Ayer visité a Néstor David que, como su nombre lo indica, es argentino. No sé exactamente en dónde viva, ni cuánto tiempo tenga viviendo ya en el D.F. Lo veo poco, en realidad. Es mi peluquero. Lo conocí hace dos años, cuando recién comenzaba con su "Estética Unisex" como les gusta denominarse acá. Después de algunos tropiezos, debidos principalmente a engaños de previos inquilinos del mismo local comercial, Néstor ha logrado mantener su negocio. A lo largo de esos dos años, me he mudado ya dos veces. Sigo visitando a Néstor. Nos llevamos bien. Somos igualmente callados e igualmente simpáticos. Una mezcla intereante entre peluquero y cliente.
Hace cuatro años regresé a vivir a esta ciudad. Desde entonces y hasta que conocí a Néstor, había ido pocas veces a la peluquería. En resumen, sólo una en dos años. Me había preguntado -pocas veces, sin duda- por qué me cuesta tanto trabajo ir a la peluquería. Nunca surgió realmente una respuesta a mi pregunta. Después de esos dos años, y antes de conocer a Néstor, me separé, después de casi dos años de disputas, de la pareja que me había acompañado los diez años anteriores. Lo primero que hice después de separarme fue buscar un peluquero. Me encontré a Néstor.
Desde entonces y hasta la fecha, visito a Néstor cada tres o cuatro meses, cuando el abultado exceso de mi cabellera me lo señala. Esto obligaba la pregunta opuesta, que nunca antes de hoy me había planteado. ¿Por qué no me cuesta trabajo visitar a Néstor? Ayer mismo, mientras visitaba a Néstor, descubrí por qué me siento tan cómodo en su estética unisex. Néstor me recuerda a mi madre.
No sé bien desde qué temprana edad, pero hasta los diecisiete o dieciocho años era mi madre quien me cortaba el cabello. Era siempre un domingo, en el baño del departamento, sentado en un taburete cubierto por una alfombra café que me hacía pensar en Chewbacca, mi wookiee favorito. Uno de mis más tempranos recuerdos me ubica a los cinco años de edad, sentado en ese taburete, mirando el cancel de plástico azul con marco de aluminio que dividía la regadera del escusado. El baño entero está forrado de mosaicos de color azul cielo. El lavabo está a mi izquierda, cubierto por debajo con un par de puertas de madera ruinosa que había sido pintada de blanco hace ya muchos años. A mi derecha el toallero horizontal, de mosaico, fijo ad eternitatem sobre la pared. Ese toallero era uno de mis objetos favoritos. Resistía todo tipo de estrés físico, hacia cualquier dirección. Supongo que me inspiraba seguridad. Todo podía moverse, menos el toallero. Detrás de mi, mi madre quien recién había terminado de teñirse el cabello. En su mano izquierda un peine de cola larga, para lidiar con mis rulos. La mano derecha tenía unas tijeras de peluquero, de esas que llevan un comienzo de rizo al final, para apoyar el dedo medio, muestra de calidad en el manejo de la tijera.
Recuerdo todo esto no sólo por la cercanía que tal ritual imponía entre mi madre y yo. Tampoco lo recuerdo porque sucediera muy seguido, tal vez cada tres o cuatro meses. Lo recuerdo por el inicial temor y posterior apego y deseo que generó en mi el sonido de la tijera al cortar mi cabello. Desde la primera hasta a la última vez que me cortó el cabello, mi madre comenzaba con una nota de alerta. "No te muevas porque si no te voy a cortar una oreja." Y luego movía las tijeras frente a mis ojos en son de amenaza. Sentí pavor, sentí el frío del acero tocar mi cabeza, sentí seguridad. Comenzaba lento, detenido, gruñendo, grave, para avanzar más rápido a través de los cabellos hasta terminar veloz con el último cabello del manojo emitiendo un sonido agudo en comparación con el comienzo. ¡Swish! Ahí van los primeros rulos al piso. ¡Swish! ¡Swish! ya no hay vuelta atrás. ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish!... Y entre cada corte se escuchaba el abrir y cerrar de las tijeras como si cortaran el aire, como si las manos enamoradas del cortar tuviesen que seguir cortando aún sin saber qué cabello cortar, como si se formara una maquinaria de corte entre manos y tijeras, maquinaria que no podría detenerse sino hasta el final, como si la mano tuviese que lanzar cortes precautorios antes de avalanzarse sobre los rulos que habría de sacrificar.
Ayer Néstor pasaba su tijera de peluquero profesional por mis rulos. Son tijeras idénticas a las de mi madre, igualmente metálicas y reflejantes, igualmente filosas, igualmente escandalosas y silenciosas. Néstor no lo decía, pero sus tijeras se movían con el mismo son de amenaza, junto a mis oídos, frente a mis ojos. Hacía el mismo movimiento precautorio que mi madre. ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! se oía, se veía, cortando el aire, calentando motores, dejando a la maquinaria andar mientras la mano izquierda buscaba rulos indecentes que no se habían dejado cortar. ¡Swish! Ya está.
Voy a lo de Néstor porque me siento en casa, en mi baño azul cielo, en mi infancia, sentado sobre Chewbacca, pensando por qué no puede uno simplemente dejar de cortarse el pelo y ya. Por algo crece, naturalmente. ¿O no? ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish!...
Recién recordé ayer que ése sonido nunca lo voy a olvidar. Hace ya casi seis años que creí haber borrado toda mi infancia y mi adolescencia. Ahora veo que los tenía guardados en reserva. Para cuando los pudiera mirar así, con más amor que dolor.