Nos gusta pensar que tomamos decisiones. Sobre todo si éstas tienen que ver con nuestras vidas. Decidimos, o eso creemos, quiénes somos, a dónde vamos, cuándo vamos, cuándo volvemos, por qué volvemos, qué comemos, qué detestamos y, claramente, qué consumimos. En realidad, si uno se toma la molestia y el tiempo de mirar hacia atrás y observar con calma lo que fue, lo que creyó, a dónde fue y cuándo volvió, lo que comió y lo que detestó, fácilmente notará que la causa de todo ese andar se le escapa. La ficción de la decisión debe ser una de las más ampliamente distribuidas entre los seres humanos.
Esta ficción es más clara todavía cuando se trata de cambios claros, de mudanzas. Cambiar de casa, de ropa, de rutina, de amigos, de gustos, de disgustos, es siempre un acto criminal, un acto suicida. Implica deshacerse de uno mismo para hacerse de alguien más que, con el tiempo, pasará a ser uno mismo. Cambiar es atentar contra todo, contra al mundo que ya cómodamente gira entorno a lo acostumbrado y contra uno mismo a quien ya le resulta cómodo seguir usando la misma ropa, continuar la misma rutina, frecuentar los mismos amigos, defender los mismos gustos (hasta el vómito) y rechazar los mismos disgustos (hasta el sacrificio estóico). De ahí que ejercer cambios sea almismo tiempo un acto de eroismo y traición. No sorprende, entonces, que aparezca una vez más la ficción de la decisión: los cambios de rutina, de gustos, de amistados, los decidimos, los pensamos, son resultado de una considerada negociación con el cosmos mismo que uno sin lugar a dudas controla a voluntad.
Pero hay mudanzas sustanciales que se nos imponen, que no requieren de la mirada retrospectiva para eliminar la ficción de la decisión, mudanzas en las que basta con estar despierto para notar que los cambios y sus causas se nos escapan. Así son, por ejemplo, las mudanzas que nos impone el cuerpo en pacto directo con el tiempo. Ese dolor no estaba antes, ese reflujo diario no solía estar ahí, esos pulmones quejosos son recientes, esa incapacidad por ver, oler, caminar, digerir y respirar lo que antes se veía, olía, andaba y digería con tanta facilidad, esa limitación impuesta sin más, sin negociación, obliga ya no al cambio sino al reconocimiento directo de un cambio decidio en otras esferas, en otras estructuras. Entre órganos, entre células, se decide más sobre nuestras vidas que entre oraciones, discusiones y conversaciones con uno mismo y con los demás.
Hoy, después de meses de mal digerir-seguramente años, pero mi necesidad de pensar como un adulto atento a su medio, incluido su cuerpo como el punto básico de su medio, me impide aceptar que haya tomado tanto tiempo en notarlo- después de cientos de días aceptando la incomodidad de un intestino, de un estómago, que no funcionan -no creo en esa torpe conseción al fracaso que sugiere el decir "no funciona como debería", como si las cosas pudieran funcionar aún si no funcionan, como si se pudiese decir de un pulmón que pasa agua en vez de oxígeno que funciona, aunque no como debería, como si esto no implicara la absurda tesis de que todo funciona en todo momento aunque casi nunca como debería; si así vamos a pensar, mejor mandamos todo al carajo y nos despreocupamos de velar porque las cosas funcionen, algunas, a veces- después de tanto tiempo de simplemente convivir con un "sistema" (digestivo) que no funciona, se me impone al aceptación de un cambio: una lista negra de alimentos, consumibles, comestibles, destruibles, masticables prohibidos.
Después de más de treinta años de insistir en ser una persona que come esto y aquello, que bebo así y asá, hago un esfuerzo consciente por aceptar que no soy lo que quiero ni lo que creo. Me he mudado tantas veces ya, de país, de ciudad, de continente, de amigos, de ideas, de proyectos, de creencias, de amantes, de amados y hasta de familia y a través de todos esos cambios jamás dudé que seguiría siendo una persona que come esto y aquello, que bebe leche todos los días y que defiende la inconcebibilidad de masticar pan dulce sin un vaso de lácteo. Treinta y tantos años de mudanzas ininterrumpidas, como cualquier otro periodo de treinta y tanto años de cualquier otra vida humana, y nunca me había resultado tan claro el origen externo y autónomo de los cambios.
No recuerdo pensar con esta misma claridad que la vida que considero mía no me pertenece más que en el ligero sentido de ser aquél a quien le ha tocado vivirla. No sé qué persona soy. Pero eso siempre ha sido así. Lo que ahora descubro es que nunca lo supe, aunque siempre lo creí. Algo sí sé. Sé que estoy vivo y que, por ende, ergo, se infiere, se sigue, deducimos, concluimos, derivamos que nunca tendré más que una vaga idea de lo que soy, lo que estoy siendo. Me queda tan sólo confiar en que esa vaga idea siga siendo lo suficientemente informada para dejarme navegar con relativa facilidad por el mundo y lo suficentemente confusa para no pretender controlar mi vida, para no volver a caer en el engaño de quien cree saber quién es y a dónde va.