Hoy hace 71 años nació Eduardo García, hijo de un tal Benito García Luchichi y una tal María Pérez Sin Más. Hace seis años celebramos por última vez su cumpleaños. No cumpliría más. No lo sabíamos. Así fue. Por seis años seguidos he recordado esta fecha sin saber muy bien qué me pasa, qué siento, qué busco, qué tengo.
Comienzo entonces por la pregunta, como debe ser siempre. ¿Qué celebramos realmente en un cumpleaños? ¿El hecho pretérito de un nacimiento? ¿La gran capacidad de los humanos por subsistir año con año, muchos años? ¿No será que simplemente celebramos la celebración misma? ¿No séra que simplemente celebramos porque podemos, porque ahí estamos?
Cada año, cada cumpleaños de cada uno era lo mismo. Despertar temprano antes que el homenajeado, reunirse, cantar las mañanitas y despertar al implicado con besos y abrazos (y regalos) en su cama. Siempre fue así. El homenajeado, por supuesto, lo sabía. No sólo porque el ego nos impide olvidar ese día tan importante en el que, según nosotros, somos el centro del universo, sino también porque espera ese amanecer con ansiedad, a veces tanta que tiene que fingir estar durmiendo para asegurarse de que el ritual se cumpla al pie de la letra. No recuerdo realmente cómo fue ese último cumpleaños de papá. Supongo que el ritual se cumplió, que celebramos la celebración.
Supongo que por eso ahora no puedo celebrar. El ritual se quebró. Los presupuestos básicos no pueden ser satisfechos. Me limitaré a ver el día pasar mientras pienso en mi padre, en mi hermana, en mi madre. Por primera vez en siete años me siento a pensar este día, a preguntarme, a responder. Por primera vez evito la salida fácil de pretender lo imposible y ejercer el autoengaño. Hoy no tengo por qué estar contento. No hay más cumpleaños, porque los cumpleaños no celebran el simple paso del tiempo. No hay celebración que celebrar, ritual que aplaudir. Se acabó.
Por primera vez reconozco esta tristeza y le doy su lugar a mi lado. Es un día triste. No hay duda. Me guardaré ese largo abrazo de oso, quizás para cuando me toque jugar el papel que jugaba papá.