Hace poco más de una semana sucedió lo inimaginable. A punto de comenzar el segundo tiempo de un partido de futbol, un grupo de fanáticos destruyó una reja y un tunel protector para atacar con gas pimienta a los jugadores del equipo enemigo. Los jugadores afectados presentaron quemaduras en piel y ojos. Minutos después, sucedió lo inesperado. El árbitro del partido no sabía si suspender o no el juego. Treinta minutos después sucedió lo increíble. El árbitro seguía sin saber si suspender o no. El presidente del equipo contrario entró a la cancha a ver a sus jugadores. El director técnico el equipo local corrió indignado a la cancha. Después de mostrar que tiene suficientes pectorales y biceps para golpear al presidente del equipo contrario ordenó a su equipo tomar su lugar en el campo de juego a listarse para jugar.
Una hora después de lo inimaginable sucedió lo más triste, deleznable, repugnante y ofensivo. Al fin se dieron cuenta de que no se puede jugar el futbol (o a cualquier cosa) si consideras que tu integridad física (no se diga moral) está en peligro; menos aún si tu vista y tu salud en general están comprometidas. Pero aún después de tomarse una hora en darse cuenta de que, en efecto, no se puede jugar gaseado, los jugadores del equipo local seguían sin darse cuenta de que los quemados y ciegos eran seres humanos. Noventa minutos después de lo inimaginable el equipo atacado seguía en el campo porque no tenían garantizado que al salir no los fueran a golpear. Los fanáticos seguían en las gradas, arrojando proyectiles en su contra. Y después de todo, después del ataque, después de la duda, después de la ofensa, el equipo local decidió no acompañar al equipo ofendido en su camino a los vestidores. Al contrario, se quedaron en el campo a felicitar a sus fanáticos, pues hicieron un gran papel.
Lo que sucedió en la bombonera la noche del jueves 14 de mayo de 2015 fue una muestra de la gran facilidad con la que los seres humanos son capaces de deshumanizarse deshumanizando a los otros. En cualquier situación un ser humano busca ayudar a otro que ha sido atacado, golpeado, quemado o lastimado. Uno se cae por la calle y otro lo levanta. Uno tropieza con la bicicleta y otros detienen el tráfico. Esto simplemente no sucede cuando el contexto es tal que se asume que el otro es otro, no un ser humano, sino un enemigo, un opositor, un obstáculo para la felicidad de uno. Éste, normalmente, es un contexto que no debería existir aunque constantemente se repite, supongo, en una guerra.
La pregunta es, ¿por qué sucede en un campo de juego? ¿Acaso será que no nos alcanzan las neuronas para distinguir entre un juego y la realidad que lo sustenta? ¿Acaso tenemos el cerebro tan lleno de pasta sin textura que no podemos si quiera deternos y pensar un segundo que los que juegan son seres humanos y no, digamos, soldaditos de plástico que podemos patear, arrastrar e incluso incendiar sin mayores consecuencias?
La incapacidad de distinguir la ficción de la realidad es una marca característica de subnormalidad cognitiva. Pero también lo es de subnormalidad moral. Una vez que resulta aceptable gasear al oponente y aún así esperar que el juego siga nos hemos inscrito en la parte más oscura de la historia de la humanidad, esa parte que permite torturar en nombre de dios, fabricar genocidios en busca de la tierra santa, de la pureza de espíritu, la homogeneidad social o simplemente para evitar una derrota en casa ante el más acérrimo de los enemigos en un partido de futbol.
La deshumanización no pasa sólo por quitarle al otro sus rasgos más humanos, sino también, y principalmente, por inventarse uno mismo una ficción igualmente deshumanizante que lo convierte a uno mismo en un monstruo ciego, sordo, estúpido y brutal capaz de hacerlo todo por ganar.