Tuesday, December 17, 2013

Lápices y gomas de borrar

Siempre que entro en una papelería revivo mi infancia. Ver los estantes repletos de objetos diminutos con colores variados me devuelve a un lugar extraño, un lugar tan seguro como la casa de mis padres, incluso como mi cuarto en casa de mis padres, sin serlo. Sé muy bien que no estoy en casa y mucho menos en mi cuarto. Pero no importa. Estoy en mi mundo, un mundo distinto y distante, un mundo lleno de lápices de colores, borradores de mil y un tipos distintos, papeles, bolígrafos, lapiceros, etiquetas, cuadernos, libretas, carpetas, hojas sueltas, hojas encuadernadas, hojas, más hojas.

Recuerdo que todas las tardes, sin excepción, visitaba una papelería que estaba cerca de casa. Todas las tardes comía con mi hermana en la mesa ocho del restaurante de mis padres; una mesa común y corriente pero aislada, reservada, frente una ventana por la que se dejaba ver una bodega llena de misterios. Comíamos juntos sin platicar mucho. O al menos yo no platicaba. Ella sí. Tenía mucho que decir. Siempre. Y de camino a casa, siempre, había que cruzar la calle para alcanzar la papelería. Me volví un fanático de las gomas para borrar. Las había de todos colores, blancas, verdes, azules, rojas, negras. También las había de todo propósito, para niños y para niñas, trenes, autos, batman, superman, arañas, ratones, balones de futbol.





Fue tal mi afán por la papelería y las gomas de borrar, que decidí volverme un mercader de las gomas. Las compraba por docena para bajar los costos y luego las llevaba a la escuela para lucrar de niños inexpertos que no conocían el mercado de las gomas de borrar. A los seis años fui a parar, por primera vez, a la dirección de la escuela. "Su hijo está vendiendo gomas de borrar a sus compañeros y al parecer le va muy bien". Le dijeron a mi madre. Ella, mi madre, orgullosa de mi instinto de mercader, guardó silencio. Ya en casa, me felicitó al no decir nada y luego, con toda calma, me pidió que entregara mis gomas de borrar. Fue mi primer gran éxito comercial. Después vendría la filosofía, convenciendo a cautos e incautos de mis capacidades cognitivas de imprimir y borrar. La cosa no es muy distinta, sólo más compleja.

Lo cierto es que desde los cinco y hasta los doce años, la papelería Monarca de la esquina de Zetina y Progreso fue mi buhardilla. Ahí pasaba al menos diez, quizás quince minutos, entre el restaurante de mis padres y la casa de mis padres. Eran diez o quince minutos de absoluta libertad. Quince minutos en donde desaparecían mis preocupaciones y me dedicaba a imaginar, sólo imaginar, las cosas que podía escribir y borrar con todos esos lápices y esas gomas de borrar.

Ahora entiendo claramente que ahí está mi cura.