Es de todos conocida la singular alegría con la que los infantes se permiten andar por la vida. Desde jalar un cordon hasta manotear al aire, sea la acción que fuere, es causa de un enorme placer o, al menos, una gran sonrisa.
Jean Piaget afirma que en los infantes se encuentran ya los rastros de una inteligencia por desarrollarse. A los diecieocho meses el ser humano está, por así decirlo, en el umbral de la inteligencia. Piaget distingue varias etapas, muchos detalles, capacidades, hábitos, asimilaciones y demás. Entre la selva de conceptos y característica que ofrece para describir a los menores de dieciocho meses sobre sale una en particular: la incapacidad para distinguir entre medios y fines. Así, los infantes se complacen tanto por el medio como por el fin, de tal manera que estirar el brazo para alcanzar el cordón es tan placentero, tan satisfactorio, como simplemente estirar el brazo sin más.
Es también de todos conocida la impresionante capacidad del humano adulto para distinguir medios de fines. Entre otras, su capacidad de planeación y previsión se cifran en ella. Sospecho también, y aquí surge mi hipótesis, que es esta misma distinción la que ha robado las sonrisas y alegrías de nuestros rostros.
Piaget bien puede tener razón y la inteligencia, ese tesoro tan preciado entre los adultos humanos, no venga sino después de la distinción medios fines. Pero puede también ser que tan grande tesoro nos venga a cuenta de un pago muy grande: la pérdida de una capacidad de alegría y gozo. Después de todo hasta Aristóteles mismo aseguraba que la Felicidad, con F mayúscula, consistía en la eliminación de la distinción medio/fin.
Cabría sopesar la posibilidad de retroceder unos cuantos pasos en el andar ontogenético. Tal vez valga la pena.