Entender, discutir, defender, criticar, son todas disposiciones distintas, entrecruzadas, independientes. Contrario a lo que se suele pensar en la tradición, para entender no hace falta discutir, defender o criticar. Para discutir hace falta un personaje, una historia, una meta, algo que salvar. Para defender hace falta caer en un juego, el juego del juicio, del juzgado, el juego de quienes se creen superiores, los jueces, e inferiores, los juzgados. Para criticar hace falta o bien entender, sino se cae en esa mala forma de la crítica que es el ataque y que no consiste en más que otra forma de jugar el juego de la defensa. Una buena crítica es como una mirada sincera que se dirige a un punto distinto del camino comprendido. No hace falta rechazar lo andado, sólo mirar distinto.
Pero, ¿qué es entender? Se nos da mucho eso de pensar que entender está estrechamente relacionado con amar, quizás hasta de desear. Se nos dice, desde hace ya unos buenos siglos, que para entender algo, alguien, hay que amarlo, amarle. Nada más engañoso. El amor, como el deseo, distorsiona. Se sabe. La razón es simple: amar, como desear, es atraer algo a uno mismo, algo que nutre, llena, satisface, complementa. Y no hay manera de lograr esto si lo que se ama, o desea, no adquiere la forma que uno necesita nutrir, llenar, satisfacer o completar. El amante nunca sabrá qué es ni cómo eso que ama, entre otras razones porque su ser no importa para satisfacer su amor. Eso sí, importa y mucho para entender.
Pero si amar y desear no son la actitud detrás del entender, ¿qué más podría haber? La tradición arremete una vez más: contemplar. Pero contemplar se dice de muchas maneras. Comúnmente pensamos que contemplar es tomar una actitud pasiva. Contemplar como dejarse afectar por lo que se busca entender. Pero también se sabe, enseña la historia, cualquier historia por ser historia, que no hay tal cosa como un entender pasivo, un comprender puro y objetivo.
Hay, entonces, que recurrir a una forma activa de la contemplación, una forma más adecuado a la historia y al entender: contemplar imaginando. La fórmula sugiere dos tareas que se realizan a la par. Hace falta contemplar, hace falta detenerse, parar el diálogo interno y silencioso que denuncia nuestra locura ordinaria, y respirar. Pero también hace falta imaginar, hace falta dirigir la atención a configurar, escenificar, reconstruir, representar lo que se busca entender.
Esta formulación se antoja compleja, quizás haya quien considere que sólo pocos pueden alcanzara (nunca hacen falta los elitismos), pero no hay nada más común, más ordinario, más vulgar, más simple ni más repetido entre los humanos que el contemplar imaginando. Lo hacemos todo el tiempo en las tareas que más disfrutamos. Nos lo exige, en todo momento, la ficción. No hay manera de entender un libro, de seguir una película, de ver una telenovela, una serie, sin contemplar imaginando. Y no hay, me atrevo a decir, persona alguna que no entienda algún cuento, algúna historieta, alguna película, alguna serie.
Seguimos la ficción como quien sigue una aventura asegurada, un tema desconocido desde la comodidad de la cama. Hay pocas diferencias (ninguna interesante) entre la ficción y nuestras vidas diarias más allá del hecho de que la ficción nos permite jugar a ser alguien más sin dejar de ser quienes creemos ser. Como aventarse al mar sin salir de casa. De ahí que nos entreguemos plenamente a su contemplación, reconstrucción, configuración y escenificación con toda la atención posible.
Para entender hace falta imaginar. Cuando imaginamos aceptamos, sin preguntar, lo que aparece. Reconstruimos mundos de gran complejidad a la menor provocación. No pedimos evidencia, no exigimos justificación. Lo hacemos. Y así leemos a Borges y a Rulfo. Para entender mejor habría que reconocer que así deberíamos leer también a Aristóteles y a Marx. Así, también, deberíamos escuchar, sentir y mirar todo, todo, lo que se busque entender; auxiliados por la capacidad de fingir que el mundo es lo que es.
Después, mucho después y sin ninguna necesidad, podríamos darnos el lujo de hacer algo más.