La invención de la propiedad privada es un tema muy gastado ya en occidente. Desde todos los puntos de vista. Menos el más básico y, por ende, importante: el metafísico. Se le critica y alaba desde la moral, la política y la economía. No falta quien hable, a favor y en contra, desde el nicho mismo de la psique. Pero pocos suelen discutir lo problemática que es metafísicamente la noción misma.
La propiedad privada no es una propiedad de las cosas. En su mejor cara es una relación que guarda una persona (individual o colectiva) sobre una cosa. No hay nada en ese auto, esa casa, o esa pirámide, que explique por qué le pertenece a Juan, Pedro o a México (otra entidad dudosa cuya discusión dejaré para después). Lo que hace que un auto sea propiedad privada de una persona es la relación que guarda el auto con la persona.
No enunciaré las características obvias de esa relación. En algunos casos basta con que la persona sea la usuaria ordinaria de la cosa. En otros casos hace falta que se escriban documentos, rubricados por alguna autoridad. De manera que no hay una única relación mediante la cual un objeto se vuelve la propiedad privada de alguien. Muchas relaciones cuentan. Al final del día, lo decide la fuerza. Ya sea la de poseer (si las dimensiones físicas lo permiten) el objeto codiciado, o la de garantizar la posesión (si la fuerza pública lo permite). En cualquier caso, la relación resulta de una mera estipulación. Es algo que esperamos resulte por el mero hecho de que lo esperamos. Volver algo la propiedad privada de alguien no es resultado de un proceso natural sino, más bien, de algo semejante a los actos realizativos o performativos de habla de Austin. Así como de hecho prometemos ir al cine al decir "prometo que iré al cine", de igual manera (si contamos con la autoridad y fuerza apropiadas) convertimos en propiedad privada un objeto al decir "esto es la propiedad privada de Juan".
Creamos propiedad privada como Borges creaba personajes de ficción. Esto puede parecer insensato, pero supongo que de alguna manera ayuda a tener una convivencia sana entre las personas. Dejémoslo ahí.
Aún así, parece requisito indispensable, para el uso mágico de la estipulación de propiedad privada, que se tenga una idea clara de qué es el objeto al que envestimos como propiedad relativa a alguien. Una casa específica, con una ubicación espaciotemporal específica, es un ejemplo paradigmático. El objeto empieza aquí y termina allá. Estos zapatos particulares. Este auto que está aquí y ningún otro. Esa mesa.
Lo extraño es que, desde hace ya unos buenos años, nos heos inventado una noción de propiedad privada que simple y llanamente no tiene límites: los supuestos derechos de autor. No se sabe bien por qué los autores tienen derechos. Tampoco se sabe por qué no les basta, para satisfacer sus derechos, con que su obra tenga la atención y el reconocimiento de los demás (en ocasiones, millones de reconocimientos y atenciones). Lo cierto es que hemos caido en la práctica de envestir con el velo de la propiedad privada a objetos que no entendemos muy bien y no sabemos cómo delimitar. Peor aún, objetos que, según entendemos, es imposible delimitar.
Tomemos el caso de las obras musicales. Pepito se siente a escribir en el pentagrama. Después de meses (quizás años) logra plasmar en 5 páginas su más reciente creación. Y eso que creó es suyo. No se sabe bien por qué es suyo, pero podemos suponer que lo es porque lo creó. ¿Qué creo? Creó algo que se puede repetir, reproducir, ilimitadamente. Una y la misma canción podrá ser escuchada una y otra y otra y otra y otra... vez. Pero una cosa es lo que creó y otra cosa son las ilimitadas reproducciones de esa cosa. La novena de Beethoven se sigue reproduciendo mucho tiempo después de su muerte. Ciertamente, Beethoven no creó las reproducciones de su obra.
Pero entonces, ¿de dónde viene la estupida idea de que un autor tiene "derechos" sobre todas las reproducciones de lo creo? Ésta es una idea simple y llanamente absurda (además de estúpida). Supongamos que Platón fue el primero es presentar explícitamente el tipo de argumento que hoy día conocemos como "argumento a la mejor explicación". Platón se sienta durante meses, lo describe en sus diálogos y, de esa manera, lo crea. Se trata de un tipo de argumento que se puede ejemplificar de mil y un maneras. De hecho, se ha ejemplificado de mil y un maneras. Lo han usado los filósofos, pero también los teólogos y hasta los físicos. Es el argumento de Copérnico para defender el heliocentrismo, el de Aristóteles para rechazar a Platón, el de Newton para instaurar la mecánica clásica y el de Einstein para rechazarla. Todos estos usos son reproducciones del argumento de Platón. ¿Acaso no deberíamos pensar que Platón tenía derechos de autor sobre el tipo de argumento?
"No es así", responde el conocedor de la infamia: los derechos de autor tienen fecha de caducidad, supongamos 50 años después de la muerte del creador. Pero esto obliga a preguntarse, ¿por qué tiene ese límite? No importa cuanto tiempo pase, Platón sigue siendo el creador del tipo de argumento. Respuesta: por que sus poderes de apropiación no son ilimitados ni se dan sólo en virtud de haber creado el argumento. Los límites de los derechos de autor se dan en función de las necesidades de sobrevivencia de los autores. Inventamos los derechos de autor para garantizar que los autores vivan de sus creaciones.
Supongamos que esto es así, entonces debemos preguntarnos algo más: ¿cuántas reproducciones necesitamos para garantizar la supervivencia de los autores? ¿realmente son los autores los que sobreviven, o bien viven, gracias a sus "derechos"? Supongamos que la canción de Pepito se reproduce masivamente. Un millón de reproducciones en un mes. Démosle a Pepito un peso por cada reproducción. ¿Necesita más dinero Pepito para sobrevivir? Supongamos que Pepito escribe dos canciones por año. ¿Acaso no basta con pagarle, digamos, las primeras cien mil reproducciones? ¿El primer millón?
Los derechos de autor rebuznan. No basta con eso. El autor es autor de todo, la obra musical y sus reproducciones. Aunque sean ilimitadas.
Pero esta respuesta es simplemente inconsistente. Si se es dueño de todas las posibles reproducciones, entonces le debemos una fortuna incuantificable a Platón. Si se ponen límites decentes y arbitrarios de años (para evitar pagarle a Grecia lo que se le debe por Platón y Aristóteles), entonces tenemos que poner límites decentes y arbitrarios de reproducciones. Nadie necesita tanto para sobrevivir.
O tomamos una postura o la otra. O tenemos derechos sin límite de tiempo y reproducciones o los tenemos con límite de tiempo y de reproducciones. No hay un punto intermedio que no sea una ridícula e indefendible contradicción.
De ahí que resulte tan aberrante y estúpida (ya no se diga inmoral e injusta) la eliminación de medios para compartir reproducciones de lo que se quiera: libros, música, películas, fotografías, ideas, textos y hasta chismes. De ahí que resulte tan subnormal, subhumano y retrógrado que hace cosa de unos días desapareciera grooveshark y hace más días piratebay, gigapedia y tantas más. La defensa de la irracionalidad siempre ha sido nuestro fuerte en occidente. Vamos bien en esa batalla.