Lo más difícil, lo más insípido, lo más incomprensible, lo más doloroso de la vida es su escasez de recuerdos. Para entender esto es necesario, ante todo, distinguir entre recuerdos y memorias. A la vida no le falta tanto la memoria como los recuerdos, la reflexión nostálgica de la memoria. Porque claro está que guarda, almacena, cuida, mantiene y protege información y eventos de los tipos más disímiles. Meadas de perro, helados derretidos, chicles mal mascados, restos de comida, de bebida, de desechos, de sexo, de vida, restos de personas y hasta restos de estupideces de personas, todo se puede encontrar grabado en una esquina, en un parque, en una calle, en una acera o en diez metros cuadrados de estulticia. Pero, eso sí, la vida misma que guarda con genuino recelo las huellas más directas de sí misma, no se molesta en lo más mínimo por pensar en lo que le ha pasado. No se dobla en dos para llorar por aquél perro que antes la meaba en esas esquina y que ahora ya ni la mira. Tampoco se pregunta por aquél idiota que se siguió de frente, o aquel otro inocente que pensó mucho, demasiado, cómo continuar degustando su helado napolitano. No. La vida es dura. No le importa, no le interesa, no tiene la menor motivación para preguntarse por todos aquellos que le han dejado huella de su andar. Tiene memoria. La mejor y más fidedigna. No tiene recuerdos, ni le interesa tenerlos.
De ahí que lo más difícil sea estar vivo y conservar un grado suficiente de capacidad nostálgica recordatoria. Uno pasa por la vida y su andar por ella, de tanto pensarlo, se convierte en el recuerdo mismo de la vida, como si el ser un ser humano consistiera en ser la capacidad misma de recordar la vida. Uno mira las meadas que dejaba el perro, los helados que tiró el inocente obsesivo, los restos de vida que dejó el idiota y se pregunta qué será de ellos. ¿Qué será del perro y qué del fanático del napolitano? ¿Seguirán vivos, meando y lamiendo helado napolitano? ¿Qué será de esa casa, ese muro, esa puerta, ese piso, ese árbol, ése baño? ¿Qué pensarán ellos? ¿Qué sentirán? ¿Sienten? ¿Piensan? ¿Mean? ¿Cogen? ¿Consumen? ¿Dudan?
Lo más díficil es aceptarse y regodearse de ser un nostálgico supino en una vida que se llena de si misma en sus memorias mientras se vacía de si misma en sus recuerdos. Lo más difícil es reconocer la lección: para vivir hace falta no recordar. Lo más difícil es reconocerse idiota ante una vida que sigue sin dudar. Tan difícil que rara vez se logra y, más bien, frecuentemente se cae en el error de fomentar la nostalgia, el recuerdo, la necia vuelta que no es sino regreso al (mal) trato de uno mismo, al dolor propio, a la necesidad de ser el centro de la vida, la vida misma de ser posible, para no dejar nunca más de recordarla.
Lo más difícil es aceptarse como algo pasajero. Con memoria. Sin recuerdo.