Como todos los domingos, hoy compré el diario El País. Sigue siendo el mejor en calidad del papel para las funciones que personalmente me interesan: las de limpiar las heces de mis perros cuando paseamos por la ciudad. Como todos los domingos, y los demás días en los que pacientemente desprendo de dos en dos las hojas del periódico para cumplir los fines recreativos arriba mencionados, El País me recuerda que en Europa aún existen monarquías.
Desde hace unas semanas estos recuerdos me llevan comúnmente a pensar que hay algo fundamentalmente errado, moral y políticamente, en la idea misma de una monarquía, que trae consigo la distinción política entre personas sobre la base de qué esperma de quién y qué óvulo de quién más fueron los responsables de su exisencia.
Con el paso de los días, esta molestia antimonarquica se convirtió en algo más fino. Pensé, primero, que ser monarca de un país es, por definición, ocupar un puesto en el gobierno de ese país. Obviamente, no se trata de un puesto abierto a la participación de cualquiera. Hacen falta una cosecha de esperma y óvulo muy especial. El resultado es obvio, todo aquél que no es producto de la cosecha de gametos requerida no puede, por esa misma razón, acceder a ese puesto de gobierno que ocupa el monarca y su familia.
Esta me resultaba una manera de más clara de presentar la queja. Pero después vino la ocurrencia de que había algo así como los derechos humanos de las personas y que estos derechos garantizaban (pretendidamente) la igualdad entre las mismas. Claramente la existencia de las monarquías es incompatible que estos derechos.
El artículo 7 de la declaración universal de los derechos humanos, por ejemplo, sostiene:
Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho
a igual
protección de la ley. Todos tienen derecho a igual
protección contra
toda discriminación que infrinja esta
Declaración y contra toda
provocación a tal discriminación.
No es difícil imaginar cómo es que este artículo es inconsistente con la idea misma de una monarquía. Quien no es parte de la familia real simple y llanamente no es igual ante la ley, pues no tiene derecho a aspirar a un puesto público de gobierno, a saber, el del monarca. Tampoco es difícil ver cómo las monarquías se oponen a otro artículo, el 21, de la misma declaración. Esta vez se trata de un artículo aún más específico, sobre derechos políticos.
Las monarquías no sólo parecen ser una vergüenza moral, evidencia de lo difícil que es cambiar y deshacerse de rancias tradiciones, por mucho que contradigan todo aquello que tanto nos gusta defender, como la igualdad. Las monarquías también parecen ser, de manera muy simple y directa, una violación a los derechos humanos de las personas.
No sorprende, sin embargo, que no se haga nada al respecto. Si las monarquías están ahí es porque los países que las enarbolan tienen miedo de dejar de ser lo que son. Como todo caso sustancialmente patológico, las monarquías parecen no querer hacerse cargo de definir su identidad política de una vez por todas. Tienen un superyo lleno de democracia y derechos humanos y un ello saturado de desigualdades, privilegios, violaciones e injusticias. Y en el medio, la nada misma.