Wednesday, January 22, 2014

De Faustos Cuentos e Historias

Se advierte que, pese a todas sus diferencias
fundamentales, el ello y el superyo coinciden
entre sí al representar las influencias
del pasado; el ello, las heredadas; el superyo,
principalmente, las recibidas de otros,
mientras que el yo es determinado
esencialmente por las vivencias propias, 
es decir, por lo actual y accidental.

Freud. Esquema del Psicoanálisis.




Toda historia es un recuento, desde el primer relato.

Ayer me preguntaba qué sucedió hace siete años. No me preguntaba qué recuerdo de lo sucedido. Así que aproveché para construir otro relato, otro recuento. Primero, lo primero, antes que cualquier otra cosa, fue la negación más rotunda y absoluta. ¡Que nadie se mueva que aquí no pasa nada! Ese primer paso duró varios años. No sé bien cuántos. No importa saberlo. Mi analista dice que tengo un gran mecanismo de protección, que lo que a muchos usualmente lleva a la autodestrucción plena a mi me llevó a una suerte de salvación costosa. La negación rotunda era parte esencial del proceso.

Segundo, lo inmediantemente posterior a la negación más rotunda, fue el aislamiento. Una a una fueron degradándose las redes emocionales que me conectaban con el mundo exterior. Con todo el mundo exterior.  Las caras tristes me fatigaban. Las miradas de dolor me causaban náuseas. Las llamadas de interés me provocaban repulsión. Ahora entiendo que los actos de los demás que observaban atónitos se presentaban en dos tipos, los de quienes simplemente no sabían qué hacer y lo reconocían y los de aquellos que no sabían qué hacer pero creían saberlo y decidieron inmolarse por mi salvación. Los ignoré a todos. Ahora me doy cuenta.

Tercero, lo que lentamente fue apareciendo con el paso de los años, fue una concepción desmoronada de mi persona. Poco a poco me fui convenciendo de ser alguien sin historia, sin pasado, sin cuentos ni relatos. Era alguien que no tenía miedo más que al miedo mismo. Alguien que no dependía del afecto ni de la ayuda de los demás. Alguien serio como una piedra y duro como el insensible tiempo. Y en esta tenue construcción o, mejor, desarticulación de mi persona, me fui alimentando con paliativos. La filosofía, la investigación, el trabajo, los proyectos, las personas que distraían, las distracciones que llevaban a personas. Hasta que se acabaron los proyectos, el trabajo, las personas que distraían y las distracciones personificadas.

Cuarto, lo que inevitablemente habría de traer un proyecto de autosalvación como el que se me impuso fue el desmoronamiento seguro y certero de toda esa negación, ese aislamiento y esa concepción desarticulada e inútil de mi mismo. Y le siguió el pavor, el absoluto y rotundo pavor. Un miedo que se lleva la mirada, la sangre, el corazón y el llanto. Un miedo que se apodera del estómago para controlar la voz. Un miedo seco, iracundo, incontrolable. Pavor ante la soledad más plena. El primer reconocimiento de que, en efecto, la muerte se lo había llevado todo. Todo. Todo. Que no fue posible otra manera de sobrevivir sin la negación y su aislamiento. Que había que pagar un precio. Que no había, como nunca lo hay, una vuelta atrás.

Y entonces decidí evitar mi presente complicándolo al extremo. Me construí un personaje cerebral, satisfecho. Compré proyectos megalómanos a la medida precisa de ese inmenso vacío que cubría mi presente ordinario. Diario. El mundo, la verdad, la justicia, la forma correcta de pisar por el mundo, de cortar el pasto, de pasear los perros, de mirar el alba, de leer los libros, de avanzar los años. La forma absoluta y plena para que la historia misma del universo lo reconociera.

Ahora pienso que el problema de Fausto no es la excesiva ambición del conocimiento, la verdad, la belleza o cualquiera otra tontera. Tampoco es problema el sacrificio personal de dejar ir el futuro de una vida posterior por un presente emocionante. Tampoco es problema el contar con un carácter bipolar lleno de virtudes tan sustanciales como los vicios. El problema de Fausto es más simple: dormir todas las noches en paz consigo mismo. El problema es que ni la verdad, ni el conocimiento, ni la belleza ni la justicia, ni la ambición más inmensa bastan para cubrir lo más simple: una vida diaria segura, estable, tranquila, protegida.

El día humano comienza con el sol y se va con la luna. Y la vida humana se vive en días humanos. La verdad, la justicia, la belleza, la ambición desmedida no caben en los días. Los desayunos, los almuerzos y las cenas sí. Las sonrisas, los abrazos, las miradas también. Saber, porque se ve, que hay alguien más en casa. Abrazar y ser abrazado en cualquier momento porque ahí se está.

El problema de Fausto, paradójicamente, es el de inventarse un presente megalómano que se mide en siglos, en épocas, para evitar el eterno presente de los días humanos. Un ego inmenso para dejar de ser algo que pueda ser yo mismo. No se puede engañar al presente metiendo al futuro entre el sol y la luna. El problema de Fausto, y el de muchos humanos inseguros como yo, es simplemente el problema de reconocer que la felicidad está en lo simple, en los días, las sonrisas, los abrazos, los almuerzos, en todo aquello que se va con la muerte o cualquier otra contingencia.