Los domingos son días tradicionalmente complicados. Más allá de los enfrentamientos y temores asociados al fin del fin y al comienzo de la vida ordinaria, suelo dedicar los domingos a estudiar y planear mis clases. Paso prácticamente todo el día leyendo, releyendo y escribiendo. Se va el sol y llega la luna. Yo sigo. Hasta no poder más. Para continuar al día siguiente. Como resultado, los lunes son días exigentes, secos, pesados y, al final, terriblemente liberadores.
Hoy pasó algo distinto. Mientras leo sobre cambios morfosintácticos que resultan en la creación de alomorfos novedosos en verbos romances con patrón de distribución en forma de L y U, pienso directamente que he logrado hacer un cambio muy simple en los últimos meses, pero de consecuencias sustanciales para mi bien vivir. El cambio simple se resume, como debe ser, en pocas palabras: nunca preocuparse por el paso del tiempo. No porque sea indetenible. Menos aún porque haya algo así como un destino obligado, hagamos lo que hagamos. Meramente porque nunca tendremos suficiente tiempo para hacerlo todo. Basta con reconocer el tiempo que ya tomamos en hacer lo que ya hacemos.
En sentido estricto no se trata de reconocer el tiempo que ya tomamos, sino de olvidarse del tiempo. Corrijo, entonces, la formulación. Basta con reconocer lo que ya estamos haciendo, y atenderlo. Eso es todo. Que no importe el tiempo. Ahí el ideal regulativo de toda vida humana que pretenda ser feliz.
Que venga y pase el tiempo. Y que se largue también. Que no es sino buena noticia, señal de vida, que el tiempo venga, pase y huya.
Vuelvo a las consonantes velares que demuestran, sin lugar a dudas, que el lenguaje natural no es un sistema de representación cerrado bajo composición.
¡Agur!