Atardecer de ozono invernal, DF, diciembre 31, 2013 |
Tuesday, December 31, 2013
El sentido de los muertos
Celebramos hoy viente años del alzamiento armado de l@s zapatistas. ¿Qué celebramos? En parte celebramos que sigan, pero también celebramos a sus muertos. Pero también, como toda celebración, se celebra algo así como la satisfacción, el alcance de metas, el cumplimiento de un proyecto. Los proyectos, todos, van cambiando a lo largo del tiempo. Más si han pasado veinte años.
¿Cuál era y cuál es el proyecto zapatista? Caminar, dice. Andar un camino distinto. Un camino de autogobierno. Un camino de libertado. Un camino sin represión. Un camino que se oponga a los 500 años de imposiciones. ¿Por qué se impusieron ese camino que se antoja, digámoslo con cariño, un poco grande?
"No fue el ansia de perdurar, sino el sentido del deber lo que nos colocó aquí, para bien o para mal. La necesidad de algo hacer frente a la injusticia milenaria, esa indignación que sentimos como la característica más contundente de “humanidad”. No pretendemos lugar alguno en museos, tesis, biografías, libros."
La indignación como causa de un proyecto más grande que la vida misma, tan grande como la historia. ¿Realmente? Todo proyecto, queramos o no, es de una persona (un individuo, un grupo, una comunidad, un lo que quieran). Muchos han entregado su vida, sus familias, al proyecto. ¿Qué hacer con ellos? ¿Vale la pena un proyecto así?
Ellos, como debe ser, responden que sí. Que el proyecto nunca fue personal, individual, ni siquiera grupal o comunitario. Es un proyecto de la historia. Un proyecto del andar. Así de grande es la persona que se quiere ser. Y se pregunta:
"Quiero decir, ¿nos importa quiénes somos? ¿O nos importa lo que hacemos?
La evaluación que nos interesa y afecta, ¿es la de afuera o la de la realidad?"
Y es tan grande esa persona que se quiere ser, que no se logra ver en el espejo, ni en la casa, ni en los campos. Y es tan grande ese ser, que se busca distinguir entre lo que son y lo que hacen. ¿Realmente hay tal diferencia? Seguramente sí, pero no es sino la diferencia de alguien cuyo proyecto consiste en dejar de ser uno, dejar de ser persona individual, grupal o comunitaria, para empezar a ser la historia. Más aún, es el proyecto de ser una historia de sucesos, no de personas dentro de la historia. Una historia de la historia.
De ahí la contradicción misma del proyecto zapatista. Ser zapatista no sólo ser de aquí y de allá, ser perro y gato (como les gusta decir). Eso todo parece cosmético. El origen parece otro. Ser zapatista es decidir ser una persona que no es persona. Es elegir un proyecto de yo que exige su misma desaparición. Es ser una persona queriendo ser tan grande que no se puede ser esa persona.
Y de nuevo surge la pregunta: ¿Valen la pena tantos muertos? ¿Qué sentido tienen los muertos? Y la respuesta sigue, rotunda:
"Porque no es que acá no honremos a nuestros muertos. Lo hacemos, sí. Pero es que luchando lo hacemos. Todos los días, a todas horas. Y así hasta que miremos el suelo, primero al mismo nivel, luego hacia arriba, cubriéndonos con el paso compañero."
El sentido de los muertos no es sino el sentido de los vivos.
"Se usan entonces a los muertos para sobre de ellos levantarse un monumento.
Pero, según mi humilde opinión, el problema con los muertos es sobrevivirlos.
O se muere uno con ellos, un poco o un mucho cada vez.
O se adjudica uno mismo el título de vocero de ellos. Al fin y al cabo no pueden hablar, y no es su historia, la de ellos, la que se cuenta, sino que se justifica la propia."
En efecto, se usa a los muertos para sobre ellos levantar el monumento de una persona que quiere ser la historia invertida. Sin duda, el problema zapatista será sobrevivir a sus muertos y justificar su seguir andando. Un justificar que sólo ellos se exigen. No se construyen monumentos individuales, porque ese no es el proyecto.
Pero los zapatistas, como todos los demás humanos, usan a sus muertos para darle sentido a sus vidas. Todos así andamos. Papá decía que todo en la vida tenía solución menos la muerte. Primero pensé que seguro era porque la muerte no era un problema. Ahora pienso que es más bien porque la muerte, los muertos, son una solución. Nos permiten seguir andando, a donde queramos andar, nos justifican, nos empujan, son el ingrediente perfecto de realidad sin contenido, una realidad que es ella misma ficción y que por ello nos permiten inventar cualquier historia, cualquier proyecto, cualquier persona.
Los muertos mueren, siguen muriendo los mismos muertos, para darle vida a esta vida, la vida que queramos los vivos, sus vivos, los vivos de esos muertos.
Que sigan celebrando sus muertos todos, más aún los zapatistas. Que un proyecto tan grande, tan olímpicamente megalómano, es encomiable, digno de seguirse y exigirse lo que sea. Que sigan muriendo los muertos para darnos vida y camino por andar. Que sigan siendo historia en su querer ser y que algún día, no importa cuándo, los alcance la historia para ser uno con ella.
"Porque la rebeldía, amigos y enemigos, cuando es individual es bella. Pero cuando es colectiva y organizada es terrible y maravillosa. La primera es materia de biografías, la segunda es la que [ES] historia."
Rebobinar 2
Cuando los muertos callan en voz alta
Wednesday, December 25, 2013
Una colección de egos
Sin duda la historia de los países, de los grupos, de las revoluciones e incluso de la historia misma, es una interesantísima colección de egos. Entre héroes y dictadores hay una inmensa gama de personalidades que se distinguen a veces sólo gradualmente. Pero lo mismo sucede entre personas menos históricas, entre hermanos, entre primos, entre amigos, en familia. Los polos son siempre los únicos definibles.
Tenemos, por un lado, a los perversos que no hacen realmente perversidad alguna más allá de no tener el menor interés en salvar a nadie más que a sí mismos. Podríamos llamarlos "egoístas" pero no bastaría, porque los perversos quieren hacer historia, quieren estar en las memorias de todos, sus hermanos, primos, familiares, compatriotas, coplanetarios. Están más allá de pensar sólo en sí mismos. Quien piensa sólo en sí mismo, sin con ello pretender conquistar nada, seguramente llevará una vida muy sana. Los perversos van más allá, decía, piensan en un sí mismo inmenso, brillante, conquistador.
Por otro lado, tenemos a los héroes y heroínas. Son igualmente egoístas que los perversos, pero a diferencia de ellos buscan la gloria propia a través de la gloria de los demás. Se autonombran salvadores de la humanidad, el país, la etnia, el grupo, la familia, la casa, el equipo de futbol. Al igual que los perversos, los héroes van más allá de un sano egoísmo. Piensan constantemente en sí mismos, pero de manera aplastante, llevan en sus hombros una carga infinita, densa. El mundo entero, la felicidad de la humanidad, depende de ellos.
Desde hace ya catorce años, un tal Vladimir Putin gobierna Rusia con la impunidad de un régimen dictatorial. En esos catorce años ha renacido la potencia económica rusa (con un crecimiento de más del 70% del PIB!!!!), la potencia militar rusa (generando pavor en Europa y Estados Unidos por igual) y el autoritarismo (declarando ilegal la homosexualidad y, de hecho, la oposición política). Este muchachón se ha convertido en el perverso conquistador de Rusia, encarcelando a quien se le ocurra cuestionarlo. Pobre perverso! Pasará su vida pensando más en sus enemigos reales y potenciales que en el cafecito que con todo esfuerzo y lujo le llevan todas las mañanas. Se ha vuelto esclavo ya no de sí, sino de la imagen de sí que los demás tienen.
Hace dos años, un grupo de punk ruso, integrado por cinco mujeres de entre 20 y 24 años de edad, escenificó una protesta contra Putin en la Iglesia del Cristo Salvador en pleno Moscú. Dos de esas integrantes, con un ego normal que mira por si mismo primero sin buscar ningún tipo de gloria, lograron escapar a la policía y huyeron. Actualmente viven fuera de Rusia. Tres fueron capturadas y denunciadas por incitar a la violencia religiosa. Una de ellas salió libre a los seis meses. Las otras dos permanencieron en la cárcel, cumpliendo una sentencia de casi dos años. Hace unos días salieron libres gracias a una generosa amnistía promovida por el perverso Putin, quien busca conquistar al mundo entero con la organización de los Juegos de Invierno en Febrero de 2014. Al salir, las dos heroínas se lanzaron una vez más contra el perverso, instando "al mundo entero" a boicotear los juegos del perverso. Una de ellas, la heroína mayor, sostuvo en entrevista publicada por el diario español EL PAIS, el día de ayer: "Mi liberación es una responsabilidad hacia los presos que recae sobre mis hombros. Sobre todo hacia los presos que quedan aquí y en Mordovia. He adquirido una experiencia única. He madurado y he conocido el Estado desde dentro al ver su maquinaria totalitaria." Pobre Nadezhda Tolokónnikova, se autocondena a la infelicidad de quienes alimentan su egoísmo con el brillo de la destrucción personal a favor del universo.
Hace diez años, un tal Mijail Jodorkovski, entonces dueño de la petrolera Rusa más grande (Yukos), fue arrestado por las fuerzas del perverso bajo la acusación de robo. El magnate había tenido a bien hablar contra la primera reelección de Putin en 2004. Incluso se atrevió a financiar a grupos opositores. Cumplía una sentencia de más de diez años cuando, hace dos semanas, Putin anunción que había aceptado la solicitud de indulto del propio Jodorkovski, quien alegaba que su madre estaba enferma y podría morir pronto. Después de diez años de ser "el reo personal del perverso Putin", Jodorkovski salió libre hace tres días y lo primero que hizo, demostrando que diez años en la cárcel le hicieron notar que se vive más feliz cuando se mira sólo por uno y no por el mundo, fue tomar su avión privado y volar a Berlin. Una vez en Alemania y fuera del alcancce directo del perverso, otorgó una entrevista en la que demostró aún más sanidad mental. Según reporta Rodrigo Fernández en su pieza de EL PAIS, "declaró que no tiene intenciones de recuperar los activos de la desparecida petrolera Yukos ni de luchar por el poder en Rusia." Aplausos querido Mijail, la vida también puede ser simple y placentera. Sobre todo si tienes un avión privado y una residencia en Berlin.
Llevo ya un buen tiempo preguntándome qué tipo de persona me terminé de confeccionar desde que murieron mis padres y hermana. Lentamente veo con más claridad. Veo, entre otras cosas, que esa persona no es mero producto de la tragedia, viene de antes, de muy antes. No sé cuándo se me ocurrió que podía ser bueno, pero me queda claro que se me da eso de ser héroe. Era yo quien alcanzaría la cúspide de lo que fuera, quien conocería el mundo por los demás (como si quedarse en casa no fuera la mejor manera de conocer el mundo), quien conquistaría lo soñado por todos. Por eso me fui lejos a estudiar un doctorado.
Cuando recién regresé a casa después de los funerales, para entonces vivía en Michigan, pensé dos cosas. Primero, que mis padres y hermana no habían disfrutado la vida por pasarla trabajando. Segundo, que yo tenía la responsabilidad, la tarea, la obligación, yo, yo, yo, de ser feliz por cuadruplicado. ¡Ah! ¡Qué tarea tan inmensa! Yo y sólo yo habría de salvar el honor hedonista de la familia. ¡Qué personaje!
Lo más curioso es que pronto olvidé lo primero que pensé y asumí que no podría haber felicidad sin trabajo. El resultado era obvio. Fui infeliz, eso sí, por cuadruplicado.
Tenemos, por un lado, a los perversos que no hacen realmente perversidad alguna más allá de no tener el menor interés en salvar a nadie más que a sí mismos. Podríamos llamarlos "egoístas" pero no bastaría, porque los perversos quieren hacer historia, quieren estar en las memorias de todos, sus hermanos, primos, familiares, compatriotas, coplanetarios. Están más allá de pensar sólo en sí mismos. Quien piensa sólo en sí mismo, sin con ello pretender conquistar nada, seguramente llevará una vida muy sana. Los perversos van más allá, decía, piensan en un sí mismo inmenso, brillante, conquistador.
Por otro lado, tenemos a los héroes y heroínas. Son igualmente egoístas que los perversos, pero a diferencia de ellos buscan la gloria propia a través de la gloria de los demás. Se autonombran salvadores de la humanidad, el país, la etnia, el grupo, la familia, la casa, el equipo de futbol. Al igual que los perversos, los héroes van más allá de un sano egoísmo. Piensan constantemente en sí mismos, pero de manera aplastante, llevan en sus hombros una carga infinita, densa. El mundo entero, la felicidad de la humanidad, depende de ellos.
Desde hace ya catorce años, un tal Vladimir Putin gobierna Rusia con la impunidad de un régimen dictatorial. En esos catorce años ha renacido la potencia económica rusa (con un crecimiento de más del 70% del PIB!!!!), la potencia militar rusa (generando pavor en Europa y Estados Unidos por igual) y el autoritarismo (declarando ilegal la homosexualidad y, de hecho, la oposición política). Este muchachón se ha convertido en el perverso conquistador de Rusia, encarcelando a quien se le ocurra cuestionarlo. Pobre perverso! Pasará su vida pensando más en sus enemigos reales y potenciales que en el cafecito que con todo esfuerzo y lujo le llevan todas las mañanas. Se ha vuelto esclavo ya no de sí, sino de la imagen de sí que los demás tienen.
Hace dos años, un grupo de punk ruso, integrado por cinco mujeres de entre 20 y 24 años de edad, escenificó una protesta contra Putin en la Iglesia del Cristo Salvador en pleno Moscú. Dos de esas integrantes, con un ego normal que mira por si mismo primero sin buscar ningún tipo de gloria, lograron escapar a la policía y huyeron. Actualmente viven fuera de Rusia. Tres fueron capturadas y denunciadas por incitar a la violencia religiosa. Una de ellas salió libre a los seis meses. Las otras dos permanencieron en la cárcel, cumpliendo una sentencia de casi dos años. Hace unos días salieron libres gracias a una generosa amnistía promovida por el perverso Putin, quien busca conquistar al mundo entero con la organización de los Juegos de Invierno en Febrero de 2014. Al salir, las dos heroínas se lanzaron una vez más contra el perverso, instando "al mundo entero" a boicotear los juegos del perverso. Una de ellas, la heroína mayor, sostuvo en entrevista publicada por el diario español EL PAIS, el día de ayer: "Mi liberación es una responsabilidad hacia los presos que recae sobre mis hombros. Sobre todo hacia los presos que quedan aquí y en Mordovia. He adquirido una experiencia única. He madurado y he conocido el Estado desde dentro al ver su maquinaria totalitaria." Pobre Nadezhda Tolokónnikova, se autocondena a la infelicidad de quienes alimentan su egoísmo con el brillo de la destrucción personal a favor del universo.
Hace diez años, un tal Mijail Jodorkovski, entonces dueño de la petrolera Rusa más grande (Yukos), fue arrestado por las fuerzas del perverso bajo la acusación de robo. El magnate había tenido a bien hablar contra la primera reelección de Putin en 2004. Incluso se atrevió a financiar a grupos opositores. Cumplía una sentencia de más de diez años cuando, hace dos semanas, Putin anunción que había aceptado la solicitud de indulto del propio Jodorkovski, quien alegaba que su madre estaba enferma y podría morir pronto. Después de diez años de ser "el reo personal del perverso Putin", Jodorkovski salió libre hace tres días y lo primero que hizo, demostrando que diez años en la cárcel le hicieron notar que se vive más feliz cuando se mira sólo por uno y no por el mundo, fue tomar su avión privado y volar a Berlin. Una vez en Alemania y fuera del alcancce directo del perverso, otorgó una entrevista en la que demostró aún más sanidad mental. Según reporta Rodrigo Fernández en su pieza de EL PAIS, "declaró que no tiene intenciones de recuperar los activos de la desparecida petrolera Yukos ni de luchar por el poder en Rusia." Aplausos querido Mijail, la vida también puede ser simple y placentera. Sobre todo si tienes un avión privado y una residencia en Berlin.
Llevo ya un buen tiempo preguntándome qué tipo de persona me terminé de confeccionar desde que murieron mis padres y hermana. Lentamente veo con más claridad. Veo, entre otras cosas, que esa persona no es mero producto de la tragedia, viene de antes, de muy antes. No sé cuándo se me ocurrió que podía ser bueno, pero me queda claro que se me da eso de ser héroe. Era yo quien alcanzaría la cúspide de lo que fuera, quien conocería el mundo por los demás (como si quedarse en casa no fuera la mejor manera de conocer el mundo), quien conquistaría lo soñado por todos. Por eso me fui lejos a estudiar un doctorado.
Cuando recién regresé a casa después de los funerales, para entonces vivía en Michigan, pensé dos cosas. Primero, que mis padres y hermana no habían disfrutado la vida por pasarla trabajando. Segundo, que yo tenía la responsabilidad, la tarea, la obligación, yo, yo, yo, de ser feliz por cuadruplicado. ¡Ah! ¡Qué tarea tan inmensa! Yo y sólo yo habría de salvar el honor hedonista de la familia. ¡Qué personaje!
Lo más curioso es que pronto olvidé lo primero que pensé y asumí que no podría haber felicidad sin trabajo. El resultado era obvio. Fui infeliz, eso sí, por cuadruplicado.
Saturday, December 21, 2013
¿Cumpleaños?
Hoy hace 71 años nació Eduardo García, hijo de un tal Benito García Luchichi y una tal María Pérez Sin Más. Hace seis años celebramos por última vez su cumpleaños. No cumpliría más. No lo sabíamos. Así fue. Por seis años seguidos he recordado esta fecha sin saber muy bien qué me pasa, qué siento, qué busco, qué tengo.
Comienzo entonces por la pregunta, como debe ser siempre. ¿Qué celebramos realmente en un cumpleaños? ¿El hecho pretérito de un nacimiento? ¿La gran capacidad de los humanos por subsistir año con año, muchos años? ¿No será que simplemente celebramos la celebración misma? ¿No séra que simplemente celebramos porque podemos, porque ahí estamos?
Cada año, cada cumpleaños de cada uno era lo mismo. Despertar temprano antes que el homenajeado, reunirse, cantar las mañanitas y despertar al implicado con besos y abrazos (y regalos) en su cama. Siempre fue así. El homenajeado, por supuesto, lo sabía. No sólo porque el ego nos impide olvidar ese día tan importante en el que, según nosotros, somos el centro del universo, sino también porque espera ese amanecer con ansiedad, a veces tanta que tiene que fingir estar durmiendo para asegurarse de que el ritual se cumpla al pie de la letra. No recuerdo realmente cómo fue ese último cumpleaños de papá. Supongo que el ritual se cumplió, que celebramos la celebración.
Supongo que por eso ahora no puedo celebrar. El ritual se quebró. Los presupuestos básicos no pueden ser satisfechos. Me limitaré a ver el día pasar mientras pienso en mi padre, en mi hermana, en mi madre. Por primera vez en siete años me siento a pensar este día, a preguntarme, a responder. Por primera vez evito la salida fácil de pretender lo imposible y ejercer el autoengaño. Hoy no tengo por qué estar contento. No hay más cumpleaños, porque los cumpleaños no celebran el simple paso del tiempo. No hay celebración que celebrar, ritual que aplaudir. Se acabó.
Por primera vez reconozco esta tristeza y le doy su lugar a mi lado. Es un día triste. No hay duda. Me guardaré ese largo abrazo de oso, quizás para cuando me toque jugar el papel que jugaba papá.
Comienzo entonces por la pregunta, como debe ser siempre. ¿Qué celebramos realmente en un cumpleaños? ¿El hecho pretérito de un nacimiento? ¿La gran capacidad de los humanos por subsistir año con año, muchos años? ¿No será que simplemente celebramos la celebración misma? ¿No séra que simplemente celebramos porque podemos, porque ahí estamos?
Cada año, cada cumpleaños de cada uno era lo mismo. Despertar temprano antes que el homenajeado, reunirse, cantar las mañanitas y despertar al implicado con besos y abrazos (y regalos) en su cama. Siempre fue así. El homenajeado, por supuesto, lo sabía. No sólo porque el ego nos impide olvidar ese día tan importante en el que, según nosotros, somos el centro del universo, sino también porque espera ese amanecer con ansiedad, a veces tanta que tiene que fingir estar durmiendo para asegurarse de que el ritual se cumpla al pie de la letra. No recuerdo realmente cómo fue ese último cumpleaños de papá. Supongo que el ritual se cumplió, que celebramos la celebración.
Supongo que por eso ahora no puedo celebrar. El ritual se quebró. Los presupuestos básicos no pueden ser satisfechos. Me limitaré a ver el día pasar mientras pienso en mi padre, en mi hermana, en mi madre. Por primera vez en siete años me siento a pensar este día, a preguntarme, a responder. Por primera vez evito la salida fácil de pretender lo imposible y ejercer el autoengaño. Hoy no tengo por qué estar contento. No hay más cumpleaños, porque los cumpleaños no celebran el simple paso del tiempo. No hay celebración que celebrar, ritual que aplaudir. Se acabó.
Por primera vez reconozco esta tristeza y le doy su lugar a mi lado. Es un día triste. No hay duda. Me guardaré ese largo abrazo de oso, quizás para cuando me toque jugar el papel que jugaba papá.
Friday, December 20, 2013
Recortando la memoria
Ayer visité a Néstor David que, como su nombre lo indica, es argentino. No sé exactamente en dónde viva, ni cuánto tiempo tenga viviendo ya en el D.F. Lo veo poco, en realidad. Es mi peluquero. Lo conocí hace dos años, cuando recién comenzaba con su "Estética Unisex" como les gusta denominarse acá. Después de algunos tropiezos, debidos principalmente a engaños de previos inquilinos del mismo local comercial, Néstor ha logrado mantener su negocio. A lo largo de esos dos años, me he mudado ya dos veces. Sigo visitando a Néstor. Nos llevamos bien. Somos igualmente callados e igualmente simpáticos. Una mezcla intereante entre peluquero y cliente.
Hace cuatro años regresé a vivir a esta ciudad. Desde entonces y hasta que conocí a Néstor, había ido pocas veces a la peluquería. En resumen, sólo una en dos años. Me había preguntado -pocas veces, sin duda- por qué me cuesta tanto trabajo ir a la peluquería. Nunca surgió realmente una respuesta a mi pregunta. Después de esos dos años, y antes de conocer a Néstor, me separé, después de casi dos años de disputas, de la pareja que me había acompañado los diez años anteriores. Lo primero que hice después de separarme fue buscar un peluquero. Me encontré a Néstor.
Desde entonces y hasta la fecha, visito a Néstor cada tres o cuatro meses, cuando el abultado exceso de mi cabellera me lo señala. Esto obligaba la pregunta opuesta, que nunca antes de hoy me había planteado. ¿Por qué no me cuesta trabajo visitar a Néstor? Ayer mismo, mientras visitaba a Néstor, descubrí por qué me siento tan cómodo en su estética unisex. Néstor me recuerda a mi madre.
No sé bien desde qué temprana edad, pero hasta los diecisiete o dieciocho años era mi madre quien me cortaba el cabello. Era siempre un domingo, en el baño del departamento, sentado en un taburete cubierto por una alfombra café que me hacía pensar en Chewbacca, mi wookiee favorito. Uno de mis más tempranos recuerdos me ubica a los cinco años de edad, sentado en ese taburete, mirando el cancel de plástico azul con marco de aluminio que dividía la regadera del escusado. El baño entero está forrado de mosaicos de color azul cielo. El lavabo está a mi izquierda, cubierto por debajo con un par de puertas de madera ruinosa que había sido pintada de blanco hace ya muchos años. A mi derecha el toallero horizontal, de mosaico, fijo ad eternitatem sobre la pared. Ese toallero era uno de mis objetos favoritos. Resistía todo tipo de estrés físico, hacia cualquier dirección. Supongo que me inspiraba seguridad. Todo podía moverse, menos el toallero. Detrás de mi, mi madre quien recién había terminado de teñirse el cabello. En su mano izquierda un peine de cola larga, para lidiar con mis rulos. La mano derecha tenía unas tijeras de peluquero, de esas que llevan un comienzo de rizo al final, para apoyar el dedo medio, muestra de calidad en el manejo de la tijera.
Recuerdo todo esto no sólo por la cercanía que tal ritual imponía entre mi madre y yo. Tampoco lo recuerdo porque sucediera muy seguido, tal vez cada tres o cuatro meses. Lo recuerdo por el inicial temor y posterior apego y deseo que generó en mi el sonido de la tijera al cortar mi cabello. Desde la primera hasta a la última vez que me cortó el cabello, mi madre comenzaba con una nota de alerta. "No te muevas porque si no te voy a cortar una oreja." Y luego movía las tijeras frente a mis ojos en son de amenaza. Sentí pavor, sentí el frío del acero tocar mi cabeza, sentí seguridad. Comenzaba lento, detenido, gruñendo, grave, para avanzar más rápido a través de los cabellos hasta terminar veloz con el último cabello del manojo emitiendo un sonido agudo en comparación con el comienzo. ¡Swish! Ahí van los primeros rulos al piso. ¡Swish! ¡Swish! ya no hay vuelta atrás. ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish!... Y entre cada corte se escuchaba el abrir y cerrar de las tijeras como si cortaran el aire, como si las manos enamoradas del cortar tuviesen que seguir cortando aún sin saber qué cabello cortar, como si se formara una maquinaria de corte entre manos y tijeras, maquinaria que no podría detenerse sino hasta el final, como si la mano tuviese que lanzar cortes precautorios antes de avalanzarse sobre los rulos que habría de sacrificar.
Ayer Néstor pasaba su tijera de peluquero profesional por mis rulos. Son tijeras idénticas a las de mi madre, igualmente metálicas y reflejantes, igualmente filosas, igualmente escandalosas y silenciosas. Néstor no lo decía, pero sus tijeras se movían con el mismo son de amenaza, junto a mis oídos, frente a mis ojos. Hacía el mismo movimiento precautorio que mi madre. ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! se oía, se veía, cortando el aire, calentando motores, dejando a la maquinaria andar mientras la mano izquierda buscaba rulos indecentes que no se habían dejado cortar. ¡Swish! Ya está.
Voy a lo de Néstor porque me siento en casa, en mi baño azul cielo, en mi infancia, sentado sobre Chewbacca, pensando por qué no puede uno simplemente dejar de cortarse el pelo y ya. Por algo crece, naturalmente. ¿O no? ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish!...
Recién recordé ayer que ése sonido nunca lo voy a olvidar. Hace ya casi seis años que creí haber borrado toda mi infancia y mi adolescencia. Ahora veo que los tenía guardados en reserva. Para cuando los pudiera mirar así, con más amor que dolor.
Hace cuatro años regresé a vivir a esta ciudad. Desde entonces y hasta que conocí a Néstor, había ido pocas veces a la peluquería. En resumen, sólo una en dos años. Me había preguntado -pocas veces, sin duda- por qué me cuesta tanto trabajo ir a la peluquería. Nunca surgió realmente una respuesta a mi pregunta. Después de esos dos años, y antes de conocer a Néstor, me separé, después de casi dos años de disputas, de la pareja que me había acompañado los diez años anteriores. Lo primero que hice después de separarme fue buscar un peluquero. Me encontré a Néstor.
Desde entonces y hasta la fecha, visito a Néstor cada tres o cuatro meses, cuando el abultado exceso de mi cabellera me lo señala. Esto obligaba la pregunta opuesta, que nunca antes de hoy me había planteado. ¿Por qué no me cuesta trabajo visitar a Néstor? Ayer mismo, mientras visitaba a Néstor, descubrí por qué me siento tan cómodo en su estética unisex. Néstor me recuerda a mi madre.
No sé bien desde qué temprana edad, pero hasta los diecisiete o dieciocho años era mi madre quien me cortaba el cabello. Era siempre un domingo, en el baño del departamento, sentado en un taburete cubierto por una alfombra café que me hacía pensar en Chewbacca, mi wookiee favorito. Uno de mis más tempranos recuerdos me ubica a los cinco años de edad, sentado en ese taburete, mirando el cancel de plástico azul con marco de aluminio que dividía la regadera del escusado. El baño entero está forrado de mosaicos de color azul cielo. El lavabo está a mi izquierda, cubierto por debajo con un par de puertas de madera ruinosa que había sido pintada de blanco hace ya muchos años. A mi derecha el toallero horizontal, de mosaico, fijo ad eternitatem sobre la pared. Ese toallero era uno de mis objetos favoritos. Resistía todo tipo de estrés físico, hacia cualquier dirección. Supongo que me inspiraba seguridad. Todo podía moverse, menos el toallero. Detrás de mi, mi madre quien recién había terminado de teñirse el cabello. En su mano izquierda un peine de cola larga, para lidiar con mis rulos. La mano derecha tenía unas tijeras de peluquero, de esas que llevan un comienzo de rizo al final, para apoyar el dedo medio, muestra de calidad en el manejo de la tijera.
Recuerdo todo esto no sólo por la cercanía que tal ritual imponía entre mi madre y yo. Tampoco lo recuerdo porque sucediera muy seguido, tal vez cada tres o cuatro meses. Lo recuerdo por el inicial temor y posterior apego y deseo que generó en mi el sonido de la tijera al cortar mi cabello. Desde la primera hasta a la última vez que me cortó el cabello, mi madre comenzaba con una nota de alerta. "No te muevas porque si no te voy a cortar una oreja." Y luego movía las tijeras frente a mis ojos en son de amenaza. Sentí pavor, sentí el frío del acero tocar mi cabeza, sentí seguridad. Comenzaba lento, detenido, gruñendo, grave, para avanzar más rápido a través de los cabellos hasta terminar veloz con el último cabello del manojo emitiendo un sonido agudo en comparación con el comienzo. ¡Swish! Ahí van los primeros rulos al piso. ¡Swish! ¡Swish! ya no hay vuelta atrás. ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish!... Y entre cada corte se escuchaba el abrir y cerrar de las tijeras como si cortaran el aire, como si las manos enamoradas del cortar tuviesen que seguir cortando aún sin saber qué cabello cortar, como si se formara una maquinaria de corte entre manos y tijeras, maquinaria que no podría detenerse sino hasta el final, como si la mano tuviese que lanzar cortes precautorios antes de avalanzarse sobre los rulos que habría de sacrificar.
Ayer Néstor pasaba su tijera de peluquero profesional por mis rulos. Son tijeras idénticas a las de mi madre, igualmente metálicas y reflejantes, igualmente filosas, igualmente escandalosas y silenciosas. Néstor no lo decía, pero sus tijeras se movían con el mismo son de amenaza, junto a mis oídos, frente a mis ojos. Hacía el mismo movimiento precautorio que mi madre. ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! se oía, se veía, cortando el aire, calentando motores, dejando a la maquinaria andar mientras la mano izquierda buscaba rulos indecentes que no se habían dejado cortar. ¡Swish! Ya está.
Voy a lo de Néstor porque me siento en casa, en mi baño azul cielo, en mi infancia, sentado sobre Chewbacca, pensando por qué no puede uno simplemente dejar de cortarse el pelo y ya. Por algo crece, naturalmente. ¿O no? ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish! ¡Swish!...
Recién recordé ayer que ése sonido nunca lo voy a olvidar. Hace ya casi seis años que creí haber borrado toda mi infancia y mi adolescencia. Ahora veo que los tenía guardados en reserva. Para cuando los pudiera mirar así, con más amor que dolor.
Tuesday, December 17, 2013
Lápices y gomas de borrar
Siempre que entro en una papelería revivo mi infancia. Ver los estantes repletos de objetos diminutos con colores variados me devuelve a un lugar extraño, un lugar tan seguro como la casa de mis padres, incluso como mi cuarto en casa de mis padres, sin serlo. Sé muy bien que no estoy en casa y mucho menos en mi cuarto. Pero no importa. Estoy en mi mundo, un mundo distinto y distante, un mundo lleno de lápices de colores, borradores de mil y un tipos distintos, papeles, bolígrafos, lapiceros, etiquetas, cuadernos, libretas, carpetas, hojas sueltas, hojas encuadernadas, hojas, más hojas.
Recuerdo que todas las tardes, sin excepción, visitaba una papelería que estaba cerca de casa. Todas las tardes comía con mi hermana en la mesa ocho del restaurante de mis padres; una mesa común y corriente pero aislada, reservada, frente una ventana por la que se dejaba ver una bodega llena de misterios. Comíamos juntos sin platicar mucho. O al menos yo no platicaba. Ella sí. Tenía mucho que decir. Siempre. Y de camino a casa, siempre, había que cruzar la calle para alcanzar la papelería. Me volví un fanático de las gomas para borrar. Las había de todos colores, blancas, verdes, azules, rojas, negras. También las había de todo propósito, para niños y para niñas, trenes, autos, batman, superman, arañas, ratones, balones de futbol.
Fue tal mi afán por la papelería y las gomas de borrar, que decidí volverme un mercader de las gomas. Las compraba por docena para bajar los costos y luego las llevaba a la escuela para lucrar de niños inexpertos que no conocían el mercado de las gomas de borrar. A los seis años fui a parar, por primera vez, a la dirección de la escuela. "Su hijo está vendiendo gomas de borrar a sus compañeros y al parecer le va muy bien". Le dijeron a mi madre. Ella, mi madre, orgullosa de mi instinto de mercader, guardó silencio. Ya en casa, me felicitó al no decir nada y luego, con toda calma, me pidió que entregara mis gomas de borrar. Fue mi primer gran éxito comercial. Después vendría la filosofía, convenciendo a cautos e incautos de mis capacidades cognitivas de imprimir y borrar. La cosa no es muy distinta, sólo más compleja.
Lo cierto es que desde los cinco y hasta los doce años, la papelería Monarca de la esquina de Zetina y Progreso fue mi buhardilla. Ahí pasaba al menos diez, quizás quince minutos, entre el restaurante de mis padres y la casa de mis padres. Eran diez o quince minutos de absoluta libertad. Quince minutos en donde desaparecían mis preocupaciones y me dedicaba a imaginar, sólo imaginar, las cosas que podía escribir y borrar con todos esos lápices y esas gomas de borrar.
Ahora entiendo claramente que ahí está mi cura.
Recuerdo que todas las tardes, sin excepción, visitaba una papelería que estaba cerca de casa. Todas las tardes comía con mi hermana en la mesa ocho del restaurante de mis padres; una mesa común y corriente pero aislada, reservada, frente una ventana por la que se dejaba ver una bodega llena de misterios. Comíamos juntos sin platicar mucho. O al menos yo no platicaba. Ella sí. Tenía mucho que decir. Siempre. Y de camino a casa, siempre, había que cruzar la calle para alcanzar la papelería. Me volví un fanático de las gomas para borrar. Las había de todos colores, blancas, verdes, azules, rojas, negras. También las había de todo propósito, para niños y para niñas, trenes, autos, batman, superman, arañas, ratones, balones de futbol.
Fue tal mi afán por la papelería y las gomas de borrar, que decidí volverme un mercader de las gomas. Las compraba por docena para bajar los costos y luego las llevaba a la escuela para lucrar de niños inexpertos que no conocían el mercado de las gomas de borrar. A los seis años fui a parar, por primera vez, a la dirección de la escuela. "Su hijo está vendiendo gomas de borrar a sus compañeros y al parecer le va muy bien". Le dijeron a mi madre. Ella, mi madre, orgullosa de mi instinto de mercader, guardó silencio. Ya en casa, me felicitó al no decir nada y luego, con toda calma, me pidió que entregara mis gomas de borrar. Fue mi primer gran éxito comercial. Después vendría la filosofía, convenciendo a cautos e incautos de mis capacidades cognitivas de imprimir y borrar. La cosa no es muy distinta, sólo más compleja.
Lo cierto es que desde los cinco y hasta los doce años, la papelería Monarca de la esquina de Zetina y Progreso fue mi buhardilla. Ahí pasaba al menos diez, quizás quince minutos, entre el restaurante de mis padres y la casa de mis padres. Eran diez o quince minutos de absoluta libertad. Quince minutos en donde desaparecían mis preocupaciones y me dedicaba a imaginar, sólo imaginar, las cosas que podía escribir y borrar con todos esos lápices y esas gomas de borrar.
Ahora entiendo claramente que ahí está mi cura.
Monday, December 16, 2013
Fin de año
Pronto será un año más. Lo dicen las sonrisas. Es fin de año y todos viven intensamente sus fantasías. Todos se miran plenamente, se escuchan, se piensan como si fueran más de lo que son, más de lo que se piensan otros días, otros meses, otras horas.
Somos vecinos, hermanos, tíos, amigos, primos, amantes. Fuimos amantes, somos amigos. Fuimos primos, somos nada. Fuimos vecinos, seamos vecinos. Fuimos colegas, olvidemos el trabajo. Fuimos. Somos. Ni uno ni otro tiene sustancia más allá de nuestra pretensión. Es fin de año, la época de las pretensiones. Se nota al caminar, al descolgar la bocina del teléfono, al cortar la llamada, al dejar el auto y caminar solo a casa. Al ver que todo se mueve pretendiendo no moverse. Se nota.
La soledad misma se irá, para dejar lugar a otra ficción, otra presencia. La compañía llegará y se quedará con una sustancia firme, una ficción sonora, rotunda. Una ficción que se desconoce a sí misma. Una ficción sin límites, sin duración, sin tamaño. Una ficción que puede ser mucho o nada. Otra ficción.
Y seguiremos aquí. El fin de año de acerca. La ficción solía iluminar estos días uno tras otro, hasta llegar al final del invierno. Sin ella, el fin de año se antoja como un carnaval de mentiras que nos alimentan, mentiras que nutren y refrescan.
Descubrimos lentamente la primera lección de madurez: aprender a vivir, respirar, andar, sin ficciones de por medio. Es fin de año. Será un buen propósito de año nuevo.
Somos vecinos, hermanos, tíos, amigos, primos, amantes. Fuimos amantes, somos amigos. Fuimos primos, somos nada. Fuimos vecinos, seamos vecinos. Fuimos colegas, olvidemos el trabajo. Fuimos. Somos. Ni uno ni otro tiene sustancia más allá de nuestra pretensión. Es fin de año, la época de las pretensiones. Se nota al caminar, al descolgar la bocina del teléfono, al cortar la llamada, al dejar el auto y caminar solo a casa. Al ver que todo se mueve pretendiendo no moverse. Se nota.
La soledad misma se irá, para dejar lugar a otra ficción, otra presencia. La compañía llegará y se quedará con una sustancia firme, una ficción sonora, rotunda. Una ficción que se desconoce a sí misma. Una ficción sin límites, sin duración, sin tamaño. Una ficción que puede ser mucho o nada. Otra ficción.
Y seguiremos aquí. El fin de año de acerca. La ficción solía iluminar estos días uno tras otro, hasta llegar al final del invierno. Sin ella, el fin de año se antoja como un carnaval de mentiras que nos alimentan, mentiras que nutren y refrescan.
Descubrimos lentamente la primera lección de madurez: aprender a vivir, respirar, andar, sin ficciones de por medio. Es fin de año. Será un buen propósito de año nuevo.
Tuesday, December 03, 2013
Somos
Somos seres en estado pleno de abandono. Vivimos plenamente nuestras ficciones como realidades que buscamos para aislar ese abandono, para neutralizarlo. Y aprender a vivir es aprender a mover las cartas hasta alcanzar el olvido de uno mismo y su desgracia.
Somos huérfanos. Somos parias. Somos nadie en busca de una ficción que nos permita creer que somos alguien.
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