Siempre pensé que Godofredo era un hombre desafortunado. Saber que se llamaba así me hacía pensar muchas cosas. En realidad, cuando era más pequeño, sólo pensaba en una. “Este tipo debe ser un idiota”. Pero después llegaron las demás. Pensaba, por ejemplo, en unos padres insensibles que, no obstante la indolencia del mundo actual, decidieron imponer tal nombre, tal destino, a su crío. Pensaba, también, en el mundo voraz que no le permitirían dar un paso sin reproche. “No te preocupes, Godofredo, no esperamos mucho de ti” o “Por Godofredo no hay problema, es un hombre muy sencillo” serían comentarios del diario. Y así, entre la insensibilidad familiar y el mundo, sin fuente alguna de dónde engancharse, por la cual crecer, desarrollarse, Godofredo terminaba por ser, efectivamente, un idiota.
Eso pensaba antes. Sigo pensando lo mismo, aunque ahora admito excepciones. Ahora, sin embargo, se han añadido nuevos pensamientos. Ayer pensaba que uno tiene pocas cosas que decir sobre las persona que uno considera inteligentes. Y las pocas cosas que se pueden decir no son nada interesantes. Digo cosas como “El Señor Tal es genial”, “El estilo de aquél es envidiable” o “Los argumentos del Señor Tal son fascinantes” y el que queda como idiota soy yo. A lo sumo, alcanzo el nivel de idólatra obsesivo, feligres. La noticia es terrible, sin duda. Es equivalente al reconocimiento de la imbecilidad propia, de nuestra mitología. Cuando uno concuerda plenamente con alguien más, uno se encuentra en desventaja. O bien hemos encontrado los límites de nuestra imaginación, o bien hemos entregado las armas discursivas. En cualquier caso, no hay nada interesante que decir. Es una suerte de violación mental a la autonomía propia.. Si uno tiene decencia, permanece callado.
De ahí la inutilidad de los sabios, los sensibles, los inteligentes. No nos sirven de nada. Nada enseñan, nada se aprende. Uno los lee y los escucha, pero no adquiere ni la más remota idea de cómo escribir, ni de cómo hablar. No hay manera de averiguar cómo se le ocurrió tal argumento al Señor Tal. El Señor Tal mismo no sabe cómo aprendió a escribir. Los inteligentes sólo sirven para repuestos de Dios. Uno está obligado a elegir entre alternativas igualmente incómodas: amarlos profusa y obsesivamente o escupirles. Y aunque uno siempre quiere tomar la segunda alternativa, siempre termina por caer, en uno u otro flanco, del otro lado de la sanja.
De ahí la utilidad de los idiotas. Siempre es bueno encontrarlos. Hay mucho qué decir de ellos. Sus errores parecen, porque de ello nos encargamos de este lado, innumerables. Se pueden pasar horas y horas hablando de ellos. Hay libros, disertaciones, manuales sobre los idiotas y sus productos históricos. Muchos de los inteligentes lo hacen explícitamente. El resto, todo el gran resto, lo hacen en secreto. Pero todos, todos, hablan de los idiotas y sus idioteces. Uno se pasa corrigiendo al otro: “Que si aquí fulanito se equivocó”, “Que si este argumento es falaz” y más. ¿Qué mejor receta de escritura que destruir el estilo de alguien más, de algún inteligente pretérito a quien la historia lo ha vuelto idiota?
Por fortuna hay quien se llama ‘Godofredo’. Los que nos gusta creer que no somos idiotas, aunque sea a ratos, los necesitamos.
Tuesday, February 26, 2008
Friday, February 22, 2008
Father
It’s snowing again. Quite a lot. It is unfortunate. I’m walking alone, walking home. I think. Sometimes the road home is just too long. It is painful just to imagine. How long is this going to last? Walking alone is such a feat these days. The mind goes off and there’s no helping it. I start looking for them. Those who were supposed to walk along and never came home.
I’ve been missing him lately. I don’t know much about him. I confess. But I know enough to wonder: what is it that brings me back to his arms? He was a man of few words and a big enough heart to put everything into anything. He was just there, all the time; simple, smiling. I guess that’s what I miss, what I need just now. Holding hands with someone stronger, someone unquestionable, constant.
What is a father for a son? A point of departure? A port in this ocean of unwanted, unyielding, emotions? A source of calm? I can’t tell, really. I just know there is too much snow and I cannot walk alone anymore. I feel I am too weak. I wish he were here. But sometimes the road home is just too long. You start looking around for those who take the same direction. He’s nowhere to be found. Where should I go?
I’ve been missing him lately. I don’t know much about him. I confess. But I know enough to wonder: what is it that brings me back to his arms? He was a man of few words and a big enough heart to put everything into anything. He was just there, all the time; simple, smiling. I guess that’s what I miss, what I need just now. Holding hands with someone stronger, someone unquestionable, constant.
What is a father for a son? A point of departure? A port in this ocean of unwanted, unyielding, emotions? A source of calm? I can’t tell, really. I just know there is too much snow and I cannot walk alone anymore. I feel I am too weak. I wish he were here. But sometimes the road home is just too long. You start looking around for those who take the same direction. He’s nowhere to be found. Where should I go?
Monday, February 18, 2008
Correspondencia (Quejas)
Edu,
Fui al super y me sentó muy bien. Compré todo lo que nunca me dejas comprar, lo que me gusta, lo que me hace feliz comer.
Me dí cuenta de lo tonta que he sido al dejar que te impongas así en mi dieta. ¡Nunca más! Mientras yo gane mi dinero, yo me compro la comida que se me antoje, ¿me entendiste? ¿Quedó claro? No tienes idea lo horrible que es para mí no tener libertad en la comida que escojo. Quizás para tí sea algo mínimo, pero sabes, para mí no. Para mí es esencial, es parte de lo que le da sabor a la vida, lo que me hace levantarme con gusto. Tú lo sabes, yo sé, y has cambiado. Pero no lo suficiente.
Tú puedes hacer tus listas, pero yo compro lo que se me da la gana, cuando se me de la gana. Y sabes, yo nunca me he quejado de pagar por los frijoles, ni la leche, ni los plátanos, pero yo tengo que pagar sola mis quesos. No me parece. Si decidimos compartir los gastos, entonces compartimos todo. O qué, ¿cuando tengamos hijos también voy a tener que pagar yo por el queso y el pescado?
Y si alguna vez te vuelves a atrever a repelar porque compre un pimiento o una coliflor, ¡te voy a dar una cachetada que te vas a acordar de mí!
con amor,
Cata
Fui al super y me sentó muy bien. Compré todo lo que nunca me dejas comprar, lo que me gusta, lo que me hace feliz comer.
Me dí cuenta de lo tonta que he sido al dejar que te impongas así en mi dieta. ¡Nunca más! Mientras yo gane mi dinero, yo me compro la comida que se me antoje, ¿me entendiste? ¿Quedó claro? No tienes idea lo horrible que es para mí no tener libertad en la comida que escojo. Quizás para tí sea algo mínimo, pero sabes, para mí no. Para mí es esencial, es parte de lo que le da sabor a la vida, lo que me hace levantarme con gusto. Tú lo sabes, yo sé, y has cambiado. Pero no lo suficiente.
Tú puedes hacer tus listas, pero yo compro lo que se me da la gana, cuando se me de la gana. Y sabes, yo nunca me he quejado de pagar por los frijoles, ni la leche, ni los plátanos, pero yo tengo que pagar sola mis quesos. No me parece. Si decidimos compartir los gastos, entonces compartimos todo. O qué, ¿cuando tengamos hijos también voy a tener que pagar yo por el queso y el pescado?
Y si alguna vez te vuelves a atrever a repelar porque compre un pimiento o una coliflor, ¡te voy a dar una cachetada que te vas a acordar de mí!
con amor,
Cata
Thursday, February 14, 2008
Visión de Ann Arbor
Alfonso Reyes termina su (racista) Visión de Anáhuac como sigue:
“Nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa (…). Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común. Pero cuando no se aceptara lo uno ni lo otro (…) convéngase en que la emoción histórica es parte de la vida actual y, sin su fulgor, nuestros valles y nuestras montañas serían como un teatro sin luz. El poeta ve, al reverberar de la luna en la nieve de los volcanes, recortarse sobre el cielo el espectro de Doña Mariana, acosada por la sombra del Flechador de Estrellas (…).”
Ha pasado suficiente tiempo para aprender algunas lecciones. Creo que Reyes se equivoca. De principio a fin. Pero cabe aceptar el indulto histórico. Los días en que su pluma se agitaba estaban llenos de emociones y fragor, llenos de pasión sexista, racista y, también, culturalista.
No temo decir que no existió LA raza de ayer. Entre otras razones, porque no existió raza alguna. Es una muestra universal de ignorancia que algunos grupos sigan celebrando su día. Habrían de unirse en celebración con el día del flogisto, de Vulcano o del Rey Sol.
Tampoco temo decir que el esfuerzo por controlar la bravura y fragosidad del medio ambiente, si acaso es algo sustancial, no distingue a grupo humano alguno. Cabe recordar que existió Darwin. Todos los humanos de hoy día están aquí porque supieron domeñar la fragosidad y bravura de su medio. Es simplemente ridículo pensar que hay más bravura y fragor en los ambientes de tales y tales latitudes. Y, aún si se quisiera defender tan pintoresca visión, seguro no habría diferencia a lo largo de la kilométrica longitud por la que se esparce esa latitud.
Igualmente, parece irrisorio pensar que entre 1519 y 1950 los habitantes de esa zona tan vaga llamada “Anáhuac” se han enfrentado al mismo objeto natural. No hace falta mucha biología para saber que la presencia o ausencia de un lago tiene resultados diametralmente opuestos sobre el objeto natural que circundan. Cabe pensar que en cuatrocientos años nada quedó igual. Y no sólo, también cabe saberlo. Sobre todo si se planea vivir en Anáhuac con estos días de Sol púrpura ozonificado.
El broche de oro es genial: poeta que miras a los montes para presenciar la violación, el sexismo, la opresión, la bravura y fragosidad del machismo Anahuaquense representado por la reverberación lunar… Nunca he visto a Doña Mariana (confieso). Reconozco los indicios que puedan tener algunos. Pero cabe admitir que lo del flechador es una gran muestra del sexismo de una visión que se quiere justificar así misma con historicismos inaceptables. También es cierto que no soy poeta. Así que quizás por eso la visión de Reyes me da risa y no placer. Algún filtro me ha de faltar.
Me permito decir, de paso un poco, que desde aquí no se ve mucha nieve. Ni objeto natural. Sólo se ve concreto, millones de cosas en transición y mucha, mucha, mucha contaminación.
“Nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa (…). Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común. Pero cuando no se aceptara lo uno ni lo otro (…) convéngase en que la emoción histórica es parte de la vida actual y, sin su fulgor, nuestros valles y nuestras montañas serían como un teatro sin luz. El poeta ve, al reverberar de la luna en la nieve de los volcanes, recortarse sobre el cielo el espectro de Doña Mariana, acosada por la sombra del Flechador de Estrellas (…).”
Ha pasado suficiente tiempo para aprender algunas lecciones. Creo que Reyes se equivoca. De principio a fin. Pero cabe aceptar el indulto histórico. Los días en que su pluma se agitaba estaban llenos de emociones y fragor, llenos de pasión sexista, racista y, también, culturalista.
No temo decir que no existió LA raza de ayer. Entre otras razones, porque no existió raza alguna. Es una muestra universal de ignorancia que algunos grupos sigan celebrando su día. Habrían de unirse en celebración con el día del flogisto, de Vulcano o del Rey Sol.
Tampoco temo decir que el esfuerzo por controlar la bravura y fragosidad del medio ambiente, si acaso es algo sustancial, no distingue a grupo humano alguno. Cabe recordar que existió Darwin. Todos los humanos de hoy día están aquí porque supieron domeñar la fragosidad y bravura de su medio. Es simplemente ridículo pensar que hay más bravura y fragor en los ambientes de tales y tales latitudes. Y, aún si se quisiera defender tan pintoresca visión, seguro no habría diferencia a lo largo de la kilométrica longitud por la que se esparce esa latitud.
Igualmente, parece irrisorio pensar que entre 1519 y 1950 los habitantes de esa zona tan vaga llamada “Anáhuac” se han enfrentado al mismo objeto natural. No hace falta mucha biología para saber que la presencia o ausencia de un lago tiene resultados diametralmente opuestos sobre el objeto natural que circundan. Cabe pensar que en cuatrocientos años nada quedó igual. Y no sólo, también cabe saberlo. Sobre todo si se planea vivir en Anáhuac con estos días de Sol púrpura ozonificado.
El broche de oro es genial: poeta que miras a los montes para presenciar la violación, el sexismo, la opresión, la bravura y fragosidad del machismo Anahuaquense representado por la reverberación lunar… Nunca he visto a Doña Mariana (confieso). Reconozco los indicios que puedan tener algunos. Pero cabe admitir que lo del flechador es una gran muestra del sexismo de una visión que se quiere justificar así misma con historicismos inaceptables. También es cierto que no soy poeta. Así que quizás por eso la visión de Reyes me da risa y no placer. Algún filtro me ha de faltar.
Me permito decir, de paso un poco, que desde aquí no se ve mucha nieve. Ni objeto natural. Sólo se ve concreto, millones de cosas en transición y mucha, mucha, mucha contaminación.
Monday, February 11, 2008
Se acabó la sal
Ha sido un invierno complicado. Hace tiempo que se acabó la sal. Me di cuenta el miércoles pasado al cruzar la calle. Por primera vez en tres años no había diferencia entre el pavimento y la acera. Los dos estaban congelados. Cruzar la calle era un complejo ejercicio de patinaje e imaginación. Había que imaginar el asfalto bajo el hielo, junto con las líneas divisorias entre carriles. No puse mucha atención porque pensaba en Catalina. Celebrábamos nuestro aniversario. Se cumplían siete años ese día.
Al día siguiente supe a ciencia cierta lo que pasaba. Se había acabado la sal. La ciudad, junto con el resto del MidWest, había agotado sus reservas de sal para el invierno. Este ha sido un invierno particularmente crudo. Ha nevado demasiado y ha soplado mucho el viento, congelando la nieve que de otra manera se habría de derretir con la fricción de los neumáticos. Y la sal. Año con año se tiran al piso millones de toneladas de sal con el fin de acabar con el hielo. La sal es muy efectiva. No sólo derrite el hielo. También da tracción. Especialmente cuando, como yo, uno carece de equipo adecuado. He caído más de cinco veces ya, tratando de librar el hielo y adivinar el pavimento. Las calles están blancas. Igual que las aceras. Apenas las distingue una diferencia en bultos. Eso de allá es o bien la banqueta o un montón de nieve.
Por eso también nos fuimos a Chicago esta semana. A celebrar el aniversario. Adquirí un par de entradas a la ópera en silencio. Para sorprender a Catalina. Despilfarramos un poco, para alimentar el ánimo, y nos dimos una vida de clase mediero con aguinaldo en mano, que hace mucho no vivía (más o menos, desde el verano). Todo salió de maravilla. Con excepción del frío. El viernes, antes de partir, recibí un mensaje de la directora de Protección Civil de la Universidad. Aseguren sus ventanas y cúbranse bien. Decía el mensaje. Este fin de semana habrá de soplar el viento. Nevará en cantidades incómodas y faltará la sal. No puse mucha atención. Sabía que Chicago sufriría exactamente lo mismo que Ann Arbor. Pero supuse que no sufriríamos de más, dada la buena ubicación del hotel. No hubo caminata que nos tomara más de veinte minutos.
Aún así, fueron las peores caminatas de los últimos tres años. Nunca me habían dolido tanto las piernas, la cara. El termómetro alcanzó los 30 grados bajo cero. Jamás pensé que fuera a ser así. El río, para mi sorpresa, seguía fluyendo. La costa del lago estaba congelada. El viaje lo hicimos en autobús. Esperábamos que fuese más efectivo que el tren. Especialmente debido a las inclemencias del tiempo. Iba a nevar demasiado. Los trenes se atascan con la nieve. Créase o no. El problema no fue desconfiar del tren, sino confiar en las autopistas. Olvidé los efectos de la sal.
El viaje de Chicago a Ann Arbor es de cuatro horas, sin mucha prisa, sin detenerse. Puede completarse en tres horas, con un poco de histeria y riesgo. Ayer nos tomó entre seis y siete horas. La tormenta de nieve se juntó con el viento polar. Por más de tres horas estuvimos rodando sobre el hielo. Diría “patinando” pero esto sugeriría una falta de control mayor a la que teníamos. Simplemente no se veía la autopista. Los postes de luz servían de referencia. En vez de ser negros, los carriles eran en realidad lo menos blanco. Dos de los tres carriles estaban completamente blancos. No se podía distinguir entre el carril de alta velocidad y la pequeña sanja que nos separaba de los otros tres carriles que buscaban regresar a Chicago o quizás Wisconsin. Durante el poco tiempo que presté atención pude ver entre cuatro y seis vehículos que fueron a para a la sanja. Siempre les acompañaba una patrulla estatal y una grúa.
Los accidentes no parecían violentos. Su manera de perder el control no había sido muy peligrosa. La I-94 es una autopista con pocas curvas. Cuando hay mucha nieve, lo más común es atascarse. Los accidentados no parecía haber dado muchas vueltas. Simplemente confundieron el camino con la sanja. A veces pasa.
Cuando llegamos a Ann Arbor la temperatura había mejorado. La página en Internet marcaba los 28 bajo cero. No sentíamos la diferencia. Ahora estoy a punto de salir de nuevo. La página marca los 26 bajo cero. Tengo que ir a dar clase. No hay sensatez en este pueblo. Deberían cancelar todo y sacrificar este día al invierno. Así podría despreocuparme de la docencia y ponerme a trabajar en mis artículos. Me quedan dos semanas más antes del límite. Pero somos demasiado protestantes. Celosos de nuestro deber. Dispuestos a perder algún apéndice en la contienda contra el hielo. A ver si así se me congela la cabeza y nos dejamos de tonteras.
Se acabó la sal. Esta ciudad comienza a desvariar.
Al día siguiente supe a ciencia cierta lo que pasaba. Se había acabado la sal. La ciudad, junto con el resto del MidWest, había agotado sus reservas de sal para el invierno. Este ha sido un invierno particularmente crudo. Ha nevado demasiado y ha soplado mucho el viento, congelando la nieve que de otra manera se habría de derretir con la fricción de los neumáticos. Y la sal. Año con año se tiran al piso millones de toneladas de sal con el fin de acabar con el hielo. La sal es muy efectiva. No sólo derrite el hielo. También da tracción. Especialmente cuando, como yo, uno carece de equipo adecuado. He caído más de cinco veces ya, tratando de librar el hielo y adivinar el pavimento. Las calles están blancas. Igual que las aceras. Apenas las distingue una diferencia en bultos. Eso de allá es o bien la banqueta o un montón de nieve.
Por eso también nos fuimos a Chicago esta semana. A celebrar el aniversario. Adquirí un par de entradas a la ópera en silencio. Para sorprender a Catalina. Despilfarramos un poco, para alimentar el ánimo, y nos dimos una vida de clase mediero con aguinaldo en mano, que hace mucho no vivía (más o menos, desde el verano). Todo salió de maravilla. Con excepción del frío. El viernes, antes de partir, recibí un mensaje de la directora de Protección Civil de la Universidad. Aseguren sus ventanas y cúbranse bien. Decía el mensaje. Este fin de semana habrá de soplar el viento. Nevará en cantidades incómodas y faltará la sal. No puse mucha atención. Sabía que Chicago sufriría exactamente lo mismo que Ann Arbor. Pero supuse que no sufriríamos de más, dada la buena ubicación del hotel. No hubo caminata que nos tomara más de veinte minutos.
Aún así, fueron las peores caminatas de los últimos tres años. Nunca me habían dolido tanto las piernas, la cara. El termómetro alcanzó los 30 grados bajo cero. Jamás pensé que fuera a ser así. El río, para mi sorpresa, seguía fluyendo. La costa del lago estaba congelada. El viaje lo hicimos en autobús. Esperábamos que fuese más efectivo que el tren. Especialmente debido a las inclemencias del tiempo. Iba a nevar demasiado. Los trenes se atascan con la nieve. Créase o no. El problema no fue desconfiar del tren, sino confiar en las autopistas. Olvidé los efectos de la sal.
El viaje de Chicago a Ann Arbor es de cuatro horas, sin mucha prisa, sin detenerse. Puede completarse en tres horas, con un poco de histeria y riesgo. Ayer nos tomó entre seis y siete horas. La tormenta de nieve se juntó con el viento polar. Por más de tres horas estuvimos rodando sobre el hielo. Diría “patinando” pero esto sugeriría una falta de control mayor a la que teníamos. Simplemente no se veía la autopista. Los postes de luz servían de referencia. En vez de ser negros, los carriles eran en realidad lo menos blanco. Dos de los tres carriles estaban completamente blancos. No se podía distinguir entre el carril de alta velocidad y la pequeña sanja que nos separaba de los otros tres carriles que buscaban regresar a Chicago o quizás Wisconsin. Durante el poco tiempo que presté atención pude ver entre cuatro y seis vehículos que fueron a para a la sanja. Siempre les acompañaba una patrulla estatal y una grúa.
Los accidentes no parecían violentos. Su manera de perder el control no había sido muy peligrosa. La I-94 es una autopista con pocas curvas. Cuando hay mucha nieve, lo más común es atascarse. Los accidentados no parecía haber dado muchas vueltas. Simplemente confundieron el camino con la sanja. A veces pasa.
Cuando llegamos a Ann Arbor la temperatura había mejorado. La página en Internet marcaba los 28 bajo cero. No sentíamos la diferencia. Ahora estoy a punto de salir de nuevo. La página marca los 26 bajo cero. Tengo que ir a dar clase. No hay sensatez en este pueblo. Deberían cancelar todo y sacrificar este día al invierno. Así podría despreocuparme de la docencia y ponerme a trabajar en mis artículos. Me quedan dos semanas más antes del límite. Pero somos demasiado protestantes. Celosos de nuestro deber. Dispuestos a perder algún apéndice en la contienda contra el hielo. A ver si así se me congela la cabeza y nos dejamos de tonteras.
Se acabó la sal. Esta ciudad comienza a desvariar.
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