo del otro lado del ocaso, verás los arquetipos y esplendores. (JLB)
Monday, November 09, 2009
‘Domingo Faustino Sarmiento’
Hay en el cuarto piso del edificio de la calle Thayer una representación. Me trae recuerdos.
Domingo nació el año once, aquel once del diecinueve, no del veinte. Los que no lo conocen como yo, lo recuerdan por su activismo de izquierda, su periodismo, y (tal vez) su gobierno. Fue presidente de Argentina del sesenta y ocho al setenta y cuatro, números aquellos del diecinueve aquél. No del veinte éste.
Yo, sin embargo, lo recuerdo por sus recuerdos y los míos. Domingo tiene una representación, un ‘Domingo’, en el cuarto piso del edificio de la calle Thayer. Por casualidad, decisión o imposición, este piso lo habita, también, otra entidad abstracta: el departamento de lenguas y literaturas romances de la universidad en la que, hasta el día de hoy al menos, estudio y trabajo.
Y ahí está Domingo, con su ‘Domingo’, y su doctorado honorario en leyes que algunos otros domingos le habrán obsequiado en tanto recuerdo de sus recuerdos y sus logros. La universidad en cuestión, otorga, reconoce y pule sus recuerdos.
¿Qué hace Domingo Faustino Sarmiento en el cuarto piso de aquél edificio? ¿Qué hace Domingo perdido en la tundra del norte, tan lejos del sur? La respuesta es simple: Domingo se dedica a recordar a Domingo, quien otrora habría sido exiliado por de Rosas quien, da la casualidad, llevo constantemente en el bolsillo, en la forma de otro recuerdo, impreso esta vez, en un billete de veinte pesos del banco central de la Argentina, país aquél del sur que recuerdo ahora que ‘Domingo’, ‘Faustino’ y ‘Sarmiento’ lo traen todo a colación. ‘Domingo Faustino Sarmiento’ está aquí para recordar algo. Debe ser grande el recuerdo, porque ‘Domingo’ no basta. Y mucho menos ‘Sarmiento’.
¿De qué otra cosa están echas las cosas si no de recuerdos? Recuerdo, recuerdo. Nunca olvido. Recordar.
Domingo nació el año once, aquel once del diecinueve, no del veinte. Los que no lo conocen como yo, lo recuerdan por su activismo de izquierda, su periodismo, y (tal vez) su gobierno. Fue presidente de Argentina del sesenta y ocho al setenta y cuatro, números aquellos del diecinueve aquél. No del veinte éste.
Yo, sin embargo, lo recuerdo por sus recuerdos y los míos. Domingo tiene una representación, un ‘Domingo’, en el cuarto piso del edificio de la calle Thayer. Por casualidad, decisión o imposición, este piso lo habita, también, otra entidad abstracta: el departamento de lenguas y literaturas romances de la universidad en la que, hasta el día de hoy al menos, estudio y trabajo.
Y ahí está Domingo, con su ‘Domingo’, y su doctorado honorario en leyes que algunos otros domingos le habrán obsequiado en tanto recuerdo de sus recuerdos y sus logros. La universidad en cuestión, otorga, reconoce y pule sus recuerdos.
¿Qué hace Domingo Faustino Sarmiento en el cuarto piso de aquél edificio? ¿Qué hace Domingo perdido en la tundra del norte, tan lejos del sur? La respuesta es simple: Domingo se dedica a recordar a Domingo, quien otrora habría sido exiliado por de Rosas quien, da la casualidad, llevo constantemente en el bolsillo, en la forma de otro recuerdo, impreso esta vez, en un billete de veinte pesos del banco central de la Argentina, país aquél del sur que recuerdo ahora que ‘Domingo’, ‘Faustino’ y ‘Sarmiento’ lo traen todo a colación. ‘Domingo Faustino Sarmiento’ está aquí para recordar algo. Debe ser grande el recuerdo, porque ‘Domingo’ no basta. Y mucho menos ‘Sarmiento’.
¿De qué otra cosa están echas las cosas si no de recuerdos? Recuerdo, recuerdo. Nunca olvido. Recordar.
Sunday, November 08, 2009
De Vacas, Mitos y Filosofía
Este fin de semana el departamento organizó una serie de charlas para festejar a uno de sus profesores de mayor antigüedad. El homenajeado labora y laboró en cuestiones de lenguaje, lógica e inteligencia artificial. La conmemoración consistió en invitar a los “amigos” del celebrado: Stalnaker, van Fraasen, Veltman, Partee, Roberts, Lewis (S), Belnap, Lascarides, Cross, Kamp (ausente) y Morgenstern. La plana mayor.
Se habló de todo tipo de cosas. Corrijo. Se habló de todos los pasajes relevantes del Evangelio según san Mateo: la necesidad de la identidad, el razonamiento abductivo y la monotonicidad, las creencias sobre creencias, la formalización de todo, el lenguaje, todo. Los gestos, los chistes, las caras. Se habló, obviamente, de la simulación del todo formalizado y de los condicionales subjuntivos y contrafácticos. La fiesta culminó con una homilía a cargo de la sacerdotisa mayor.
Desde el comienzo pensé que sería una serie de charlas terriblemente útiles. Que mucho habría de aprenderse. Lo confirme con el paso del tiempo. Aprendí verdades terribles y sustanciales. Reconocí, por ejemplo, el gran espesor de la tradición en la que estoy metido. Pude vislumbrar, sin mucho detalle y a la distancia, los dogmas, los mitos, los rezos, los prejuicios de la que tanto y con tanta felicidad he formado parte. Comienzo a pensar que me estoy saliendo de esta tradición. Ahora que lo pienso, debo estar un poco fuera. Porque desde el púlpito es imposible ver lo absurdos que son los milagros. Veo, poco a poco, que mi formación a sido distinta.
Además de visitar por enésima ocasión los lugares comunes de la filosofía del lenguaje creada en Estados Unidos en los años sesenta, se visitó los altares de sus padres fundadores. Fue casi como pasearse por la Basílica de San Pedro. Por la derecha aparecen Kripke, Harman y Davidson. Por la izquierda tenemos a Tarski, Montague, Kamp, Lewis y Kaplan. Todos monjes y padres al mismo tiempo. Concensando lentamente las bases de lo que treinta años después sería la única manera de hacer filosofía del lenguaje. Y entre tanto párroco aparecía uno que otro monaguillo un tanto más lingüista: Partee, Lakoff, Katz, incluso Fodor. La misión: tomar la teoría conjuntos con el cucharón de la lógica clásica, pasarla por el fuego lento de la lógica modal cuantificacional y mezclarla lentamente con la más reciente propuesta sintáctica de Chomsky. Para alcanzar el amarre adecuado habría que utilizar la teoría de conjuntos tan cómodamente transformada en gramática por Montague.
Montague: el cristo de la filosofía del lenguaje. Padre redentor que nos enseñó a multiplicar los panes, a formalizar todo lo expresable. Insufrible mártir que nos mostró que no hay diferencia entre el lenguaje formal y el lenguaje natural. ¿O acaso sólo lo presupuso y todos los demás lo adoraron? ¿Y es que cómo se puede comenzar la investigación misma sobre el lenguaje natural presuponiendo que no hay diferencia alguna entre éste el formal, creado, de laboratorio, conocido y reconocido? ¿Cómo es que esta no es una petición de principio? ¿Cómo es que toda esta tradición no es más que la religión de algunos?
Hacer filosofía del lenguaje, predicaba Stalnaker, consiste en encontrar las distinciones adecuadas o, mejor dicho, las entidades semánticas adecuadas y exponerlas ante los lingüistas. Una vez echa la labor metafísica, los lingüistas pueden tranquilamente hacer su trabajo y explicar cómo es que con esos objetos semánticos se puede computar lo computado dada cierta estructura sintáctica. ¿Cómo es que llegamos a creernos todas estas historias?
Entre más y más tiempo pasaba yo en la susodicha celebración más y más incómodo me sentía. ¿Cómo carajos “descubrir” el lenguaje sin siquiera buscarlo? ¿Con qué cara podemos decir “esto” es lo que contiene esta “oración”, si no nos hemos siquiera molestado en averiguar cómo funciona la cabeza de aquellos seres que, sabemos, usan esas oraciones, expresan esos contenidos, escupen esos significados? ¿Cómo es posible hacer toda esta labor explicativa con un poco de decoro mientras seguimos ignorando a las personas que hablan los lenguajes? ¿Qué justificación podemos tener para pensar que nuestra especulación “formal” puede sostenerse de manera tan artificial?
Hace unos días falleció Claude Lévi-Strauss. Conocido por todos como un gran antropólogo, párroco estructuralista. Pocos sabrán que fue filósofo de formación. Menos aún sabrán que abandonó la filosofía por considerarla repleta de manierismos y auto-referencias. Hasta hace unos meses me gustaba pensar que la tradición analítica carecía de estas propiedades. Ahora veo, con sustancial decepción, que la filosofía en su mayoría está cerrada sobre sí misma y repleta de manierismos. Nadie se atreve a dejar a Platón de una buena vez y para siempre. Seguimos ciegamente a un Frege miope que insiste que el lenguaje es lógica y que nada tiene por qué interesarnos la psicología.
Algo se ha logrado en estos cuarenta años de auge. Ya no es necesario esconderse. Las reuniones no tienen por qué ser secretas. Ahora la tradición perseguida es perseguidora. Ahora se es dueño y señor del terreno. La religión, con todos sus pasajes, evangelios y dogmas, ha sido instaurada. Contamos ya con un largo pasillo de nichos con santos: Frege, Russell, Evans, Grice, Strawson, Austin, Davidson, Montague, Tarski. Y todos los demás guardan respetuoso silencio.
Esa es quizás nuestra mejor esperanza: que algún día la actual contracorriente despierte, aplaste, se esparza e imponga. Porque lo humano no da para más. No hay manera de evitar ideologías, religiones, dogmas, fe. Esa, al menos, era la lección de la sacerdotisa. Chomsky siempre (y con toda razón) a rechazado la posibilidad de hacer de la semántica un proyecto científico sensato, a menos de que sea posible implementarla (como la sintaxis) dentro de una investigación general de psicología cognitiva. Ante esta eterna negativa de su maestro, la inteligente sacerdotisa encontró una salida virtuosa:
“Don’t try to convince your teachers, convince your students”.
Y así, desde Cristo hasta nuestros días y los que vienen.
Se habló de todo tipo de cosas. Corrijo. Se habló de todos los pasajes relevantes del Evangelio según san Mateo: la necesidad de la identidad, el razonamiento abductivo y la monotonicidad, las creencias sobre creencias, la formalización de todo, el lenguaje, todo. Los gestos, los chistes, las caras. Se habló, obviamente, de la simulación del todo formalizado y de los condicionales subjuntivos y contrafácticos. La fiesta culminó con una homilía a cargo de la sacerdotisa mayor.
Desde el comienzo pensé que sería una serie de charlas terriblemente útiles. Que mucho habría de aprenderse. Lo confirme con el paso del tiempo. Aprendí verdades terribles y sustanciales. Reconocí, por ejemplo, el gran espesor de la tradición en la que estoy metido. Pude vislumbrar, sin mucho detalle y a la distancia, los dogmas, los mitos, los rezos, los prejuicios de la que tanto y con tanta felicidad he formado parte. Comienzo a pensar que me estoy saliendo de esta tradición. Ahora que lo pienso, debo estar un poco fuera. Porque desde el púlpito es imposible ver lo absurdos que son los milagros. Veo, poco a poco, que mi formación a sido distinta.
Además de visitar por enésima ocasión los lugares comunes de la filosofía del lenguaje creada en Estados Unidos en los años sesenta, se visitó los altares de sus padres fundadores. Fue casi como pasearse por la Basílica de San Pedro. Por la derecha aparecen Kripke, Harman y Davidson. Por la izquierda tenemos a Tarski, Montague, Kamp, Lewis y Kaplan. Todos monjes y padres al mismo tiempo. Concensando lentamente las bases de lo que treinta años después sería la única manera de hacer filosofía del lenguaje. Y entre tanto párroco aparecía uno que otro monaguillo un tanto más lingüista: Partee, Lakoff, Katz, incluso Fodor. La misión: tomar la teoría conjuntos con el cucharón de la lógica clásica, pasarla por el fuego lento de la lógica modal cuantificacional y mezclarla lentamente con la más reciente propuesta sintáctica de Chomsky. Para alcanzar el amarre adecuado habría que utilizar la teoría de conjuntos tan cómodamente transformada en gramática por Montague.
Montague: el cristo de la filosofía del lenguaje. Padre redentor que nos enseñó a multiplicar los panes, a formalizar todo lo expresable. Insufrible mártir que nos mostró que no hay diferencia entre el lenguaje formal y el lenguaje natural. ¿O acaso sólo lo presupuso y todos los demás lo adoraron? ¿Y es que cómo se puede comenzar la investigación misma sobre el lenguaje natural presuponiendo que no hay diferencia alguna entre éste el formal, creado, de laboratorio, conocido y reconocido? ¿Cómo es que esta no es una petición de principio? ¿Cómo es que toda esta tradición no es más que la religión de algunos?
Hacer filosofía del lenguaje, predicaba Stalnaker, consiste en encontrar las distinciones adecuadas o, mejor dicho, las entidades semánticas adecuadas y exponerlas ante los lingüistas. Una vez echa la labor metafísica, los lingüistas pueden tranquilamente hacer su trabajo y explicar cómo es que con esos objetos semánticos se puede computar lo computado dada cierta estructura sintáctica. ¿Cómo es que llegamos a creernos todas estas historias?
Entre más y más tiempo pasaba yo en la susodicha celebración más y más incómodo me sentía. ¿Cómo carajos “descubrir” el lenguaje sin siquiera buscarlo? ¿Con qué cara podemos decir “esto” es lo que contiene esta “oración”, si no nos hemos siquiera molestado en averiguar cómo funciona la cabeza de aquellos seres que, sabemos, usan esas oraciones, expresan esos contenidos, escupen esos significados? ¿Cómo es posible hacer toda esta labor explicativa con un poco de decoro mientras seguimos ignorando a las personas que hablan los lenguajes? ¿Qué justificación podemos tener para pensar que nuestra especulación “formal” puede sostenerse de manera tan artificial?
Hace unos días falleció Claude Lévi-Strauss. Conocido por todos como un gran antropólogo, párroco estructuralista. Pocos sabrán que fue filósofo de formación. Menos aún sabrán que abandonó la filosofía por considerarla repleta de manierismos y auto-referencias. Hasta hace unos meses me gustaba pensar que la tradición analítica carecía de estas propiedades. Ahora veo, con sustancial decepción, que la filosofía en su mayoría está cerrada sobre sí misma y repleta de manierismos. Nadie se atreve a dejar a Platón de una buena vez y para siempre. Seguimos ciegamente a un Frege miope que insiste que el lenguaje es lógica y que nada tiene por qué interesarnos la psicología.
Algo se ha logrado en estos cuarenta años de auge. Ya no es necesario esconderse. Las reuniones no tienen por qué ser secretas. Ahora la tradición perseguida es perseguidora. Ahora se es dueño y señor del terreno. La religión, con todos sus pasajes, evangelios y dogmas, ha sido instaurada. Contamos ya con un largo pasillo de nichos con santos: Frege, Russell, Evans, Grice, Strawson, Austin, Davidson, Montague, Tarski. Y todos los demás guardan respetuoso silencio.
Esa es quizás nuestra mejor esperanza: que algún día la actual contracorriente despierte, aplaste, se esparza e imponga. Porque lo humano no da para más. No hay manera de evitar ideologías, religiones, dogmas, fe. Esa, al menos, era la lección de la sacerdotisa. Chomsky siempre (y con toda razón) a rechazado la posibilidad de hacer de la semántica un proyecto científico sensato, a menos de que sea posible implementarla (como la sintaxis) dentro de una investigación general de psicología cognitiva. Ante esta eterna negativa de su maestro, la inteligente sacerdotisa encontró una salida virtuosa:
“Don’t try to convince your teachers, convince your students”.
Y así, desde Cristo hasta nuestros días y los que vienen.
Thursday, November 05, 2009
Clips y Sentido
Por alguna razón que aún no logro comprender he convertido a los clips en algo que no son. Comenzaron por servir como jueces en casos de indecisión. Cavilando entre A y B hasta encontrar un clip. Su presencia pone un límite. Debo decidir si la última opción, B por ejemplo, es la que seguiré. El clip no determina mucho, tan sólo detiene la deliberación. Si B no me atrae, tomo A y me olvido del resto.
Después, mucho después, se convirtieron en oráculos. Caminando peripatéticamente en torno a alguna duda terrible, destructiva, hasta que aparece el clip. No más preguntarse. La respuesta que se pergeñaba en el lóbulo frontal será la que habremos de aceptar.
Más tarde, mucho más tarde, mucho más recientemente, se han convertido en recordatorios. Caminando por Ann Arbor, arrastrando mis creencias, deseos, esperanzas y sospechas, hasta que aparece un clip. Y se confirma el recuerdo, y se mantiene la duda, y continúa la sospecha. Es como si el clip llevase consigo el rostro de alguien más, la impronta inigualable de alguna situación, algún momento.
Ahora me dedico a encontrar clips por todas partes. No dejan de tropezarse conmigo. Bajo las hojas del otoño, en las esquinas, reconociendo el centro mismo de un charco de agua estancada en la esquina, junto al hidrante, camino a casa, dando clase, huyendo de ella… No deja de aparecer el clip, los clips me abarcan.
¿Por qué esta necesidad de encontrar algo externo que nos de sentido? ¿Por qué creer que lo externo nos justifica? ¿Por qué creer en algo más que uno mismo?
Después, mucho después, se convirtieron en oráculos. Caminando peripatéticamente en torno a alguna duda terrible, destructiva, hasta que aparece el clip. No más preguntarse. La respuesta que se pergeñaba en el lóbulo frontal será la que habremos de aceptar.
Más tarde, mucho más tarde, mucho más recientemente, se han convertido en recordatorios. Caminando por Ann Arbor, arrastrando mis creencias, deseos, esperanzas y sospechas, hasta que aparece un clip. Y se confirma el recuerdo, y se mantiene la duda, y continúa la sospecha. Es como si el clip llevase consigo el rostro de alguien más, la impronta inigualable de alguna situación, algún momento.
Ahora me dedico a encontrar clips por todas partes. No dejan de tropezarse conmigo. Bajo las hojas del otoño, en las esquinas, reconociendo el centro mismo de un charco de agua estancada en la esquina, junto al hidrante, camino a casa, dando clase, huyendo de ella… No deja de aparecer el clip, los clips me abarcan.
¿Por qué esta necesidad de encontrar algo externo que nos de sentido? ¿Por qué creer que lo externo nos justifica? ¿Por qué creer en algo más que uno mismo?
Tuesday, November 03, 2009
Criticism and Enjoyment
Is there any reason to think that one should find no entertainment at all, no possible aesthetic enjoyment, in those things or events that one would, under consideration, judge to be aesthetically unimpressive, of lower quality, or otherwise minor? Is it a principle of aesthetic rationality, of aesthetic game-playing or aesthetic-discourse, that I cannot at the same time judge X to be crass and yet enjoy it? I think the answer to these questions is a clear NO. Let me explain why by fixing up some aesthetic machinery. First come the moving parts.
Livelihood: there is no such thing as an object that is not, in any sense, enjoyable. Reality is made out of objects, one may suppose. And these may be either external or internal. And all that is need for a subject to derive pleasure from something is that there be such thing. All objects have their own livelihood.
Pretending: there is no such thing as an aesthetic judgment that is not part of some or other game of fiction making. Aesthetic properties, I will suppose, are not natural properties but, rather, properties we ascribe to objects as part of this or that game of fiction making. We presuppose that there is some such thing as beauty, and so we talk about it, just as we do with Santa and Hamlet. And so we may distinguish among degrees of it, approaches to it, and failures at getting at it.
Enjoying: there is no such thing as an object that is intrinsically enjoyable or pleasant. To derive pleasure form something consists in enacting a particular mental process involving beliefs, desires, predictions, and imaginings. To enjoy X is to take X to play a central role in this process, to somehow be the relevant object of our predictions, imaginings, beliefs and desires. All we need to enjoy X is to properly square our beliefs, desires, predictions and imaginings concerning X. It may be difficult to do it for some objects, as it may be difficult to change certain beliefs and or desires concerning some such object. But it is always possible.
Now, the mechanics. We judge things or events aesthetically first and foremost because we want to play a given game of property ascription. The fact that the properties are produced by our imagination doesn't preclude the ascriptions from having rules. Nothing can be both beautiful and awful for the same reason in the same context. Just like nothing can be green and red at the same spot and at the same time. This game is played seriously, sometimes too seriously. For the game to make sense, we are also forced to give reasons. We can't just go on making aesthetic claims, that wouldn't be like playing a game, but rather like simply utteraing a sequence of sounds.
I'm convinced that Bela Tar's "Damnation" is a beautiful film. I believe, in fact, that it is one of the best films, better than most other films I love. I believe it is because it has powerful, clear, yet non-obvious narrative; it has a very carefully coreographed cinematography where every single ray of light is skillfully predicted by the camera; it involves an amazing set of actors capable of becoming the representation of their characters; and it makes a strong moral and aesthetic point while taking care of all that I mentioned before. It is for these reasons, as one would like to put it, that I believe "Damnation" is a beautiful film.
If you ask me, I'd say all of Schwarzenegger's films are crap right next to "Damnation". And I am expected to give some kind of reasoning parallel to the one above to substantiate such claim.
Yet there's no such thing as an aesthetically dead object. For livelihood is true, and enjoying too. Thus, it is simply not true that Schwarzenegger's films simply cannot be enjoyed in any sense. It is not true, that no one can derive pleasure from, say, "Terminator Two". That is plainly false. Does this show that I am wrong in judging that Schwarzenegger's films are crap?
I don't think so. They are, and will remain, crap. There's some or other peculiar idea behind them. But the idea is not proeprly developed. The narrative depends highly on generating emotions by means of aesthetically cheap (yet financially costly) mediums involving special effects. They do the imagining for us. That's a down side aesthetically speaking. The cinematography is planned, but not a goal. And so on, and so forth.
How can I, at the same time, judge X to be crap and still admit that I can enjoy it? Easily: all we need to do is understand the distinction between livelihood and deriving pleasure, between criticism and enjoyment. One thing is to aesthetically judge an object a whole other thing is to be involved in an imaginative process with that object. The former is a higher order form of fiction making, the latter is a more direct form of playing. The former gives an account of the latter, it prescribes (or intends to prescribe) something about it. The latter, the enjoyment, is something that can simply, and always, happen.
Should we aim at taking our judgments to inform our enjoyments? There is, on the view here presented, no need to do this. You can enjoy "Terminator" (or any other "Hollywood" film for that matter) even though you're convinced it's crap. Some, however, may find some comfort in the thought that there are, as a matter of fact, aesthetic properties and that objects, as a matter of fact, have or lack such properties. Most of the time such individuals will try hard at creating or describing intrinsically beautiful objects. Thus, they will be willing to take their judgments to not be part of any kind of pretense and, hence, to inform their aesthetic abilities (i.e., their ability to enjoy something). But wishful thinking has never achieved more than self-indulgence. To hope that aesthetic properties are objective properties won't make it so. And to expect that only some objects will be pleasant and not others won't do either. At most, these attitudes will be projections, not the expression of truths. They are, I believe, signs of aesthetic arrogance.
Sometimes it's good to enjoy crap. It's a nice exercise in intellectual relaxation. A good way to avoid becoming a snob.
Livelihood: there is no such thing as an object that is not, in any sense, enjoyable. Reality is made out of objects, one may suppose. And these may be either external or internal. And all that is need for a subject to derive pleasure from something is that there be such thing. All objects have their own livelihood.
Pretending: there is no such thing as an aesthetic judgment that is not part of some or other game of fiction making. Aesthetic properties, I will suppose, are not natural properties but, rather, properties we ascribe to objects as part of this or that game of fiction making. We presuppose that there is some such thing as beauty, and so we talk about it, just as we do with Santa and Hamlet. And so we may distinguish among degrees of it, approaches to it, and failures at getting at it.
Enjoying: there is no such thing as an object that is intrinsically enjoyable or pleasant. To derive pleasure form something consists in enacting a particular mental process involving beliefs, desires, predictions, and imaginings. To enjoy X is to take X to play a central role in this process, to somehow be the relevant object of our predictions, imaginings, beliefs and desires. All we need to enjoy X is to properly square our beliefs, desires, predictions and imaginings concerning X. It may be difficult to do it for some objects, as it may be difficult to change certain beliefs and or desires concerning some such object. But it is always possible.
Now, the mechanics. We judge things or events aesthetically first and foremost because we want to play a given game of property ascription. The fact that the properties are produced by our imagination doesn't preclude the ascriptions from having rules. Nothing can be both beautiful and awful for the same reason in the same context. Just like nothing can be green and red at the same spot and at the same time. This game is played seriously, sometimes too seriously. For the game to make sense, we are also forced to give reasons. We can't just go on making aesthetic claims, that wouldn't be like playing a game, but rather like simply utteraing a sequence of sounds.
I'm convinced that Bela Tar's "Damnation" is a beautiful film. I believe, in fact, that it is one of the best films, better than most other films I love. I believe it is because it has powerful, clear, yet non-obvious narrative; it has a very carefully coreographed cinematography where every single ray of light is skillfully predicted by the camera; it involves an amazing set of actors capable of becoming the representation of their characters; and it makes a strong moral and aesthetic point while taking care of all that I mentioned before. It is for these reasons, as one would like to put it, that I believe "Damnation" is a beautiful film.
If you ask me, I'd say all of Schwarzenegger's films are crap right next to "Damnation". And I am expected to give some kind of reasoning parallel to the one above to substantiate such claim.
Yet there's no such thing as an aesthetically dead object. For livelihood is true, and enjoying too. Thus, it is simply not true that Schwarzenegger's films simply cannot be enjoyed in any sense. It is not true, that no one can derive pleasure from, say, "Terminator Two". That is plainly false. Does this show that I am wrong in judging that Schwarzenegger's films are crap?
I don't think so. They are, and will remain, crap. There's some or other peculiar idea behind them. But the idea is not proeprly developed. The narrative depends highly on generating emotions by means of aesthetically cheap (yet financially costly) mediums involving special effects. They do the imagining for us. That's a down side aesthetically speaking. The cinematography is planned, but not a goal. And so on, and so forth.
How can I, at the same time, judge X to be crap and still admit that I can enjoy it? Easily: all we need to do is understand the distinction between livelihood and deriving pleasure, between criticism and enjoyment. One thing is to aesthetically judge an object a whole other thing is to be involved in an imaginative process with that object. The former is a higher order form of fiction making, the latter is a more direct form of playing. The former gives an account of the latter, it prescribes (or intends to prescribe) something about it. The latter, the enjoyment, is something that can simply, and always, happen.
Should we aim at taking our judgments to inform our enjoyments? There is, on the view here presented, no need to do this. You can enjoy "Terminator" (or any other "Hollywood" film for that matter) even though you're convinced it's crap. Some, however, may find some comfort in the thought that there are, as a matter of fact, aesthetic properties and that objects, as a matter of fact, have or lack such properties. Most of the time such individuals will try hard at creating or describing intrinsically beautiful objects. Thus, they will be willing to take their judgments to not be part of any kind of pretense and, hence, to inform their aesthetic abilities (i.e., their ability to enjoy something). But wishful thinking has never achieved more than self-indulgence. To hope that aesthetic properties are objective properties won't make it so. And to expect that only some objects will be pleasant and not others won't do either. At most, these attitudes will be projections, not the expression of truths. They are, I believe, signs of aesthetic arrogance.
Sometimes it's good to enjoy crap. It's a nice exercise in intellectual relaxation. A good way to avoid becoming a snob.
Monday, November 02, 2009
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Sunday, November 01, 2009
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