Monday, February 11, 2008

Se acabó la sal

Ha sido un invierno complicado. Hace tiempo que se acabó la sal. Me di cuenta el miércoles pasado al cruzar la calle. Por primera vez en tres años no había diferencia entre el pavimento y la acera. Los dos estaban congelados. Cruzar la calle era un complejo ejercicio de patinaje e imaginación. Había que imaginar el asfalto bajo el hielo, junto con las líneas divisorias entre carriles. No puse mucha atención porque pensaba en Catalina. Celebrábamos nuestro aniversario. Se cumplían siete años ese día.

Al día siguiente supe a ciencia cierta lo que pasaba. Se había acabado la sal. La ciudad, junto con el resto del MidWest, había agotado sus reservas de sal para el invierno. Este ha sido un invierno particularmente crudo. Ha nevado demasiado y ha soplado mucho el viento, congelando la nieve que de otra manera se habría de derretir con la fricción de los neumáticos. Y la sal. Año con año se tiran al piso millones de toneladas de sal con el fin de acabar con el hielo. La sal es muy efectiva. No sólo derrite el hielo. También da tracción. Especialmente cuando, como yo, uno carece de equipo adecuado. He caído más de cinco veces ya, tratando de librar el hielo y adivinar el pavimento. Las calles están blancas. Igual que las aceras. Apenas las distingue una diferencia en bultos. Eso de allá es o bien la banqueta o un montón de nieve.

Por eso también nos fuimos a Chicago esta semana. A celebrar el aniversario. Adquirí un par de entradas a la ópera en silencio. Para sorprender a Catalina. Despilfarramos un poco, para alimentar el ánimo, y nos dimos una vida de clase mediero con aguinaldo en mano, que hace mucho no vivía (más o menos, desde el verano). Todo salió de maravilla. Con excepción del frío. El viernes, antes de partir, recibí un mensaje de la directora de Protección Civil de la Universidad. Aseguren sus ventanas y cúbranse bien. Decía el mensaje. Este fin de semana habrá de soplar el viento. Nevará en cantidades incómodas y faltará la sal. No puse mucha atención. Sabía que Chicago sufriría exactamente lo mismo que Ann Arbor. Pero supuse que no sufriríamos de más, dada la buena ubicación del hotel. No hubo caminata que nos tomara más de veinte minutos.

Aún así, fueron las peores caminatas de los últimos tres años. Nunca me habían dolido tanto las piernas, la cara. El termómetro alcanzó los 30 grados bajo cero. Jamás pensé que fuera a ser así. El río, para mi sorpresa, seguía fluyendo. La costa del lago estaba congelada. El viaje lo hicimos en autobús. Esperábamos que fuese más efectivo que el tren. Especialmente debido a las inclemencias del tiempo. Iba a nevar demasiado. Los trenes se atascan con la nieve. Créase o no. El problema no fue desconfiar del tren, sino confiar en las autopistas. Olvidé los efectos de la sal.

El viaje de Chicago a Ann Arbor es de cuatro horas, sin mucha prisa, sin detenerse. Puede completarse en tres horas, con un poco de histeria y riesgo. Ayer nos tomó entre seis y siete horas. La tormenta de nieve se juntó con el viento polar. Por más de tres horas estuvimos rodando sobre el hielo. Diría “patinando” pero esto sugeriría una falta de control mayor a la que teníamos. Simplemente no se veía la autopista. Los postes de luz servían de referencia. En vez de ser negros, los carriles eran en realidad lo menos blanco. Dos de los tres carriles estaban completamente blancos. No se podía distinguir entre el carril de alta velocidad y la pequeña sanja que nos separaba de los otros tres carriles que buscaban regresar a Chicago o quizás Wisconsin. Durante el poco tiempo que presté atención pude ver entre cuatro y seis vehículos que fueron a para a la sanja. Siempre les acompañaba una patrulla estatal y una grúa.

Los accidentes no parecían violentos. Su manera de perder el control no había sido muy peligrosa. La I-94 es una autopista con pocas curvas. Cuando hay mucha nieve, lo más común es atascarse. Los accidentados no parecía haber dado muchas vueltas. Simplemente confundieron el camino con la sanja. A veces pasa.

Cuando llegamos a Ann Arbor la temperatura había mejorado. La página en Internet marcaba los 28 bajo cero. No sentíamos la diferencia. Ahora estoy a punto de salir de nuevo. La página marca los 26 bajo cero. Tengo que ir a dar clase. No hay sensatez en este pueblo. Deberían cancelar todo y sacrificar este día al invierno. Así podría despreocuparme de la docencia y ponerme a trabajar en mis artículos. Me quedan dos semanas más antes del límite. Pero somos demasiado protestantes. Celosos de nuestro deber. Dispuestos a perder algún apéndice en la contienda contra el hielo. A ver si así se me congela la cabeza y nos dejamos de tonteras.

Se acabó la sal. Esta ciudad comienza a desvariar.